El saludo de las brujas/Segunda parte/XIII


Último paso

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Conviene hacer justicia a Felipe: la cosa en que menos pensó, fue la siniestra predicción del bohemio. Le hizo el caso que haría al chillido lúgubre del ave nocturna, o al ronco desvariar de enfermo delirante; al cuarto de hora ni se acordaba de ella. Otra idea llenaba su espíritu; otras palabras repercutían sin tregua en su mente. «¡Tu hijo!» había dicho aquel insensato... ¿Sería verdad? La hipótesis tan sólo bastaba para dictar a Felipe su línea de conducta... No era dable titubear: el deber se presentaba claro y categórico... ¡No habérsele ocurrido antes que podía suceder aquello! Contingencia tan natural echaba por tierra las combinaciones de la política y las imposiciones de la historia...

Miraya salió en el cestito, con orden de recoger al loco de Yalomitsa si conseguía darle alcance, y se hallaron solos Rosario y Felipe, sentados en el sitio predilecto, el templete desde cuyos intercolumnios se veían el golfo y las gentiles escotaduras de la playa. La tarde, calurosa y luminosa, declinaba ya, cuando Felipe se decidió a interpelar a su amiga, del modo más confidencial y tierno.

-No hay nada de eso, nada absolutamente -respondió impávida la chilena, que, sin duda, esperaba la interpelación, y hablaba en voz firme, clara y bien modulada.

-Rosario -dijo Felipe con ahínco y fuerza cariñosa-; piensa lo que respondes, porque de este momento depende nuestro porvenir. He contraído contigo una deuda...

-Nada me debes, Felipe del alma -murmuró ella, poniendo en tensión la voluntad para contener la pasión que quería romper desatada por los labios-. Nada me debes. Con tu país, con tu nación, sí que tienes deudas de honra, y esas es preciso que las pagues... cueste lo que cueste, y sea como sea.

-Escucha Rosario... -Y Felipe la cogió de las manos; caricia que ella rehuyó sin esquivez, sonriendo; porque su valor, ejercitado ya por la resignación, dispuesto y guardado como un tesoro, acudía entero a fortalecerla en aquella hora de prueba-. Escucha, Rosario... nena mía, oye, no te apartes. No sé lo que tú pensarás de mí allá en tus adentros; pero reconocerás que, lo mismo en el banco del jardín de París que ahora en este templete, donde hemos pasado momentos tan celestiales... yo te he ofrecido siempre... ser tu marido, serlo, gozoso, satisfecho, cuando quieras. No debes dudar de mi palabra... ¡pero si dudases, mañana mismo, ahora, dentro de media hora...!

-No dudo, Felipe -declaró Rosario sin perder su calma heroica-. Has estado y estás pronto a casarte conmigo; tengo que agradecértelo, y te lo agradezco. ¡Tanto te lo agradezco, tanto... que no acepto, ni aceptaré jamás! Lo repito, lo repetiré mil veces: ¡jamás, aunque se hunda el firmamento!

-¡Jamás! ¡Ah, Rosario... no son iguales todos los días ni todas las circunstancias, y el que dice «jamás» podrá tener que borrar la palabra en el aire con su aliento!... ¿Estás hoy tan tranquila al decir ese jamás, como estabas ayer, en que te comprometías... tú, tú sola?

Enmudeció la chilena algún tiempo, y sus pupilas vastas y aterciopeladas expresaron, del modo misterioso que expresa las emociones la pupila humana, una melancolía insondable, sin esperanza ni consuelo. Eran los ojos meridionales de Rosario tan habladores y tan cantores, poseían tal magnetismo, tal irradiación de sentimientos, que, sin alterarse ni moverse el resto de las facciones, ellos solos bastaban para revelar plenamente cuanto pasaba por el espíritu de su dueña. En aquel momento decían, con magnánima serenidad: «Me ofreces lo que sabes que no he de admitir. Tú me conoces... y conociéndome, entiendes bien lo que tengo dispuesto».

-¿No quieres? ¿No me quieres por tu maridito? ¿Qué, me desairas también ahora? -añadió Felipe, con la zalamería involuntariamente felina de que sabía revestir sus halagos, y que determinaba en Rosario la reacción de la ternura y como consecuencia, la de la abnegación generosa.

-Ahora lo mismo que antes -pronunció la chilena con lentitud y énfasis-. No ha cambiado la situación ni tanto así. Es decir: ha cambiado. Antes tú no habías contraído compromisos con una nación que lo espera todo de ti... antes no habías aceptado públicamente la sucesión de la corona de Dacia. ¡Podías volverte atrás... aunque no debías! En este mundo todos tenemos obligaciones que cumplir, deberes que llenar sin cobardía... Unos son agradables y otros crueles... ¡Y tan crueles!... Tú deber consiste en reinar... El mío, en no estorbártelo... ¡al contrario! No creas que procedo así por humildad... Es por orgullo. ¡Como que soy más soberbia que don Rodrigo en la horca...! ¡Española al fin, de origen..., y a una española nadie la humilla!... ¿entiendes? Ve a tu destino, Lipe... y no te digo que te acuerdes de mí... ¡porque ya sé que acordar has de acordarte!

El tono de Rosario era decisivo. Transpiraba en él la energía de la resolución irrevocable, y, en efecto, una especie de orgullo exaltado, la arrogancia de la mujer hermosa y grande, de la mujer de precio, tesoro en cuerpo y alma, que no quiere arrostrar desdenes, y prefiere arrancar con sus propias manos valerosas la raíz ya oscilante del amor. Este sentimiento, quizás menos noble que otros en que Rosario se inspiraba, pero femenil y natural, provocó en Felipe un arranque de egoísmo feroz, una racha de bárbaros celos prematuros; y anudando los brazos al cuello de Rosario, boca contra boca, balbuceó sin saber lo que decía, descubriendo el alma:

-Si has de ser para otro, prefiero quedarme y echar a rodar de un puntapié la corona.

Un dolor agudo atravesó el corazón de la chilena: sólo en aquel momento vio patente la diferencia entre la índole de su cariño y la del de Felipe. Sólo en aquel momento lloró sin lágrimas, con una de esas efusiones interiores de llanto que son mortales como las hemorragias internas, el tremendo sacrificio consumado, la honra perdida, la ofensa a Dios, la existencia colmada de afrenta y duelo que la esperaba a ella y -¡castigo horrible!- al ser que llevaba en su vientre. «Acepta, cásate con Felipe, no merece tu sacrificio»; murmuró allá en el alma de Rosario una voz burlona y tentadora... Pero la chilena se hizo fuerte otra vez; esgrimió su bien templada voluntad... y desasiéndose blandamente, dijo sin jactancia, como quien se ofrece a realizar el acto más sencillo del mundo:

-Ve tranquilo. Me considero y me consideraré siempre tuya. No hay para mí porvenir. Mi historia se cierra el día en que tú salgas de aquí, hacia Mónaco... a pretender... a tu futura, a la Electa.

Felipe se sintió abrumado, aplastado, lleno de confusión. Deseaba sinceramente que Rosario le sujetase y le compeliese a deshacer toda la labor de los últimos meses y de los últimos días. En aquel instante señalado y postrero, conocía las dulzuras victoriosas de la dicha gozada en el paraíso de la Ercolani, y sus labios tenían sed afín, y el licor no se había agotado, ni siquiera se columbraba, al través de su rojo rubí, el fondo de la copa. El presente se revestía ya de la poesía embriagadora del pasado, de lo que no ha de volver nunca... Y el enigma de aquel seno de mujer, que encerraba la clave de la vida al encerrar quizás la continuación de la raza, acrecentaba el afán de Felipe, atado, enlazado su corazón al de Rosario por mil hilos de piedad, de codicia de los sentidos y de anhelos del corazón.

-¡Haces muy mal en no decirme... todo! -murmuró-. Estamos a tiempo. Luego que yo salga de aquí... no podrá repararse el daño. ¡Sé franca! ¡No mientas! ¿Es cierto que tú...?

Y una ojeada y un movimiento significativo completaron la pregunta.

-¡No y no! -insistió Rosario en voz casi dura-. ¡Manías de Gregorio! No existen tales novedades sino en su imaginación. No me preguntes otra vez, porque me haces daño y me enojas. Si en algo me estimas, sigue tu suerte, cumple tu deber. Quien nace al pie del trono, Felipe, no es como los demás hombres: ni puede regirse por la ley general, ni tiene derecho para arreglarse la vida a gusto, olvidando los intereses que representa. Cuando... entré en tu casa... ¡bien sabía todo esto! Y sólo entré... para que tú no lo echases en olvido. Otra mujer aspiraría a perderte: yo me propuse salvarte. Tu encumbramiento es obra mía, Lipe... Tengo esta pretensión. En cambio del bien que te hago, te pido un favor: que no te detengas... que te vayas cuanto antes. Los dos sufrimos mucho en este período... así... de incertidumbre, que para nadie es bueno. Un momento de valor... cerrar los ojos... y después, la conciencia en paz... Ánimo, Lipe... ¡Todo es el primer instante!

-¿Lo crees tú?... -interrogó Felipe, abrumado por una fatiga repentina, que atribuía a la pena de separarse de aquella incomparable mujer-. ¿Lo crees tú? ¿Y quién te lo asegura, vamos a ver? ¿Qué sabes si creyendo enviarme a la gloria y al triunfo... me envías...?

No prosiguió, pero ya Rosario suponía haber adivinado. Hay un punto en que jamás se equivoca la mujer si ha vivido algún tiempo en intimidad con un hombre: Rosario conocía los quilates del valor de Felipe María, y no imaginó siquiera que aludiese a ningún riesgo positivo. Rosario había oído hablar de presentimientos, de extrañas corazonadas que nadie sabe de dónde vienen; pero más tarde, cuando recordó, entre accesos de desesperación, aquella conversación y otras de los últimos días de su convivencia con Felipe, tuvo que reconocer que el corazón que menos avisa, el corazón menos zahorí, es quizás el más amante... ¿Cómo pudo ella, la apasionada, la instintiva, responder a la vaga indicación de Felipe estas palabras que los acontecimientos hicieron terribles cual una sentencia?

-Te envío a tu lugar en el mundo. Ya es tarde para que desertes. Si no querías, no debiste ir al Casino, ni recibir aquella ovación, ni fomentar aquellas ilusiones. No se juega con esta clase de cosas, Lipe; y si hoy retrocedieses en el camino emprendido, serías la ignominia de tu estirpe... No he de permitirlo. No se dirá que a tal vergüenza contribuyó Rosario.

-Quizás... -exclamó Felipe, más indeciso cuanto más decidida se mostraba ella- quizás, sin querer, hagas mi desgracia al rechazarme de tu lado. Voy a hablarte como se habla a Dios, nena, Rosario mía; desde hace unas horas, desde que se ha marchado Gregorio, no sé por qué... ya comprenderás que no es porque las frases ni las acciones de ese desequilibrado me hagan fuerza... pero en fin... ¡acaso expresen algo que yo, sin saberlo, también sentía! Mira... desde esa escena, parece que veo de otra manera la vida que me aguarda.

-Eres voluble, Felipe -murmuró la chilena- y no puedes serlo; ¡tú menos que nadie!

-No es volubilidad. Es... no sé qué; ¿cómo explicarlo, si yo mismo no lo entiendo? Es una especie de sombra rara, que me quita el sentido. Si fuese supersticioso, superstición le llamaría. Pero, ¿a qué tomarnos el trabajo de buscarle nombres? Debe de ser lo más natural: la dificultad de dejarte. Me creí armado de mayor valor del que tengo. ¡Hemos sido aquí tan dichosos, Rosario! Lo que me espera, ¿valdrá lo que abandono? No lo creo; no cabe en lo humano. Conozco que tienes razón, que es tarde; estoy ya en tal caso, que no me es lícito retroceder... Pero se me han caído las alas. ¡Dame ánimos tú, Rosario!

Un movimiento de protesta, casi de indignación, encrespó el noble espíritu de la chilena. Estuvo a punto de perder la paciencia, o, mejor dicho, la exterioridad paciente que conservaba a tanta costa. ¡Felipe pidiéndole a ella, a la víctima, fuerza, estímulo y consuelo! Pero fijó la mirada en el rostro descolorido de su amante, y su cólera se abatió como la espuma del mar al cubrirla una ola de aceite. Felipe estaba verdaderamente triste; sus ojos, en vez de exhalar los reflejos de otras veces, se cerraban mortecinos; sus labios, ligeramente temblorosos, exhalaban un suspiro hondo que parecía queja tímida y humilde. La enamorada abrió los brazos, y Felipe María cayó en ellos, silencioso, inerte, sin expresar su pena más que con la violenta presión de sus dedos convulsivos, hincados en los hombros de Rosario. Y así permanecieron más de una hora, traspasados, no sabiendo qué decirse. Los dos comprendían que aquello era despedida -verdadera despedida- para siempre.