El saludo de las brujas/Primera parte/VI


Viodal

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Naturalmente, la cita de Felipe hizo olvidar a Rosario la del bohemio. ¿Quién se para en citas de Yalomitsa? ¿Qué podrá él tener que decir que valga un pito? Seguramente alguna chismografía contra Lapamelle, a quien no tragaba; alguna murmuración recogida en los talleres, y referente al nuevo cuadro de Viodal... Esto debiera ocurrírsele a Rosario -pero convengamos en que ni esto se le ocurrió-. Su felicidad absorbente disipó las demás preocupaciones. Sólo cuando ya se vio cerca del momento decisivo, sondeó la profundidad del sentimiento que consagraba a Felipe. No podía sospechar que fuese tan inmensa. Se asustó casi. Como el que recuenta su caudal y se admira de encontrarse más rico de lo que suponía, Rosario se admiraba de la cantidad de ilusión que cabía en su alma, virgen y ardorosa a la vez. La única espina era el recuerdo de Viodal. No había más remedio que enterarle, y Rosario sabía muy bien que le daba una puñalada en el corazón. El mismo exceso de su amor, los recuerdos vibrantes y deliciosos del coloquio bajo el cedro, contribuían a despertar, por comparación involuntaria, su piedad y su estéril afecto hacia el pintor. Juzgaba del daño ajeno por el propio, y la embargaba una lástima dolorosa. ¿Por qué un horizonte para ella tan hermoso había de ser para otro tan triste y nublado?

No era posible ocultar a Viodal la verdad. Felipe exigía que, en lo sucesivo, se viesen libremente, hasta el momento de la boda, y deseaba que cuanto antes Rosario le participase la conformidad de su tío. El día que siguió a la entrevista en el Jardín, de mañana, Rosario andaba dando vueltas por el taller, recogida la copiosa mata de pelo con una flecha de oro, vestida una bata japonesa azul pálido, bordada de flores de cerezo, que sujetaba flojamente al talle una banda roja de crespón. Su pie inverosímil se escapaba de la babucha turca y taconeaba impaciente, nervioso. Maldito si sabía Rosario cómo empezar las primeras palabras que pronunciase se atravesarían en la laringe. ¡Cómo resonaría, en la atmósfera serena del estudio, ahora que estaban tan completamente solos ella y Viodal, la frase... «Tío, no sabes... Tío, tengo que decirte...»! Mientras rumiaba el exordio, no podía menos de charlar, murmurando cosas insignificantes, yendo y viniendo de un elemento a otro: «¡Ay, se nos ha muerto una dorada!... ¡Calle, ya tiene botón la esterlicia regia!... ¡Pobre golondrina de Java! ¡Ha puesto un huevo, tío!... ¡Mira qué monería!... ¡En el nido está!...».

Jorge, soltando gustoso los pinceles, corrió a admirar el diminuto huevecillo. Era la sal de su vida, el premio de su labor, la hora bendita del día, aquella en que con Rosario curioseaba y comentaba las novedades de los tres elementos, mientras el cuarto, recién encendido, arrojando llamaradas alegres, empezaba a calentar los ámbitos del dilatado hall, tibios ya por el aire que enviaban ocultas tuberías, pues la chimenea sola no era bastante. En tal momento Rosario volvía a ser la bulliciosa y vivaz criatura que había sido a los trece o catorce años, la que de todo reía, la que en todo se gozaba, la que hacía travesuras, la que no dejaba en paz al tío -un tío relativamente joven, porque sólo contaba entonces treinta y pico de años, y ya empezaba a estremecerse si inadvertidamente, en su candor, la niña le echaba los brazos al cuello... -No tardó en prohibir esta familiaridad de Rosario, que le miraba atónita y no acababa de acostumbrarse a obedecer. Después de la prohibición, su instinto de mujercita interpretó pronto la misa. Hoy Viodal había cumplido los cuarenta, y creía haber dominado valerosamente aquel extravío. No lo había dominado tanto que no esperase con ansia los momentos de intimidad de las mañanas en el estudio. Una satisfacción así, pura, sencilla, no la reprobaba su conciencia, y saboreaba el goce de tener a su lado a la chilena, de verla seguir ansiosa el revoloteo de un colibrí, o una lucha de monstruos en el seno del acuario... «Sarito, mi pincel gordo... allí, a la derecha de la caja... El secante, Sarito... Sarito, ayúdame a graduar el caballete...». ¡La dicha se funda a veces en tan poca cosa! ¡Las pequeñeces hacen un bien tan grande! El deseo de tener a Rosario encantada y divertida, era lo que había inspirado a Viodal la idea de los cuatro elementos. Flores, pájaros y plantas, no hacían sino servir de poético fondo a la juvenil figura.

Entre vueltas y más vueltas, charlando de lo que no le importaba, Rosario no se decidía a empezar. Algo bueno daría por eludir el compromiso. Sin embargo, volaba el tiempo. Se le ocurrió entonces un modo indirecto de entablar la conversación peligrosa.

-Oye, tío -preguntó mientras disponía flores en una jarra de Delft-, ese conde de Nordis que presume de guapo, aunque ya le ha pasado el sol por la puerta, ¿trae pretensiones acerca de mí?

-¿Por qué dices eso? -pregunté, Viodal volviéndose de súbito-. ¿Se ha puesto pesado contigo?

-Un poco -declaró con gentil desvío la muchacha-. Es un pelma, y si vuelve le he de enseñar que no me gusta la gente patosa.

-Rosario -contestó gravemente Viodal-, o ese hombre no te quiere, y en tal caso poco debe importársete de él, o te quiere de veras, y entonces merece consideración. ¿Por qué me hablas de Nordis? -añadió sonriendo, con la paleta fija en el pulgar y el mango del pincel rodando entre los dedos-. Bien sé yo que Nordis no te quita el sueño, morena. Otros pensamientos tienes tú...

-Es cierto, tío -respondió Rosario, asiendo por los cabellos la ocasión-. Perdóname si hasta hoy nada te dije; no me gusta tener secretos contigo; pero como no era todavía cosa formal, ni medio formal...

Los labios del pintor blanquearon, y tembló el pincel que cogía.

-Según eso..., ¿es formal ahora?

-Formalísimo...

-¿Bodas?

-Sí...

-¿Con Felipe María?

Rosario no tuvo fuerzas para contestar sino inclinando la cabeza. Sentía en lo dolorido de la voz, en lo seco de las interrogaciones, el sufrimiento apenas reprimido, el odio involuntario, queja y maldición juntamente. Y aquel hombre había sido para ella padre y madre; tal vez había sacrificado al deber de protegerla, a la ilusión de ver en ella una hija, los definitivos lazos que se contraen en la edad viril y son el consuelo de la vejez... Desde quince o diez y seis años atrás, desde que una mujer, vestida de luto y con una niña de la mano, había llamado a la puerta del pintor buscando asilo, Jorge Viodal no conocía más ternuras, más esperanzas, que su sobrina Rosario. Recoger el último suspiro de la madre; educar a la criatura, respetándola más que a una hija, porque a la hija se la respeta sin esfuerzo; librar la batalla cuyas huellas y estragos se escriben con prematuras arrugas en sienes y en frente; tal había sido el papel desempeñado por el pintor, y Rosario no lo ignoraba: por eso las palabras se detenían en sus labios, y un círculo de plomo comprimía su corazón. Pero Viodal, con varonil arranque, se levantó, depositando metódicamente los pinceles en la ranura de la caja abierta, colgando la paleta del gancho de níquel; y metiendo las manos en los bolsillos de su batín de terciopelo negro, sacó un cigarrillo, y con ligera ironía, adoptando festivo tono, murmuró:

-¿Esas teníamos, Sarito? ¿Y desde cuándo has arreglado tu boda?

-Tío -respondió ella, acercándose y cruzando las manos-. ¡Por Dios, no te enfades conmigo! Ya sabes que si tú me lo prohíbes... no me caso, aunque me muera. ¿Exiges que se acabe todo? Se acaba... Pero no me quieras mal.

-¿De dónde sacas que te quiero mal? -protestó el pintor, luchando para conservar su sangre fría, y ocupado, al parecer, en encender reposadamente el largo cigarrillo-. Es bien natural que te cases... y también que yo lo sienta... es decir, que sienta, no tu casamiento, sino separarme de ti... Al fin te he tenido en mi compañía más de diez y seis años.

-Pero, tío Jorge -murmuró Rosario, afanosamente-, si no nos separaremos. Me pasaré el día aquí, en el taller, como siempre, limpiándote los pinceles... cuidando de los pájaros y de las plantas... ?¿Había de dejarte? ¡Me sería imposible!

-Rosario -repuso el pintor, ya dueño de sí mismo-; no te apures, ni des importancia a lo que no la tiene. Te casarás y te irás con tu marido, y me verás o no me verás; es lo que menos importa. Has elegido, y ni yo ni nadie en el mundo puede oponerse a tu elección. Así como te digo esto, Rosario, hija mía... yo, que no estoy prendado... de tu futuro... que no me ciega la pasión... lealmente añado que tu elección no te hará dichosa; y esta creencia es lo que me pone así... triste... cuando tú rebosas felicidad.

Rosario bajó los ojos de nuevo. Su vanidad mujeril le sugería la maliciosa presunción de que siempre un enamorado es severo crítico del rival dichoso. El pintor debió adivinar la sospecha de Rosario, y sonrió melancólicamente.

-No hablo de memoria, ni por ningún móvil interesado -continuó-, y es mi deber alegar razones. No has conocido otro padre, y me arrepentiría si por una falsa delicadeza no te previniese cuando corres un peligro. Te amargará la advertencia; peor sería que mañana te amargase la boda.

-Pero, tío... No entiendo; explícate.

-Ya entenderás... ¿Conoces los antecedentes de Flaviani?

-¿Los antecedentes?...

-Sabes que el hombre en quien te has fijado -tú, Rosario Quiñones, sobrina de un artista, criada en un taller de pintor, tú, sin bienes y casi sin nacimiento, aunque tengas en las venas algunas gotas de sangre española muy noble-, ¿sabes que ese hombre es un hijo de rey?

-Vaya si lo sé... -contestó Rosario rehaciéndose, resuelta a combatir-. Hijo del rey de Dacia. ¿Eso qué importa? Pero por su madre es de mi misma clase, y aún más abajo; al fin... la Flaviani..., ¿qué? Una bailarina como la Taglioni o la Cerito... ¡Miren qué alcurnia! Todos los días se están viendo bodas desiguales, y felices. Ni he pensado en tal cosa, ni tengo para qué pensar.

-Pues yo no quiero el remordimiento de no haberte llamado la atención, cuando todavía es tiempo de evitar el daño. Se ven enlaces desiguales, es cierto; también lo es que la prudencia los condena; pero la desigualdad entre las clases sociales, cuando consiste en el nacimiento, puede borrarla el genio, la riqueza, el poder, la gloria militar, la artística... La desigualdad entre la sangre real y otra sangre, jamás se borra. Un hijo de rey no puede casarse sino con hijas o nietas de reyes. Si toma por esposa a una particular, tarde o temprano, y generalmente temprano, llega el castigo. Una constante herida del amor propio acaba por ulcerarse y causar la muerte... la muerte de todo amor, de toda ventura. Si te casas con un hijo de rey, Rosario mía... tú, que eres tan hermosa, tan digna de un trono... tú le pesarás bien pronto a tu marido, como pesa una piedra al cuello; tú le humillarás, él se desdeñará de ti. Los reyes no se miden por el mismo rasero que los demás humanos... Yo te conozco, y sé que este suplicio, para ti, es todavía más intolerable que para otra mujer.

Mientras Viodal revolvía en la herida el cuchillo, el rostro de su sobrina se descomponía por instantes, revelando cruel tortura. Las observaciones del pintor iban derechas a lo más íntimo de su ser moral, a su dignidad, a su generosidad, a la delicadeza de su cariño, a su altivez de española. Mortificada, sintió una cólera injusta contra el que la causaba dolor, y queriendo demostrar que no carecía de armas defensivas, afectó reírse, y alegó estas razones, contrarias a sus opiniones de la víspera:

-Tío, no parece sino que Felipe María Flaviani es, en efecto, un rey, y que al casarme con él me gano una corona. ¡Pobrecillo!, tan lejos está de esas grandezas, que no sólo le niegan el derecho a reinar, sino hasta la legitimidad del nacimiento. ¿Rey Felipe? Él mismo me ha dicho que no se considera más que el hijo natural, ¿oye usted?, natural, de la Flaviani. Es un bastardo, de quien su padre renegó.

-Pues míralo bien, Rosario; ahí tienes el cuadro de tu porvenir. Esto es lo que te espera a ti, lo que espera a tus hijos. Mañana, a su vez, por razones de Estado o por razones de soberbia y miseria humana, Felipe María se divorciará, te repudiará, anulará el matrimonio. ¿Pretexto? Siempre hay pretextos. Sobra quien complazca a los grandes y a los poderosos. ¡Pobre chiquilla ilusionada! ¿A que ni te has enterado de la situación del país donde reina el padre de tu futuro? Yo sí... Yo tengo los ojos abiertos, y miro hacia donde tú no miras. Dacia es un país muy viejo y muy nuevo: viejo en tradiciones y leyendas, pero nuevo como nación. En otro tiempo no tenía reyes, sino príncipes soberanos, una cosa semejante a los margraves. Siempre andaba a la greña con los turcos y con los rusos; pero las altas montañas y el valor heroico de los montañeses preservaron su independencia. Hará poco más de un siglo, aliándose con Rusia, derrotó a los turcos, y se constituyó en nación europea. El abuelo del Rey actual era todo un hombre; hizo progresar a su patria. Hoy son los dacios un país casi civilizado, hija mía. Si antes sostenían su libertad como bandidos, ahora la sostienen como diplomáticos. No pierden de vista a Rusia, que no les quita ojo a ellos. Rusia se ha gastado bastantes rublos en crear allí un partido ruso, anexionista, y lo capitanea nada menos que el hermano menor del Rey, el presunto heredero de la corona. Por que el rey de Dacia, el padre de tu elegido, no tiene hijos de su esposa legítima... ¿Vas enterándote?

Rosario, inmóvil, aterrada, hizo seña de que sí.

-Entonces, ya adivinas lo que se prepara. Al morir el padre de Felipe, le sucederá el príncipe Aurelio. Rusia le exigirá el cumplimiento de sus compromisos, y la impopularidad de la anexión y del protectorado ruso hará que la mitad del país se levante contra el Rey. ¿Qué bandera han de oponerle? La del príncipe Felipe María. Allí tienes a tu esposo pretendiente a la corona. ¿Y qué alegarán contra él sus adversarios, los amigos de su tío? Siento decírtelo... Primero recordaran a su madre... a la Flaviani... pero esa, desde el otro mundo, poco estorba... Entonces saldrá su mujer... «Se ha casado con la sobrina de un pintor...». «Una modelo...» añadirán los malos. «La amiga de Viodal» dirán los peores, los infames. Y publicarán grabados del cuadro de la Samaritana, con este letrero: «Retrato de la futura reina de Dacia, hecho por su tío...».

Rosario, pálida y yerta, abría desmesuradamente los ojos, como el que ve un fantasma... Cada argumento se hincaba, a guisa de clavo agudo, en su cabeza. No podía desconocer la verdad de las observaciones de Viodal, aunque su engreimiento amoroso no las hubiese previsto, ni quisiese aceptarlas, aun tocándolas con las manos, en vez de revolverse ella contra los hechos, los hechos sordos y fatales se volvían -cosa bien natural, aunque ilógica- contra el que se los denunciaba implacablemente.

Se sublevaba, maldecía; deseaba lastimar a su vez. «Es inicuo -pensaba- que me diga estas cosas para desahogar el berrinche de que yo no le haya querido... como él me quiere. Inicuo... Se empeña en matarme... Muerte por muerte, que me la dé Felipe...». Así los dos actores de esta triste escena se engañaban: Viodal, desgarrando el corazón de su sobrina pensaba obedecer al deseo de salvarla de un desastroso porvenir; Rosario, al recibir sanas advertencias fundadas en la realidad, creía que la destrozaban el alma por envidia y por celos...

-¡Cuánto me pesa afligirte, Rosario!... -murmuró el pintor con súbita y tierna explosión de pena-. Preferiría sufrir yo... que al fin, tengo costumbre...

-No me aflijo -exclamó Rosario con esfuerzo heroico-. Me sobra valor. Sólo que necesito reflexionar, echar mis cuentas... Pensaré, tío, pensaré...

Pasose la mano por la frente. Sus ojos, como dos negros pájaros, vagaron por el hall. Acordose de que hacía una hora, al entrar allí, la idea de abandonar aquel caprichoso retiro, donde Viodal había reunido lo que más puede agradar y entretener a una mujer joven, la mayor poesía de que se rodea la poesía viviente de la hermosura y los pocos años, había sentido como nunca la gracia, la originalidad y el encanto de los cuatro elementos, notando en su espíritu, embriagado de ventura, la lozanía de las flores, el gozoso gorjeo de los pájaros, la misteriosa paz del agua y el amante e íntimo calor del fuego... Ahora le parecía, por el contrario, que las plantas languidecían, que las aves sufrían de verse cautivas, que las ondas del acuario eran amargo llanto donde se morían los peces desterrados del Océano, y que la llama de la chimenea gótica, al iluminar las figuras grotescas y los místicos personajes de los tapices, descubría siniestras cataduras y ángeles doloridos, consumidos de melancolía eterna e incurable... La creación, simbolizada por los cuatro lados del taller, se le figuró a Rosario algo fúnebre y espantoso, si le faltaba la luz del amor. Encarose con Viodal, y exclamó impetuosamente:

-Tío Jorge, estimo tus advertencias... pero ¡qué quieres! no es fácil precaverlo todo... ¡Algo ha de quedar de cuenta del destino! Si Felipe me escoge, es que tal vez me prefiere a la ambición. Yo le prefiero a cuanto hay en el mundo. Ya sabes que me paso de franca...

Y recogiendo su bordada sotana oriental, escapose del taller por la secreta puertecilla de una escalera de caracol que bajaba a la casa del pintor, y que sólo usaban este y Rosario... No vio que Viodal acababa de romper entre los dedos el mango de un pincel fino... ni pudo verle descubrir el cuadro de la Samaritana y, asiendo la espátula, raspar con furor la cabeza...

Media hora después subió la caja forrada de raso, y soltó en el hall a Dauff y al guapo conde de Nordis, que traía al artista un magnífico bronce griego, encontrado en ciertas excavaciones de Dacia. Al «¿qué hay de nuevo?» del cronista, siempre a caza de noticias, Viodal, impulsado por extraña necesidad de proclamar el motivo de su callada desesperación, dijo en voz que trataba de emitir serena y clara.

-¿De nuevo? Mucho. En primer lugar, que he borrado la Samaritana... No quiero tratar ese asunto; es muy conocido. Otra novedad: mi sobrina va a casarse con Felipe María Flaviani... Acaba de participármelo.

Dauff lanzó una exclamación de sorpresa; por el rostro de Nordis se extendió una satisfacción que apenas acertó a reprimir.

-¡Qué galán tan singular este Nordis! -pensó para sus adentros Viodal-. No quería a Rosario, no... ¡Cómo le brillan los ojos de contento!