El saludo de las brujas/Primera parte/V


El jardín

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Es cruel suplicio, para una criatura tan impulsiva como Rosario, guardar en el hueco de la mano y después en el seno un billete cuyo contenido importa más que la vida, y que no es posible leer sin demora. Para enterarse de lo que la decía Felipe, Rosario hubo de esperar la hora de recogerse. Ni en el hall, bajo la claridad delatora de los locos eléctricos; ni en el comedor, a donde la llevó del brazo su tío; ni durante la velada de familia, que se prolongó, halló ocasión de descifrar el papelito que sentía crujir bajo el corsé, encima del corazón cabalmente. Aquel día Yalomitsa se sentaba a la mesa del pintor, y con sus hábitos de desorden y sus improvisaciones de piano y de violín, encaminadas a retirarse más tarde -Gregorio era noctámbulo de profesión-, pasaba de las doce cuando sonó la queda. Al darle Rosario en la antesala el último apretón de manos, Gregorio susurró, aprovechándose de que ya volvía las espaldas Viodal, que madrugaba para trabajar: «Tengo que hablarte, Sarito. Mañana vengo aquí a la hora en que papá esté en el taller». (Yalomitsa llamaba a Viodal papá de Rosario, broma que siempre determinaba en el pintor una contracción de nervios).

Cerrada, por fin, en sus habitaciones. Rosario apresurose a desabrocharse y leer el billete. Era lacónico: sólo decía: «La suplico que esté mañana, a las nueve, en el jardín; sitio, el mismo que la otra vez. No falte; se lo pide encarecidamente - Felipe». Aunque una cita, dada así, podía no significar más que lo que habitualmente significan las citas amorosas: deseo de comunicación, ansia de ver y de hablar a la persona querida -la coincidencia del billete con las palabras del bohemio, que era el amigo más íntimo de Felipe, el que le había presentado en el estudio, dejó pensativa a Rosario.

Nunca la había citado Felipe; su primer entrevista en el lugar que Felipe designaba con el nombre de jardín, y que era el de Plantas, se debía a la casualidad, que los hizo encontrarse en un paseo casi siempre solitario, y más en invierno. Por tácito convenio no se veían sino en público; Rosario obedecía, al proceder así, a un instinto de dignidad; Felipe, a una cautela, que hasta entonces había vencido a la codicia del amor.

Quería Rosario que su cariño se conservase altivo y puro, y aunque si Felipe tardaba en venir muchos días al estudio -y solía hacerlo de algún tiempo a esta parte-, se ponía enferma, preferiría sufrir a que aquellas relaciones cambiasen de carácter y degenerasen en intriga. Lo apremiante del ruego y su extraña coincidencia con el de Yalomitsa, la decidieron.

Levantose temprano, después de una noche de insomnio. Vistiose como siempre que salía a recorrer museos o a visitar los avechuchos del jardín, a los cuales tenía gran afición: chaqueta de nutria, toca de la misma piel, menudo velito de motas, monóculo sin aro colgando del cordoncillo sutil de plata y perlas. Su gracia, su lozana juventud, ganaban con la sencillez de tal avío. A pie hizo el trayecto; el jardín distaba poco, y además sentía repugnancia a tomar un fiacre o simón, el vehículo de las aventuras sospechosas. ¿Qué tenía ella que ocultar? Libre, iba a donde la llamaba su corazón, pero no a delinquir ni a bajar ruborizada la frente.

El trío era agudo y cortante; la helada escarchaba el césped de los arriates; Rosario subió a buen paso la calle de árboles en espiral, y fue derecha al gigantesco cedro del Líbano, traído en el sombrero por Bernardo de Jussieu. Corría con instintiva inquietud: había creído notar que la seguía un hombre, no de mala traza, pero de facha poco fina, vestido con descuido, algo grueso, moreno. Sin embargo, ya cerca del cedro colosal volvió la vista atrás, y a nadie vio.

Felipe la esperaba en el banco, y se levantó al verla. Tendiéronse la mano, y al través del guante fue magnética la presión. Se sentaron silenciosos. El sol de invierno, al través de las ramas desnudas de hoja, bailaba de oro la tez de Rosario y hacía transparentes como el agua los ojos cambiantes de Felipe. La chilena los interrogó, y los encontró ardientes, fijos, duros, llenos de fiereza. ¡Ella que soñaba una acogida loca, una gratitud tierna y alegre! Parecía, por el contrario, que Felipe la recibía como al reo el juez.

-¿Qué le pasa? -preguntó al fin Rosario, impaciente ya, al oír que Felipe exhalaba un suspiro y al ver que seguía callado.

-Nada -respondió él esforzándose en mostrar afabilidad-. Mil gracias, porque ha sido usted exacta a la cita y a la hora... Creí que no la dejarían a usted venir...

-¡Y quién iba a privármelo! -exclamó Rosario con alarde de independencia.

-¡Qué sé yo! -murmuró Felipe dulcificando algo la voz, pero sin variar su actitud de enojo y reserva.

-Yo sí que he creído que ya no pensaba usted vernos más -advirtió Rosario con el dulce dejo de su país, clavando en Felipe sus pupilas de terciopelo-. Quince días hacía, lo menos, que no aportaba usted por el estudio.

-Estaba luchando... -declaró Felipe, decidiéndose a explicarse, lo cual probaba que la voz y los ojos de Rosario producían ese efecto misterioso de la presencia del ser amado, parecido a un talismán-. El estudio se me ha hecho insoportable. ¿Es posible que no lo comprendas? -añadió tuteándola de súbito-. ¿Qué quieres que haga allí? ¿No ves cómo me reciben? Ni los demás son tontos o ciegos... ni tampoco lo soy yo, ¡qué diablo! Mira, Rosario -exclamó con fuerza y ahínco-; te tengo por franca, por leal... Si no lo eres, es que vivo engañado... ¿No sospechas por qué he desertado del taller? ¿No sabes de quién tengo celos?

-Sí, lo sé -contestó súbitamente entristecida la chilena-. Del tío...

-¡Del tío... que te quiere!

-Que me quiere, sí -repitió ella, pensando en alto.

-¿Lo ves? ¿Ves cómo lo confiesas?

-¿He de mentir? -gritó con irradiación generosa de sinceridad en sus admirables ojos-. No sólo digo que me quiere, sino que... si yo fuese muy buena... ¡muy buena!... le correspondería y me casaría con él.

-Cásate cuanto antes. -Y Felipe se echó atrás, colocándose al extremo del banco.

-¡Hijo, ya sabes que no puedo! -tartamudeó ella alterada-. sabes que... ¡que me importa de ti, y que no me importa de ningún otro hombre!

-Sin embargo -objetó Felipe con acento despreciativo y cruel, cediendo a ese deleite de hacer sufrir a lo que se ama, nota característica de los celos en las pasiones que abrasan la sangre-; a ti te importará de mí, pero le sirves de modelo..., ¡lo cual es una infamia! ¿entiendes? ¡una infamia! jamás te he pedido que me permitas ni cogerte la mano así... te he respetado como a una santa... ¡y a él le sirves de modelo!... No lo niegues: creeré que mientes ahora, antes y después.

Rosario sintió en el corazón dolor agudo. Bajo el velo, sus pupilas se apagaron, sus labios temblaron de indignación. ¿Por qué la trataban con tanta aspereza? No podía adivinarlo, por ignorar el estado moral de Felipe en aquella señalada ocasión. Al citar a Rosario, el hijo del rey de Dacia jugaba el albur de su suerte; estaba resuelto a colocar aquella mujer seductora como un obstáculo, voluntariamente, entre su ambición y su destino. En pocas horas había sentido tales ansias, padecido tales desfallecimientos, soñado sin querer, y hasta con horror y repugnancia tales sueños, que quería asirse a algo que le interesase y absorbiese por completo; matar el germen de una pasión con el desarrollo de otra poderosa y embriagadora. Beber para olvidar, beber amor, beberlo a tragos, y aniquilarse dulcemente, no acordándose de nada más; eso anhelaba y eso pedía a Rosario, la única mujer que podía ofrecérselo. Pero el corazón tiene repliegues tan secretos, que aunque Felipe, al encontrarse cerca de la santiagueña, se moría de afán de refrigerarse en aquella fuente divina, notaba a la vez una levadura de cólera, un prurito de buscar motivos de enojo contra Rosario. Diríase que al entregar su porvenir, pedía ya de antemano cuentas de la magnitud del don. Otra contradicción muy humana: mientras la idea de que Rosario servía de modelo a Viodal le sacaba de quicio... la misma sospecha encendía en sus venas fuego de fiebre, y su deseo se exaltaba hasta convertirse en impulso homicida.

-¡Servirle de modelo! ¡Qué vergüenza! -repetía crispando los puños sin notarlo.

-No he servido de modelo al tío... para... el cuerpo... sino cuando era chiquita, de pocos años -balbuceó Rosario abochornada-. Me retrató de ángel en un techo. Después sólo me puse para las manos y las cabezas. ¡Mi tío me respeta y me tiene más cariño que usted! Adiós, hemos concluido de hablar... No debió llamarme.

Y levantándose airada, secos los párpados, dio la espalda a Felipe. Este agarró la falda de la chilena, la cual, al volverse y querer desprenderse, le vio cambiado por completo, azules y serenos los ojos, sonriente la boca juvenil.

-Váyase usted, Rosario, deje a este loco... Déjele usted entregado a su mal sino; no se ocupe más de él... Pero antes, perdóneme.

-¿Qué tienes, Felipe? -murmuró ella aplacada ya, ocupando de nuevo su sitio en el banco-. Nunca me habías hablado tan de corazón negro. ¿No ves que el tío es para mí como un padre? Ha socorrido a mi madre, ha protegido mi niñez; le debo hasta el conocerte. ¿Por qué te pones así? Se me figura que hoy te sucede algo raro...

-No preguntes lo que me sucede -contestó Felipe, mostrando alegría pueril-. Lo que me sucede, es que te necesito; que sólo tú puedes, en estas circunstancias, hacerme un bien incalculable... Espero de ti nada menos que la salvación. Se acabaron los disgustos... Ya pasó el enfado. Esta conferencia es decisiva, nena. Decisiva para los dos. ¿Creías que se trataba de una cita amorosa ¡Bah! No he venido a eso... He venido a proponerte... ¡Adivina! ¡Adivina!

-Dímelo tú, para que me guste más -respondió ella transportada.

-He venido a proponerte que seas mi esposa -articuló Felipe no sin esfuerzo. Parecía que las palabras, al pasar por su garganta, tropezaban en algo que no las quería dejar salir.

Rosario cerró los párpados. Su sangre, apresurándose con deliciosa agitación, vino a inundar su corazón palpitante. Por un momento, la intensidad de la emoción la quitó el sentido.

-¡Tontina! -murmuró apasionadamente Felipe, que en aquel momento se encontraba libre de dudas, y contento como el que realiza una buena acción-. Qué, ¿te vas a desmayar por eso? ¿No es natural que si te quiero sea tu marido?

-Felipe -respondió ella, recobrándose y alzando el velo-, déjame respirar. La alegría también hace daño. Desde que te quiero nunca estoy en mi estado normal: o loca de contento, o desesperada, o impaciente, o aturdida. Esos días atrás pensé morirme, porque discurrí: «Vamos, esta tarde es la cierta: se ha cansado, se le ha pasado el caprichillo...».

-¿Y de dónde sacabas tú imaginaciones semejantes, nena? ¿De que yo no iba por el taller? Famosa razón. En el taller ya no pienso poner los pies en mi vida. ¡Para ver, o para figurarme que veo tu retrato en el boceto de la Samaritana, ese cuadro que tu tío esconde como un tesoro! Si es cierto que me quieres, no vuelvas a servir de modelo, Rosario, ni para los ojos. ¡Tus ojos!... ¡No faltaba más! Promete...

-Así será, Felipe. No hables de lo que pasó... Estoy tan contenta... Creo que sueño... No te incomodes... ¡Recelaba que no pensases en mí para nada bueno ni honrado! Yo no tengo de qué acusarme; no me creo mala; pero al fin... desde la niñez vivo entre artistas... he oído mil conversaciones... quedé huérfana muy chiquita... ¡la sombra de un tío no es la sombra de una madre! Aunque mi conciencia está limpia, mi educación, bien lo comprendo, no es como la de otras señoritas de mi edad... Hoy, que me hablas de matrimonio, desearía haber salido ayer del convento... con la venda de la ignorancia en mis ojos... ¡cómo nos queréis a las mujeres los hombres! A la verdad, no me atrevía a esperar que vieses en mí más que un devaneo. «El se casará -discurría yo- con una señorita de alta clase, de esas que en su elevada condición social tienen escudo, no sólo contra el mal, sino también contra la maledicencia».

-¡Vamos, que ideaste tu novelita correspondiente!... ¿Y en qué te fundabas para colgarme tales propósitos?

-En que... -respondió ella trazando con la sombrilla rayas paralelas en el suelo-, en que tú... no eres cualquiera, que eres un gran personaje... ¡Y tan grande! Tú eres hijo de un rey...

-¡No es exacto! -declaró Felipe apretando los dientes-. ¿Quién te ha contado paparruchas? Soy hijo natural de una bailarina que se llamaba Ada Flaviani.

-Y del rey de Dacia -insistió con tierna obstinación, con cierto matiz de orgullo, Rosario-. ¡Pocas veces que nos lea contado esa historia Dauff! Como que tampoco eres hijo natural (¿a qué inventas eso, m las entrañas?), sino legítimo, y muy legítimo: tu madre se caso con el Príncipe dos años antes de que tú soñases en nacer. Sólo que los intrigantes y los ambiciosos anularon el matrimonio; porque cuando hay influencias y dinero... se hace lo que se quiere, aunque sea una maldad. Ya ves cómo mis miedos eran cosa justa. No somos iguales.

-¡Qué hemos de ser! Tú vales más que yo -declaró sinceramente Felipe.

El regatón de la sombrilla de Rosario marcó otros signos en la arena. El hábito de dibujar al carbón y al difumino con rapidez y maestría se revelaba en aquel juego; en menos que se dice, la sobrina de Viodal trazó un perfil humorístico de Felipe, sumamente parecido, y encima de la cabeza suspendió, como en el aire, una corona real... Eran frecuentes en Rosario los saltos de la devoradora emoción a la aniñada travesura, y daban a su carácter y a su trato el atractivo peculiar de todo lo que varía y se mueve: el encanto del agua y de la llama, que nunca nos cansamos de ver. Sin embargo, esta vez la chiquillada no fue del gusto de Felipe, que se apresuró a borrar la corona con su bastón...

Bajo el toldo de las ramas del cedro, revestida de su compacta hoja; bañados por el reflejo de un sol de invierno claro y tibio, que poco a poco se bebía la escarcha y despertaba el perfume de las violetas, ateridas por el frío en las platabandas, creíanse solos los enamorados. El lejano crujir de la arena cuando corría un niño, el rugir de una fiera o el chillido de un ave exótica, aquilataban la grata sensación del aislamiento. Sin embargo, el hombre que aquella mañana también seguía desde lejos a Rosario hasta el Jardín, había seguido la víspera a Felipe hasta el taller de Viodal; y cuando la pareja se despidió lo más cerca posible de la verja, no sería difícil verle apostado en el malecón donde termina la puente de Austerlitz.

Todavía pudo Sebastián Miraya comunicar parte de sus investigaciones al duque de Moldau, antes que este, habiendo justificado su estancia en País con consultas de padecimientos adquiridos en gloriosas campañas, regresase a Dacia por el Orient Express.