El problema feminista/El mercado de la miseria

​El problema feminista​ de Leopoldo Lugones
El mercado de la miseria
EL MERCADO DE LA MISERIA


E

s difícil concebir lección de cosas más terrible que una visita a las ferias de reventas autorizadas en todas las grandes capitales para el comercio de viejo, o mejor dicho, para el mercado de la miseria; pues no otra cosa significa esa valorización de los más innobles desechos, codiciados y adquiridos por criaturas humanas cuya condición resulta más degradada todavía.

La sociedad, sin saberlo, ni quererlo, por la propia fatalidad lógica del móvil que principalmente la impulsa, viene, así, a juzgarse y a sentenciarse. Después de haber erigido en principio fundamental el comercio, vése obligada a respetarlo bajo sus aspectos más innobles, con tal que ellos comporten una transubstanciaciónen dinero; pues este elemento, al igual del fuego sagrado, todo lo purifica y ennoblece. Fuera tiránico, sin duda, impedir que el propietario de una ropa usada o de un sombrero viejo los venda exactamente como hacen con sus artículos el joyero y el modisto de la Rue de la Paix; pues una vez reducidas a dinero esas prendas, quedan ya igualadas bajo el mismo respetable denominador, al no existir diferencia de calidad entre la moneda del opulento y la del miserable. Un franco vale lo mismo en mano del señor y en la de su lacayo. Por eso tienen inevitablemente un espíritu inferior la colectividad o el individuo que regulan bajo el patrón de la fortuna su respeto y su menosprecio. La fórmula del cuánto tienes tanto vales, es un dogma comercial, sin duda, pero no representa ninguna excelencia humana. Por el contrario, entre los valores que constituyen este estado superior, y los que el comercio aprecia, existe una incompatibilidad competa. Valor es, en efecto, sinónimo de precio en materia comercial; mientras en material moral, los valores se caracterizan por no tenerlo. Nada valen en dinero; y al mismo tiempo todo el dinero del mundo no alcanzaría para comprarlos. Las sociedades que olvidan esto, y es el caso de la actual, son colectividades inicuas y tristes, donde la felicidad hállase substituida por el placer, el respeto por el miedo, el amor libertad por la concupiscencia de la tiranía. En vano la democracia ha intentado remediarlo. Sólo ha conseguido substituir las tiranías personales por el despotismo, quizá peor, de la masa. El estado de esclavitud material y moral en que el soberano democrático se encuentra, ha variado tan poco desde los tiempos de la esclavitud legal, que por el camino de la política deberá contar con su par de millones de años para conseguir una diferencia apreciable. A la vista de esos mercados de la miseria, como el que recorrí hace pocos días en los alrededores de la plaza de Italia, no puede uno menos de reflexionar sobre esta cosa siniestra de la historia: el progreso no es para los miserables. Resulta increíble lo poco que ha variado la vida para el pobre en los dos mil años de nuestra civilización cristiana. Quien vea en su tabuco de Londres, de París o de Buenos Aires al zapatero remendón, al tachero, a la costurera; en su pescante al cochero, en su chalupa al pescador, habrá contemplado exactamente las mismas imágenes de la Roma cesárea. El traje, el calzado, la comida son casi los mismos. El hombre de cultura media lo ignora, porque está acostumbrado a considerar la antigüedad clásica bajo una falsa idea de museo escultórico. Si se le enseñara la historia como es, vería que la misma injusticia abarca todos los ramos de la actividad humana. Pero esto resultaría incómodo para los moralistas felices que predican el encanto del dogma de obediencia. Todos hemos asistido en nuestros libritos de lectura primaria a la consabida escena en que el niño rico y anémico encuentra durante un paseo por la campaña al rozagante labradorcillo que le ofrece huevos frescos y flores, repleto de salud, aunque no tiene vestidos lujosos, juguetes caros ni carroza: todo ello para sacar en consecuencia que el campesino pobre disfruta una condición superior a la del ciudadano rico, y debe, por lo tanto resignarse a su suerte. Mas, fuera de que hasta hoy no se ha visto un rico de la ciudad trocar sus "detestables" millones y su "pompa engañosa" por las "delicias" de la miseria labriega, mientras abundan los campesinos que han hecho y aspiran muy justamente a hacer lo contrario, las estadísticas están ahí enseñándonos que la mortalidad infantil es mucho más numerosa en la campaña.

Al mismo género de mentiras pertenece la aserción en cuya virtud los beneficios de la ciencia permiten vivir al ganapán contemporáneo en mejores condiciones que el señor de la Edad Media; pues mientras hoy, como ayer, aquél trabaja con exceso para ganarse una mísera vida, padeciendo frío, hambre, desnudez, el barón no trabajaba, vivía harto, disfrutaba de todas las comodidades existentes entonces, o sea de las únicas que podía apetecer, resultando así, entre su vida y la del mísero, la misma diferencia de ahora.

No falta en ningún hogar miserable de nuestras ciudades el candil de botella en el cual sobrenada un poco de aceite que embebe un pábilo aboquillado, como mecha por un tubito de metal. Los pobres de la Roma cesárea, conocían igual utensilio. El fuego invernal de millares de casas inglesas está alimentado por la misma turba hedionda y fuliginosa que encendían, con igual objeto los primitivos británicos. Cuando examinamos los documentos antiguos, como aquella famosa tarifa de Diocleciano y las diversas estimaciones que hacen sobre los precios convenientes y sobre los salarios muchas leyes romanas, sorpréndenos, en verdad, la diferencia escasísima del costo entre aquello y nuestros artículos de limentación. La naturaleza y la calidada de éstos, tampoco ha variado: si alguna diferencia apreciable existe, es en contra, debido a la perfección científica de nuestras falsificaciones. Todo lo cual no significa en ningún modo cantar "las delicias del tiempo viejo". Por el contrario, para el pobre, todos los tiempos han sido igualmente malos. No hay, en consecuencia, sino un medio de abolir la iniquidad, y es suprimir la miseria. Mientras exista este azote, el mismo progreso resulta una maldición para la mayoría de la humanidad, puesto que multiplicando los medios de mejorar la vida, no sabe tornarlos accesibles a quienes más los necesitan.

¡Abolir la miseria! Los ilusos que esto conciben por medio de las famosas leyes de justicia social, y como obra de gobierno, deberían pasear un momento por esos mercados siniestros que las grandes capitales no se avergüenzan de exponer a pleno sol. Entonces verificarían cómo el cimiento de iniquidad y de miseria en que la sociedad descansa ha permanecido inconmovible, a la manera de una estructura geológica, mientras variaba, feliz y engañoso, el revoque superficial.

La aludida feria de la Avenue d'Italie, o el mercado de comestibles horrorosos que he visto efectuarse entre la niebla y el lodo de la callejuela de Whitechapel, es una evocación viviente de las suburras y de los "ghettos". Podría aplicársele punto por punto la noticia romana o la crónica medioeval. La gente que circula por ellos, está revelando idéntica supervivencia de barbarie. Sus facciones expresan con una especie de dolorosa brutalidad, el tipo primitivo de la raza. Abundan los craneos y las mandíbulas que en la craneología de los museos caracterizan a la humanidad de las cavernas. Entre la basura de las callejuelas sórdidas aquellos individuos causan la impresión de ser basura a su vez. Recuerdo haber andado horas y horas por Whitechapel, sin encontrar una sola persona cuyo traje no indicara la doble o triple reventa. El mercado de pingajos tiene en París centros importantes, lo cual revela. el crecido número de gente que se viste con ellos: así los contornos de Saint Severin, el centro del Marais, la isla de San Luis, la zona trasera del Panteón y los alrededores de la plaza de Italia.

La feria de esos artículos desarróllase sobre más de un kilómetro de calle, en la avenida del mismo nombre. El calzado viejo y los comestibles forman los más abundantes renglones: medias remendadas tres o cuatro veces, hasta haber perdido completamente el pie, botines igualmente trasijados; y entre los alimenticios un cajón de azúcar negro como la arena mojada, que hierve literalmente de moscas. La cantidad de conejos colgados en los puestos sugiere a un compañero ocurrente, esta reflexión: "conejos usados.... en experienciencias científicas"; pues efectivamente, estamos en un barrio de hospitales. El más cercano es el hospicio de Bicétre cuya siniestra clientela proporciona, según se ve de un visitante a la feria. En otro puesto venden llaves viejas, cerraduras falseadas, llamadores rotos, bisagras y alcayatas desparejas. En otros, abanicos del mismo jáez, y esta mercancía sórdida entre todos: pelo postizo, de suciedad sospechosa, descolorido, opaco, sugerente de miseria y de crimen. Hacen macabra compañía, las dentaduras con sus cepillos correspondientes, los aparatos de ortopedia y de otros tratamientos, fatigados hasta la ruina por el uso de personas diversas.

Si me atrevo a insistir sobre estos detalles es para que se aprecie con la debida alarma el inmenso peligro de contagio implícito en la tolerancia de semejante comercio. Toda ciudad rica y moderna como las nuestras debe prohibirlo con tiempo, inexorablemente; porque una vez establecido caerá bajo la protección que disfruta la propiedad. Esto para no mencionar la degradación que semejantes transacciones fomentan en comerciantes y compradores, puesto que a la sociedad mercantilizada poco le importa los valores morales. Quien vende o compra pingajos, acabará necesariamente por degradarse, pues semejante hábito de satisfacer sus necesidades le acostumbrará a la vida innoble, aboliendo en su ser toda idea de mejoramiento viril; y como ese kilómetro de feria copiosa revela con claridad no menos la extensión de tal comercio que el número de su clientela, el resultado es positivamente horrible.

Y sin embargo, esa triste humanidad del tugurio posee esencialmente todos los sentimientos nobles, todos los gérmenes de reacción superior que constituyen y exaltan la dignidad.

Aquellos siniestros abalorios y adornos de desecho, aquellos postizos lúgubres, revelan un resto de coquetería, una preocupación de belleza que la más dura miseria no ha alcanzado a abolir. La tarea de agradar es un acto solidario, en el cual va implícito el encanto más delicado de las relaciones sociales. Del propio modo los juguetes, que también los hay, indican en esos desgraciados una supervivencia de ternura paterna, ciertamente conmovedora, dado lo terrible de su condición. ¡Y qué juguetes! Muñecos de palo, toscos perendengues exactamente análogos a los que hallamos en las tumbas prehistóricas o en manos de los indios. El progreso, que ha realizado tantas maravillas en la materia, tampoco alcanzó hasta los juguetes de los pequeños miserables. Para hallar mamarrachos tan primitivos como los que he visto en Whitechapel y en la Avenue d'Italie, hay que ir a los museos etnográficos, a los bosques centrales de Africa y de América.

De tal modo, mantenida y fomentada por la miseria, está la barbarie en el seno de la civilización. ¡Y esta pretende todavía castigar con las mismas leyes, o imponer la responsabilidad de los mismos derechos a esos primitivos y retardados de sus propios suburbios! Injusticia tan estúpida no puede sino engendrar las más ciegas reacciones de venganza.

Así se explica la exclusividad con que predomina en el barrio la prensa de combate cuya argumentación torpe y brutal excita las indignaciones de la gente delicada. Así se comprende cómo entre los habitantes de una misma ciudad pueden mediar abismos pasionales y psicológicos. En semejantes medios no se concibe otra reacción viril que el odio, otra reivindicación que el despojo violento.

Las clases gobernantes mantienen en ellos el orden a la fuerza, la moral del terror, pero no la justicia. De esto no pueden jactarse el absolutismo ni la democracia. Y mientras la sociedad siga prosperando sobre estos fondos de miseria, de barbarie, de contaminación, de lodo humano, en una palabra, su solidez será muy discutible. Por otra parte, esas basuras son combustible de volcán. Un día fomentan y estallan. Y contra toda lógica, contra toda conclusión filosófica o científica, descúbrese que, en esas ciegas reacciones está el único progreso positivo de la humanidad. La evolución es siempre un movimiento circular. Sólo la revolución avanza o retrocede, porque es un desplazamiento de los centros normales que determinan la actividad evolutiva, conservadora de suyo. Las revoluciones son buenas y malas, como todo en este mundo; pero el bien de la libertad colectiva sólo es asequible por medio de la revolución.

Hay que abolir la miseria, esto es evidente, si la civilización va a reinar alguna vez sobre la tierra. Pero ello equivale también a hacer saltar en pedazos los cimientos de la sociedad. Abolir la miseria es cambiar la constitución social en lo que tiene de más inamovible; y he aquí lo que pensaba el filósofo, mientras iba contemplando aquella feria donde las sórdidas carnazas, los innobles pingajos, la quincallería residual, sugerían, derramadas sobre las aceras llenas de sol, la idea de recientes bocanadas de metralla.


 París. 1913.