El saludo de las brujas/Segunda parte/XII


Emigra la golondrina

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Como una fatalidad, impúsose a Felipe la precisión de dejar cuanto antes la Ercolani, de desatar el nudo de la convivencia. Y, al advertir en sí este impulso que parecía -como dirían los antiguos- obra de un numen, Felipe notaba a la vez una especie de ardor triste y malsano por la mujer a quien se disponía a abandonar. Si los arrebatados transportes, si ciertas vehemencias furiosas probasen algo más que la eterna contradicción que reside en el corazón del hombre, Rosario pudo creer, en aquellas últimas horas, que había reaparecido, llena y radiante, la luna de miel. Renováronse los paseos al bosque después de almorzar; a las horas de la siesta, el templete y el bosquecillo acogieron otra vez el grupo inseparable de los primeros días, y de noche, la falúa recibió en sus pilas de almohadones el cuerpo del enamorado, rendido al peso de la felicidad y recostando la cabeza para soñar plácidas visiones, que se alzan de las olas, surcadas dulcemente por la embarcación, y heridas por el candencioso batir del reino. Buscaba Felipe, en aquella embriaguez, una tregua, un instante de olvido, y con la avidez del que apura las postreras gotas del bebedizo, alzaba la copa de oro antes de dejarla rodar al fondo de las olas, como el rey de la balada -otro rey, que también sufría.

Rosario se prestaba al juego. Acaso quería, a su vez, aturdirse para no sentir el dolor. Quizás, en su aquiescencia, en su complicidad, se ocultase la terca esperanza, que nunca muere en los corazones verdaderamente apasionados: o quizás fuese aquella una peregrina forma de su constante abnegación.

Seguro ya de su victoria, Miraya, con la habilidad diplomática de siempre, dejaba el campo libre: respetaba el epílogo. Como en Mónaco echasen de menos a Felipe María sus amigos y partidarios, el periodista se encargó de explicar el hecho del modo más grato a los acérrimos felipistas: era que el Príncipe, llegado el momento de dejar definitivamente la Ercolani y de instalarse en Mónaco para cortejar a la princesa de Albania, necesitaba arreglar mil asuntos, y estaba consagrado a ese trabajo enojoso, pero indispensable. Cundía la noticia: el Príncipe se prestaba ya a todos los deseos de sus leales súbditos; renunciaba a las aspiraciones de su corazón, borraba de un solo rasgo su pasado borrascoso -pasado que, por otra parte, contribuía a darle cierta aureola poética-, y se hacía, por el sacrificio de su amor, digno de la gratitud de la patria. Animoso y firme, no vacilaba: Dacia ante todo. Y los hombres serios y las damas delicadas y pudorosas le aplaudían, le compadecían, le querían más por sus desafíos, sus aventuras, sus pasiones, sus luchas morales.

Atento a que ni el menor detalle pudiese comprometer el resultado de campaña tan felizmente emprendida, Miraya no dejaba cabos sin atar. Había ajustado, en el mejor hotel de Mónaco, un departamento digno del príncipe heredero de Dacia, y buscado cuadras y cocheras donde cupiesen los trenes que debían trasladarse de la Ercolani, preparando así a Felipe instalación propia de su elevada categoría. Ya figuraba entre el servicio el cochero que debía reemplazar a Esteban: era un lacio montañés, de esos que han nacido a caballo; especie de centauro cuyo instinto atávico, perfeccionado por la enseñanza, puede hacer maravillas; y maravillas había hecho en Alejo -así se llamaba el nuevo auriga- la residencia en París y Londres, el continuo roce con caballistas, aficionados y chalanes. Su rostro atezado, duro y enjuto, revelaba vigor y resolución, y no había sino verle asir las riendas para conocer que subyugaría al potro más indómito. Al observar una cicatriz qua partiendo de la sien, llegaba a la comisura de la rasurada boca de Alejo, Miraya hubo de preguntarle si había estado en la guerra, pues aquella señal delataba el filo de un arma corva, de las que usan los orientales; pero Alejo negó que hubiese servido jamás, si bien confesó una lucha cuerpo a cuerpo con cierto dálmata, que le había cruzado con su sable.

Y mientras Sebasti Miraya ejercía las funciones de aposentador e intendente, ¿qué hacía Gregorio Yalomitsa; cuál era el papel del bohemio en la Ercolani? Un triste papel: el del que no cesa de rabiar por dentro. No sólo no cruzaba palabra con Felipe María; no sólo guardaba en la mesa un silencio de niño encaprichado, sino que, cuando le era imposible no referirse al dueño de la casa, afectaba llamarle con insistencia «Flaviani ». El apellido Leonato no existía para él. De vez en cuando, en la conversación general, enjaretaba una mortificante alusión a la bailarina, a sus desventuras, a las injusticias cometidas con ella -a todo lo que era diplomático no mentar-; estos alfilerazos apuraban la paciencia de Felipe, y en Miraya determinaban arrechuchos y desplantes de grosería. Finalmente, tanto extremó la oposición el bohemio, que un día Miraya, llamándole aparte, le significó que en aquella casa no había puesto para él, y que si tenía delicadeza, se iría inmediatamente. Nada contestó Yalomitsa; encogiose de hombros con el más profundo desprecio, y media hora después prevaliéndose de sus hábitos de familiaridad, entraba en el gabinete de Felipe y se arrellanaba en el canapé.

-Vengo a decirte adiós, Lipe -exclamó chupando su pipa y echando las piernas por cima de los almohadones-. No es por que ese emborronador criado tuyo me haya despedido, ¡quia!, es que hace tiempo deseaba yo quitarme de en medio más que a prisa. Me repugnas, me das náuseas, y no tengo por qué aguantar el asco, cuando puedo en otra parte, pidiendo limosna con mi violín, conservar sano el estómago. Pero desde luego te anuncio que volveré aquí; volveré... así que tú hayas vuelto también las espaldas, desamparando a esa mujer que por ti se ha perdido, y a quien no mereces, ¡necio! Cuando tú la abandones, ¡Yalomitsa la protegerá! Y ahora, abur; hasta nunca.

Alzó las cejas Felipe, con más impaciencia que cólera.

-Ya veo que no me tomas por lo serio -prosiguió el bohemio, después de sacar una densa y apestosa bocanada de humo-. Haces mal, Lipe, haces muy mal. ¡Creo que finges! Si yo te dijese que me voy como si tal cosa, también fingiría. Las raíces del cariño no se arrancan así. He sido amigo de tu pobre madre, de quien has renegado: me he sentado muchos años a su mesa, y todavía creo paladear su vino, y comer su pan. Esto no se olvida. Te he visto en la cuna, te he tenido a caballo en esta rodilla horas y horas, me has tirado del pelo, me has arañado con tus manitas; y dejar de quererte me es imposible, como me es imposible dejar de ser artista. Pero desde el día que te embrujaron... moriste para mí. Bebiste el filtro, pisaste la mandrágora, y perdiste la razón. No te rías, no, que ya sé que esa misa no te sale del alma. Si estás pensando que aquí hay un loco y que ese loco es Yalomitsa, mira, Lipe, mira que te engañas; no hay más loco que tú. Me das lástima... Por eso no la emprendo contigo a palos.

-Gregor -murmuró Felipe-, afortunadamente te conozco y te tomo según eres. A hacerte caso... Miraya te habrá dicho cualquier aspereza. No te ofendas; ya sabes que donde yo esté habrá sitio para ti. No creas que he olvidado a mi madre... -y al decir esto, la voz de Felipe se veló algún tanto.

Aquella nota de sensibilidad encontró eco inmediatamente en el corazón del bohemio, que exclamó temblando de esperanza:

-Felipe, tú no eres de piedra. Aún estás a tiempo. Compadécete de Rosario... ¡y compadécete, sobre todo, de tu hijo!

Saltó Felipe en la silla, clavando sus ojos espantados en la cara cobriza del bohemio.

-¡No te entiendo! -murmuró-. ¿Qué dices?

-¿Qué digo? La verdad.

-¡Te equivocas, Gregor...! ¡Rosario... me hubiese... enterado a mí!

-O no. El alma que te falta a ti, le sobra a Rosario. No ha querido sujetarte. Te deja a tu albedrío. ¡Ella vale cien veces más que tú!

-Pero... ¿te hizo confianzas?

-Ninguna. ¿Para qué? ¿Soy yo ciego? Tú estas persuadido de que Gregor es un pobre jilguero; un violín que ríe y que llora... Gregor lee en el presente y en el porvenir.

Felipe permanecía clavado en la silla, atónito, abrumado por el peso de la noticia tremenda.

-Antes de marchar quise decírtelo, para que conste que lo sabías... No podrás alegar ignorancia. La verdad: estoy por creer que no lo sabías realmente. Es imposible que las brujas de Macbeth, al saludarte rey, te hayan arrancado el corazón y te hayan puesto en su lugar un guijarro. Felipe, aún puedes romper el maleficio... Aún puedes volver por ti, por tu honra; aún puedes apaciguar a la sombra de tu madre... ¿No se te ha aparecido?

Al hablar así, el bohemio avanzaba sobre Felipe, agarrándole del brazo con mano convulsa, y quemándole el rostro con su hálito febril. Sus pupilas negras fascinaban y ondulaba encrespada y electrizada su melena serpentina. Felipe retrocedió; no era la primera vez que le estremecía ver de cerca al bohemio irritado, agorero y feroz.

-Oye -dijo este con una especie de extravío-, ya sabes que también soy algo brujo. No es la primera vez, ni la segunda, que sueño que oigo una conversación, y a los pocos días la oigo en efecto, con sus mismas palabras y hasta con los gestos que dormido vi hacer a los interlocutores. Tú estás seguro de que no miento. Pues por la sepultura de tu madre te juro, Lipe... que he soñado cosas horribles para ti; cosas que hasta me falta valor para explicarlas. Te he visto tendido, boca arriba, al sol... y las moscas revoloteaban sobre tu cara y se posaban en tus ojos.

Con trágico ademán, Yalomitsa hundió los dedos en la cabellera y se la mesó, como el que ve efectivamente un horrendo espectáculo. Un gemido ronco brotó de su garganta, y salió corriendo de la habitación, donde quedaba petrificado Felipe.

A la hora del almuerzo, buscaron en vano a Yalomitsa. Se Había marchado a pie, con un hatillo al hombro y el violín debajo del brazo, por el camino polvoriento, y ya debía de estar muy lejos de la Ercolani.