El problema feminista/El jardín venenoso
E
l suicidio involuntario de una damisela prostituta y borracha quien se fué de la mano en sus habituales dosis eterómanas, ha inspirado a la prensa de París tal cantidad de crónicas,comentarios y grabados, que durante una semana fué dicha persona una heroína de leyenda. Todos los diarios, desde el más casquivano hasta el más grave, rivalizaron en celo para informar a sus lectores sobre aquel drama repugnante y vulgar; pues lo cierto es que hasta en el mundo del vicio, los eterómanos son ya personajes cursis. Pero lo más singular es que ninguna de las publicaciones en cuestión tuvo una palabra de comentario para la inmoralidad del asunto, consecuencia de una desastrada vida, hecha andrajos por la más torpe degradación a la juvenil edad de veintidós años. Ninguna evidenció como sería útil, el horror de esas caídas que convierten un ser humano, desde las mismas puertas de la infancia, en pozo de deyecciones a tarifa, acumulando sobre esta suprema infamia los vicios mortíferos cuyo efecto presenciamos diariamente.Abundaron, por el contrario, los detalles gratos al ejercicio de la carrera que ejercía la persona en cuestión, desde su estreno infantil, celebrado por la literatura pornográfica a la cual debió fama y seudónimo, hasta su "colocación" eventual en manos de tal o cual personaje, sus instalaciones fastuosas, su elegancia irreprochable, su espiritualidad celebrada y hasta su especialidad en bailar el tango completamente desnuda. El mismo vicio que la ha llevado al sepulcro, resultaba elegante manía, paraíso artificial lleno de dulces tentaciones en su propio riesgo; su muerte, extinción poética de doncella tendida entre flores—pues así la describían—rodeada de coronas valiosas, visitada por numerosa concurrencia de personas elegantes entre las cuales no faltaban los indispensables argentinos...
La propaganda y el respeto del vicio resaltaban en toda aquella información. Notábase un verdadero interés por presentar la carrera infame de la heroína bajo los rasgos más halagüeños y divertidos, sin una sombra, sin un desagrado, antes con exajeración favorable como aquella relativa a su inteligencia y espiritualidad; pues cualquiera deducirá el estado intelectual de una persona entregada desde los trece años al ejercicio de la prostitución y al abuso del éter.
Y no se crea que la prensa aprovechaba el incidente, como suele a veces acontecer, por falta de noticias interesantes. Abundaban éstas, por el contrario, tanto en lo relativo a los asuntos balcánicos que amenazan embrollarse de nuevo, como en lo que respecta a los disturbios irlandeses o a las recientes grandes maniobras militares. Por esto mismo la extraordinaria publicidad acordada al caso en cuestión, adquiere una deplorable importancia.
Fácil es inferir los estragos que causará entre las muchachas pobres a quienes la miseria y las tentaciones de la gran capital incitan a traficar con sus encantos. La misma muerte de la cortesana, vista a través de esas crónicas, adquiere un romanticismo trastornador para las imaginaciones juveniles. La pornografía ha abandonado ya aquel argumento hipócrita en cuya virtud describía la inmoralidad para estigmatizarla con filosofías que resultaban inoficiosas o necias. Y es que el vicio, al tener por atmósfera natural el escándalo, no reconoce otros correctivos eficaces que la incomunicación y el silencio. La exhibición, por infamante que sea, tórnalo, al contrario, cínica y audaz. Es él quien triunfa en aquélla, poniéndola luego a su servicio.
Ahora bien, todo esto causa un daño enorme a la moralidad interna y al prestigio exterior de la Francia. Sus verdaderos amigos, los que no la queremos para gozarla como a una meretriz, según lo piensa y practica la clientela del bulevar, sino para amarla mejor en la intimidad de su noble espíritu, observamos con pena esas demasías que tampoco podemos callar sin mengua de la verdad debida a nuestros propios países. Porque su influencia es tan poderosa, que habemos menester combatirla sin descanso en cuanto pueda resultarnos perjudicial.
Suelen los franceses decir que la opinión del extranjero inspírase sobretodo en la novela de exportación. Pero la prensa de París no está escrita con ese objeto; y cuando la vemos emprender con tanto ahinco la apoteosis de la cortesana, debemos suponer que sus lectores lo exigen o que ella padece el más lamentable error.
De ahí resulta que la libertad de espíritu tienda a confundirse con el desenfreno, justificando la moral represiva de absolutistas y clericales; que el vicio constituya una señal de distinción, que los individuos ingenuos disfracen su pobreza espiritual con la arriesgada frecuencia de los peores espectáculos, en los cuales creen saturarse de esencia ultra parisina. El lucro inmediato que se realiza con semejante clase de extranjeros, redunda en perjuicio incalculable para el prestigio francés, pues como los dichos son la mayoría, y sobretodo la mayoría que hace ruido, tienden naturalmente, a generalizar para la nación entera los resultados de su experiencia deplorable; con lo cual sufre detrimento aquello mismo que constituye la verdadera superioridad francesa.
He dicho el lucro, y aquí está la verdadera razón del extravío comentado. La cortesana empezó efectivamente, por imponerse al comercio, en vista de ser ella quien más y con mayor desprendimiento gasta y hace gustar: lo que en una civilización tiránicamente dominada por el comercio, es motivo de éxito respetable. Bastaría esta circunstancia para caracterizar la bajeza de semejante civilización, demostrando, por otra parte, la superioridad de aquellos principios que no dan provecho material, pero sí honra y nobleza de espíritu; pues como no me cansaré de afirmarlo, las verdaderas excelencias de la vida están dentro de nosotros, constituyendo dominio privado en el cual solamente se dignifica criando alas de espíritu la fiera bestia carnal. De este modo, no hay comparación posible entre las satisfacciones materiales de la cortesana, y la suave serenidad espiritual que constituye la dicha de las puras; mas esto requiere enseñanza, para que cada ser humano aprenda a gozar de su alma, y no se muera como los paralíticos, sin haber paseado su propio jardín. No hay comparación posible, repito, entre una y otra cosa, porque son de calidad diversa, de combinación impracticable; estribando en esto que la inocencia no desee al vicio, como éste, a su vez, la desdeña. Mas cuando la enseñanza consiste, al contrario, en fomentar y elogiar tan sólo los éxitos materiales, la satisfacción interior desaparece, la moral no es ya un estado de conciencia, sino una cadena; y la fiera así contenida aumenta, como es sabido, en ferocidad. Las revoluciones más sangrientas han demostrado cómo educan en realidad los principios que ellas renegaron. Sus siniestros agentes son, desde luego, productos del régimen caído.En esto consiste el peligro profundo del vicio amnistiado ayer, glorificado ahora. Imposible, entretanto, capitular con el vicio; no porque Dios o las conveniencias sociales lo manden, sino porque aquél, como todo abuso de la vida, atenta contra la vida misma. En este concepto inconmovible y verdaderamente humano de la moral, concílianse todas las opiniones. El vicio es malo, no en virtud de mandamientos divinos y de las leyes humanas, sino porque sacrifica a una actividad parcial de la vida toda esta compleja función, engendrando con el exceso de placeres materiales, enfermedad, miseria, ruina, embrutecimiento, cobardía, esterilidad.
A causa de que la moral no significaba eso, siendo una expresión despótica del dogma de obediencia, sólo había de producir inmoralidad. Y és lo que pasa. Conforme a un símil famoso, esas mismas damiselas son en su brillante frivolidad, en su vagabundo casquivano, de apariencia despreciable o baladí, las moscas azules, a gentes de disolución cadavérica. Van por doquier, infestándolo todo. Las mujeres honradas entran a competir con ellas; el teatro y la literatura revisten de especiosa alcorza sus excesos. Esto nada significa para el observador de pacotilla literaria, el necio que disfraza de elegancia su escasez mental, el mentecato cuya superioridad escéptica es con mucha frecuencia un ardid de encubridor; pero si bien se mira, siendo el objeto de la civilización, en sus tres cuartas partes, el bienestar de la mujer, las peores calamidades que la amenazan provienen también de esta última. Civilizar, significa organizar progresivamente la vida civil cuyo fundamento y objeto definitivo es la instalación, la seguridad, la mejora del hogar. Sin éste, no existe la civilización; y nadie ignora que el hogar es el santuario levantado por el hombre a la madre y a la esposa.
Ahora bien, la cortesana es por excelencia el enemigo del hogar; de suerte que cuando su influencia predomina, peligra con éste la civilización.
Basta observar lo que al respecto enseñan esas grandes reuniones mundanas, donde por las audacias del traje y de las maneras es cada vez más difícil diferenciar a la dama de la meretriz. El lujo excede ya en aquellas mujeres los más famosos caprichos de las reinas antiguas. Cada una consume, transformado en dinero, el trabajo de millares de hombres. Son las esposas y las mancebas de este banquero, aquel ministro, esotro potentado de la industria o del comercio: los que gobiernan, en una palabra. Cada año, cada día, sus mujeres exigen más lujo para esa áspera competencia material, que al revés de la distinción del alma, en canalla igualando bajo idéntico atavío la infamia y el decoro. La explotación de los hombres que producen la riqueza no puede cesar, ni atenuarse, ni inspirar lástima siquiera, pues cómo ha de vacilar el explotador, entre la satisfacción de la bien amada y los dolores de la anónima cuadrilla que le suda oro en la sombra. Pero el prodigioso aumento de los tesoros a cuya producción sacrifica el hombre lo mejor de su inteligencia, tampoco basta. Entonces es menester emplear los métodos bárbaros del despojo a la fuerza, y la guerra inicia su negocio siniestro. Para saber qué se hace de sus productos no ocurramos a la morada del pobre diablo, soldado heroico ayer, trabajador servil ahora, como anteayer y como mañana. Este, a lo sumo, tendrá laureles, sin contar el glorioso aditamento de un brazo inútil o una pierna rota. Los palacios de los potentados, el lujo de sus mujeres, nos revelarán el secreto. No sino para esto se negocia con los instrumentos de matar y con la sangre humana que vierten.
El hogar obrero, destruído a su vez por la explotación despiadada, que no reconoce edad ni sexo, aumenta con su desquicio los elementos de la prostitución y del crimen. De ahí salen las moscas azules que propagan por todas partes la podredumbre. Estimularla es agravar y acelerar la sangrienta crisis que, amos y siervos, nos arroja unos contra otros.
Insistamos, pues, en nuestro decente silencio sobre ciertos delitos y ciertas famas lamentables. País joven y sano, pero también llamado a realizar enormes esfuerzos, si ha de ocupar con poderío que soñamos su puesto entre las naciones, irremediable sería el despilfarro de su juventud en la malhadada imitación de tales excesos. La justificación del vicio a título de refinada distinción, fué en todo tiempo un ardid de las aristocracias corrompidas. Tengamos el sano orgullo de nuestra salud democrática. Nada más necio y ridículo que esa pretensión de hacerse a París, frecuentando sus tabernas y sus mujerzuelas. Quienes así proceden, sólo demuestran la clase de París que les corresponde. No es el foco luminoso, gloria y esperanza de la humanidad, quien tiene la culpa. A él acuden juntamente el sabio en su vigilia, y en su vagancia el insecto. Sólo que uno saca provecho de su luz, mientras el otro se tuesta aturdidamente en ella.
Hay dos modos de conocer París. Uno que comienza a las once de la noche, tomando por hito las aspas del Moulin Rouge, para rematar a las siete de la mañana el peregrino, ahíto de explotación desvergonzada, de lubricidad grosera, de vergüenza ante su propia estupidez, de tango, de champagne caro y mediocre; otro que empieza a las ocho de la mañana, constituyendo la jornada habitual de todo hombre laborioso. Añadiré que es este el de los grandes y profundos encantos. En París y en todas partes, no hay compañero como el sol.
Mientras tanto es deplorable que en todos estos escándalos ruidosos figura la clientela argentina como elemento indispensable. La crónica mencionaba singularmente a los individuos de nuestra nacionalidad en el cortejo de la damisela suicida. Esto nos pondrá de moda, pero a costa de nuestro buen nombre, más apreciable, sin duda, que la notoriedad. Basta y sobra con el tango, cuyo carácter y procedencia nadie ignora, pero que sirve para justificar la desvergüenza so pretexto de exotismo. Pues muchas personas, generalmente más necias que corrompidas subordinan el decoro a su situación geográfica. Así, a los tangueros de por acá, que para deshonra nuestra, justifican con el rótulo argentino su innoble coreografía, corresponden muchas curiosas de por allá, que so pretexto de exotismo a su vez, y haciendo gala de altanera despreocupación, presencian espectáculos enteramente inaceptables para una mujer honrada.
El pretexto de que eso es conocer las cosas de París, constituye una hipocresía miserable. Todo el mundo sabe lo que se puede conocer en ciertos medios, así como lo que el pudor no puede conocer sin mancharse. Nadie, sin estar predipuesto va a engañarse con el rótulo de "artístico" puesto por algunos espectáculos a los llamados "desfiles de modelos" que no son sino desvergonzadas exhibiciones de desnudez, ni concurrir so pretexto de una rareza, que no es sino extravagante tontería, a los famosos "cabarets" donde reinan notorios el alcohol y la prostitución. Hay señoras argentinas que van, sin embargo, allá; y cumple a la más alta cortesía varonil decirles que se deshonran con ello. No les vale la habitual absurda pretensión de ser casadas. El estado de matrimonio exige un pudor todavía más intransigente que el de la virginidad; pues si la soltera no compromete más que a su persona, la esposa mancha cuando falta, a su marido y sus hijos. Ahora bien: el pudor es virtud de tal naturaleza, que nunca queda enteramente ileso al contacto voluntario de la infamia. No discuto, por ejemplo, la integridad corporal de las esposas, que frecuentan un teatro consagrado a la glorificación del adulterio; pero sé que sus almas, o sea lo más interesante en verdad, no pueden quedar tranquilas después de haber presenciado espectáculos semejantes y el hecho mismo de que los soporten por mal entendida vanagloria de cultura extranjera, es ya un indicio de detrimento moral. Cuánto más no ha de serlo la contemplación de escenas directamente encaminadas a la práctica del vicio.
Por este camino se va pronto muy lejos. Siempre recordaré a propósito la patriótica indignación con que un amigo me decía haber encontrado en cierto hotel de Niza rodeando una mesa de juego, 4 ó 5 señoras interpoladas con otras tantas cortesanas, por ellas mismas conocidas como tales, en una verdadera intimidad de tertulia. No quiero, naturalmente, presenciar detalles; pero este recuerdo me da pie para una advertencia necesaria. Es un error atenerse al otro conocido pretexto de que en el extranjero nadie nos conoce: socorrida autorización, por otra parte, pues para mantener el imperio de la ley de honor, basta conocerse con uno mismo. Hay quienes ven y aumentan más de lo que pudiera creerse.
Afortunadamente, nuestras costumbres, imponen todavía su noble severidad allá en la patria que ojalá nunca las pierda. Pero no conviene arriesgarse demasiado, y dicha advertencia concierne sobre todo a las gentes de más alta posición social, porque suya es la responsabilidad en la materia. Mientras el país conserve intacta esa facultad de reaccionar, tendrá vida sana y carácter propio. El tesoro más precioso de la patria es la honra de sus mujeres. Y por de contado que no concibo esta virtud como un resguardo material, sino como aquella integridad de alma y cuerpo cuyo símbolo pusieron los poetas en el aroma de la flor; de tal suerte que aun hallándose invisibles la flor y el alma, es tán perfumando en torno por emanación natural de su ser. Las mujeres argentinas cometen el más grande error, cuando modifican o disimulan con arreglo a tipo extranjero su personalidad tan llena de hermosura y de nobleza. Y esto, aun en los pequeños detalles. He visto más de una vez por los vestíbulos de los grandes hoteles, señoritas argentinas, que en ingenuo remedo de las parisienses de figurín habían aprendido a caminar como los maniquíes vivos de los grandes costureros. Semejante costumbre, causábame la peor impresión, pues aquel paso constituye en la calle una gracia equívoca que evitan las personan decentes. Ahora poco, encontré de nuevo algunas de esas mismas señoritas de Buenos Aires. Ya no caminaban así. Habían tornado de nuevo el porte gracioso y distinguido que tan noblemente caracteriza a la porteña; y puedo asegurarles en nombre de la estética, que estaban mucho mejor. El padre Horacio, autoridad en la materia, llama "decentes" a las Gracias....
París. 1913