El principe inocente/Acto II

Acto I
El principe inocente
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Salen el DUQUE y el SECRETARIO.
DUQUE:

No intentaré en mi vida, secretario,
por Apolo, otra caza como aquella,
si me fuese a la vida necesario.
Creí que nos holgáramos en ella,
en tantos cazadores confiado
y, por ventura, no volviera de ella.

SECRETARIO:

Ya todos, gran señor, como has mandado,
han sido de tu casa despedidos,
y alguno de tus tierras desterrado;
y es bien que así se vean abatidos,
pues fue su cobardía en tanto extremo,
que por ellos quedárades perdidos.
Temí de mis señoras, y aún lo temo,
alguna gran desgracia, ¡ay Rosimunda,
por tu imposible amor me abraso y quemo!

DUQUE:

Quien en tan bajos ánimos se funda
merece justamente graves penas,
pase esta por primera y por segunda.
¿Cómo vienen mis hijas?

SECRETARIO:

Se[ñ]or, buenas,
que aquella alteración duró muy poco,
aunque estuvieron de sentido ajenas.

DUQUE:

Quién duda que dirán que soy un loco.
¡Oh, cuánto debo al Príncipe!

SECRETARIO:

No hay duda,
ellas murieran a tardarse un poco.
Si te dijera la verdad desnuda,
tuvieras muy contrario mi deseo.

DUQUE:

¡Cuánto importa en el mal que un bueno acuda!
Basta que el rey suecio Dinacreo
ha sido a desterrarle poderoso
de Dacia y Frisia, que cobrar deseo;
pues imagine el tío codicioso
que he de hacer que Alej[and]ro, a pura guerra
vuelva a su reino y triunfe victorioso.
Todos los nobles que mi Estado encierra,
hoy pretendo juntar, y que se ordene
hacer un grueso ejército en mi tierra,
que quiero ahora ver qué causa tiene
para echar de su tierra a su sobrino,
pues a la mía a defenderse viene.

SECRETARIO:

Hazañas son de tu valor divino,
y que tendrán su merecida paga.

DUQUE:

Bástame a mí, que a mi socorro vino,
para que aquesto y más por él se haga.
Ve, secretario, y llama al Duq[u]e Ornesto,
que quiero que de mí se satisfaga
quien en mis manos su remedio ha puesto.

SECRETARIO:

(Solo.)
Ojalá que
fuese amor
a mis males tan propicio,
que en pago de mi servicio
me hiciese aqueste favor.
Que, al fin, trazada la guerra,
por defensa del amigo
es fuerza que mi enemigo
me deje libre la tierra.
Alejandro ha de ir a ella,
¿quién lo duda? y, de esta suerte,
cesa mi celosa muerte
o estoy menos cerca de ella.

(HIPÓLITA y ROSIMUNDA.)
ROSIMUNDA:

¿Qué hace el Duque mi señor,
secretario?

SECRETARIO:

Está ocupado.

HIPÓLITA:

¿Cómo ha venido?

SECRETARIO:

Enojado,
mas ya cesado el furor
que, con haber despedido
toda la gente de caza,
hoy ha salido a la plaza
de palacio.

ROSIMUNDA:

Justo ha sido.
¿Qué os parece del león?

SECRETARIO:

Que me holgara de llegar
y mi vida aventurar
en tan honrada ocación.
Mas ya el Príncipe lo hizo,
que tiene grande valor.

ROSIMUNDA:

No sé que le haya mayor.

SECRETARIO:

Mucho al Duque satisfizo.
Creo que hablé por mi mal.

HIPÓLITA:

Dejadnos, Celindo, a solas.

SECRETARIO:

¡Tanto golfo y tantas olas!,
¡oh, mar de amor desigual!
¿Para qué, queriendo, muero,
pues no espero galardón?
Y si el querer es razón,
¿por qué no digo que quiero?
Este mi secreto amor,
mal procura su provecho,
mientras le tengo en el pecho
con encubierto dolor;
pero si la muerte espero,
mejor moriré callando,
que, al fin, callando o hablando,
de todas maneras muero.

(Vase este.)
HIPÓLITA:

Deseaba que se fuese
este necio, hermana.

ROSIMUNDA:

Y yo.

HIPÓLITA:

De ordinario me enfadó
que me hablase o me escribiese.

ROSIMUNDA:

Ándame siempre asechando,
no me deja un punto a solas.

HIPÓLITA:

Sospecho que estamos solas.

ROSIMUNDA:

Las puertas estoy mirando.
No hay nadie. Ahora me di
lo que afuera me querías.

HIPÓLITA:

Ya sabes que ha muchos días
que quiero a Alejandro.

ROSIMUNDA:

Sí.

HIPÓLITA:

Y sabes lo que me cuesta
de enojo y solicitud,
de descanso y de salud...

ROSIMUNDA:

¡Basta!, ha que sí por respuesta.
Di lo que quieres, que ya
sé lo que penas por él.

HIPÓLITA:

Sabed, hermana, que el cruel
de ti enamorado está.
¿De qué te ríes?

ROSIMUNDA:

¿No quieres
que de escucharte me ría?

HIPÓLITA:

¡Yo lo he visto, hermana mía,
yo lo he visto!

ROSIMUNDA:

No te alteres.
¿Dónde o cuándo?

HIPÓLITA:

Ayer le vi
mirarte con afición.

ROSIMUNDA:

Anda, que tus celos son.

HIPÓLITA:

Con justa causa de ti.
¿Y no vi que se arrojaba
sobre su espada, pensando
que estabas tú muerta?

ROSIMUNDA:

¿Cuándo?

HIPÓLITA:

Y su vida te llamaba.
Pues mira, si eres su vida,
¿cuál será la que me queda?,
¿o cómo quieres que pueda
conservarla aborrecida?
Pues tú no le quieres bien,
no permitas que yo muera,
que si él a mí me quisiera
y tú le amaras también,
y aunque yo también le amara,
le aborreciera por ti.

ROSIMUNDA:

No ofendas, hermana, así
la luz de tu hermosa cara.
Alza el rostro, no haya más,
no llores, que te prometo
de que, en público o secreto,
jamás con él me verás;
y que delante de ti,
tratándole con desdén,
ruegue que te quiera bien
si quiere obligarme a mí.
¿No basta aquesto?

HIPÓLITA:

A tus pies
me quiero echar, que es razón.
Por tan grande obligación,
suplícote me los des.

ROSIMUNDA:

Álzate, loca.

HIPÓLITA:

No quiero,
hasta que los pies te bese.

ROSIMUNDA:

Suelta, acaba.

HIPÓLITA:

Aunque te pese.

(Salen ALEJANDRO y TORCATO.)
TORCATO:

Digo que llegué primero,
y que a las princesas vi
en el suelo desmayadas.

ALEJANDRO:

No des voces tan pesadas,
¿no miras que están aquí?

TORCATO:

¡Oh señoras!, acá están.

HIPÓLITA:

¡Ay, fin de mis esperanzas!

ALEJANDRO:

Basta que amen las crianzas,
quiere ser v[uest]ro galán.
Guarde el cielo v[uest]ra vida.

TORCATO:

Oh, señoras, Dios las guarde
hasta el sábado en la tarde.

HIPÓLITA:

Salutación escogida.

ROSIMUNDA:

El cielo venga con vos.

ALEJANDRO:

Por vos le alabo y bendigo,
que entiendo que está conmigo
estando cerca de vos.

TORCATO:

¿Y conmigo no hay habrar?,
¿soy alguna piedra yo?

ROSIMUNDA:

¿Contigo también?, pues no.

TORCATO:

¿Mas que me quiere abrazar?

ROSIMUNDA:

Qué bien dicen que se halla
la confianza en los necios.

ALEJANDRO:

Y los humildes desprecios
en quien pudiera mostrarla,
que de alguna majestad
sé yo algunas humildades.

ROSIMUNDA:

Gran cebo de voluntades
llama el amor la humildad.

TORCATO:

Cebo dice; no hayle tal,
como de una sanguijuela,
y así amor se me revela,
que chupa y no hace mal.

ALEJANDRO:

Que más dijera de amor
quien mucha razón tuviera,
o a lo menos quien supiera
que es un alegre dolor.
Como es, Rosimunda, el mío
que, al fin, por vos le padezco,
pues aunque amaros merezco,
de lo que soy desconfío.
No volváis el rostro, no,
que si ha sido atrevimiento
deciros mi pensamiento,
de v[uest]ros ojos nació.
Culpadle, señora, en ellos,
y si han de ser rigorosos,
o los haced piadosos,
o no los tengáis tan bellos.

ROSIMUNDA:

Paso, señor, y mirad
que está Torcato delante.

ALEJANDRO:

¿No veis que es hombre ignorante?

TORCATO:

Un asno soy, en verdad,
¡ay desdichado de mí!,
que de una misma ocasión
nos dio el mal de corazón.

ALEJANDRO:

Alta empresa acometí.

ROSIMUNDA:

Hermana, ¿quieres que ahora
lo que le quieres le cuente?

HIPÓLITA:

¿Pues tengo de estar presente?

ROSIMUNDA:

Mejor es.

HIPÓLITA:

Di que le adora
mi alma, y que suya soy,
pero no me has de llamar.

ALEJANDRO:

¿Qué es lo que pueden hablar?
Muerto por saberlo estoy.

ROSIMUNDA:

Príncipe, pues ya se juega
al juego de las verdades,
sabed que hay dos voluntades,
una os deja y otra os ruega.
La que os deja fue por fuerza,
porque sabed que es la mía,
que desde el primero día
a no quereros se esfuerza.
La que os ruega, es de mi hermana,
que por fama y por presencia
os adora y reverencia,
mucho más que a prenda humana.
Pagadle este grande amor,
que a fe que se le debéis;
porque de mí no tendréis
eternamente favor.
En esto mostrad la fe
que decís que me mostráis,
porque si a mi hermana amáis
a mi cuenta lo pondré;
y no intentéis otra cosa,
que no os hablaré jamás.
Amadla, que vale más.

ALEJANDRO:

¡Oh sentencia rigorosa!
¡Oh mudanzas de fortuna
enemigas de igualdades!
Dichosas las voluntades
que merecieron alguna.
¡Que me pague con ajena
a quien la mía le doy,
y de quien lejos estoy,
esté tan cerca mi pena!
¡Vive Júpiter de darme
una rigorosa muerte!

ROSIMUNDA:

¿Adónde vais de esa suerte?

ALEJANDRO:

¿Adónde voy? A matarme.

ROSIMUNDA:

Fuertemente lo ha tomado,
pero ha sido de provecho
que, al fin, lo más está hecho,
que es haberte declarado.
¿Qué respondes?, habla pues.

HIPÓLITA:

A todo suspensa estoy.
Fuese, aborrecida soy.

ROSIMUNDA:

Vendrate a querer después.
¿Has visto lo que ha callado
este inocente?

HIPÓLITA:

Si está
dormido.

TORCATO:

¿Quién dormirá
con tanta pena y cuidado?

HIPÓLITA:

Profunda melancolía
debe, hermana, de tener.

ROSIMUNDA:

Torcato, ¿qué puede ser
tanta tristeza?

TORCATO:

Ser mía.

ROSIMUNDA:

Decidme: ¿habéis entendido
esto que habemos hablado?

TORCATO:

¿No es que su alma os ha dado
y vos no la habéis querido?

HIPÓLITA:

Tomadme aquese inocente.

ROSIMUNDA:

Digo que tiene discurso.

TORCATO:

Es esto del puro curso
de amar imposiblemente.
¡Ea, que no diré nada!

ROSIMUNDA:

¿Hareislo?

TORCATO:

A fe de quien soy.

ROSIMUNDA:

¿Quién sois?

TORCATO:

Un asno, que estoy
comiendo paja y cebada.

HIPÓLITA:

Ya vuelve a sus disparates.
Ven, no tengas miedo de él.

TORCATO:

Yo sí le tendré, cruel,
de que sin causa me mates.

ROSIMUNDA:

Vamos, que no hay que hacer caso
de un simple. Torcato, adiós.

TORCATO:

Hacedle, señora, vos,
(Vanse las dos y quede solo TORCATO.)
de los tormentos que paso.

TORCATO:

¿Qué duros imposibles son aquestos
que el duro pecho de un villano oprimen?
¿Adónde están mis pensamientos puestos?;
¿en qué diamante pedernal se imprimen?
Fundados en arena están y opuestos,
por más que mis engaños los animen.
Aquel primero viento o movimiento
aún no deje señal de pensamiento.
Soy un villano, sí, ¿pues qué pretendo?,
una heredera de Colonia y Cleves.
¿De dónde nace que esta hazaña emprendo?
Mas no deben de ser las causas leves
que dentro de mi pecho estoy sintiendo,
si no es, oh amor, que el corazón me mueves
una grandeza de ánimo tan grande,
que es poco para mí que el mundo mande.

(Sale el SECRETARIO.)
SECRETARIO:

Pues, Torcato, ¿en qué se entiende?

TORCATO:

Ha buen tiempo habéis venido.

SECRETARIO:

Buen rato os habéis tenido.

TORCATO:

Todo es tesoro de duende.
Las duquesas para mí
son imposibles, ¡par Dios!;
noramala para vos
la una de ellas.

SECRETARIO:

Fuera así
que yo la hiciera tan buena,
por más que en mala llegara,
que en mi alma no quedara
un hora mala de pena.
¿No estaba el Príncipe aquí?

TORCATO:

Aquí con ellas habló.

SECRETARIO:

¿Qué dijo?

TORCATO:

Que sí y que no,
para vos y para mí.

SECRETARIO:

Ea, que os puedo yo dar
muchas cosas que comer.

TORCATO:

También me podéis hacer
mucho disgusto y pesar.

SECRETARIO:

Veis aquí aquesta corona,
y decidme lo que hablaron.

TORCATO:

¿Lo que los tres concertaron?

SECRETARIO:

Eso.

TORCATO:

¿Hay alguna persona?

SECRETARIO:

No hay nadie.

TORCATO:

¿Corona es esta?

SECRETARIO:

Corona, y de buena ley.

TORCATO:

¿Es esta aquella que el Rey
trae los domingos puesta?

SECRETARIO:

Que no, ¿no veis que esta es
por la que dan en la plaza
pan y vino, carne y caza?

TORCATO:

Ya se me bailan los pies,
pues sabed que la abrazó.

SECRETARIO:

¿Que la abrazó, pesia tal?

TORCATO:

Pues no lo tengáis a mal,
que también...

SECRETARIO:

¿Qué?

TORCATO:

La besó.

SECRETARIO:

¿El Príncipe?

TORCATO:

Que no digo,
sino yo.

SECRETARIO:

¿Cómo?

TORCATO:

Yo.

SECRETARIO:

¿A quién?

TORCATO:

Habéis de entenderlo bien
y callarlo como amigo.

SECRETARIO:

¡Vive Júpiter!, que sea
como arrojarlo en la mar.

TORCATO:

No es cosa para pensar
que habrá nadie que la crea.
Que me tienen por mostrenco,
y a fe que hay más que pensastes.
Yo he besado...

SECRETARIO:

¿A quién besastes?

TORCATO:

A Carrión, el podenco.
¡Ha, ha, ha!

SECRETARIO:

¿Que este engañar
me pudiese, hay quién lo crea?

TORCATO:

¡Vive Júpiter, que sea
como arrojarlo en la mar!

SECRETARIO:

¡Que un simple me haya engañado!
Por mi fe que estoy corrido.
(Vase TORCATO, riyendo.)
¡Oh inocente, revestido
en villano confirmado!
Y os conoceré de hoy más,
y aun haré... ¿Pero qué digo?
¿Qué me importa ser su amigo
y no enojarle jamás?
Fiarle quiero un papel
que ya lo tengo pensado,
en que vaya disfrazado
mi pensamiento cruel;
que este, por ser inocente,
digo por llamarle así,
si ella se queja de mí,
diré mil veces que miente;
y si ello lo toma bien,
podré decir que yo soy.

(Salen ALEJANDRO y TACIO.)
ALEJANDRO:

De esta suerte, Tacio, estoy
por este ingrato desdén.

TACIO:

A la fe, señor, yo fuera
de parecer que dejaras
cosas que cuestan tan caras,
queriendo a quien te quisiera.
En fin, me resuelvo en esto:
que a Hipólita quieras bien,
vengándote del desdén
que en tal peligro te ha puesto.
Servirá de esta venganza
y de que halles los ojos,
cuando en tus penas y enojos
no diese alguna templanza,
que, al fin, la más desdeñosa
cuando se ve aborrecida,
queda más arrepentida
que de haber sido piadosa.

ALEJANDRO:

Creo que me dices bien;
tomar quiero tu consejo,
que es mujer, y si la dejo,
ha de llorar su desdén.

(Hablen de oído ALEJ[AND]RO y TACIO.)
SECRETARIO:

Con extraños pensamientos
anda el Príncipe ocupado,
mala respuesta le han dado.
¡Ánimo, honrados intentos!
Salgan los secretos fuera
y vamos a procurarlo,
que si muero porque callo,
mejor es que hablando muera.

(Vase.)
TACIO:

Dices muy bien; quede así,
quiere a quien te quiere más,
que por dicha olvidarás
a quien te aborrece a ti,
y venme luego a avisar
cómo te va de lección.

ALEJANDRO:

Aguárdame en el balcón.

TACIO:

Allí te voy a aguardar.

(Vase TACIO.)
ALEJANDRO:

¡Qué bien dicen que son ciegos
los amantes!, pues no vía
que quien con mujer porfía
no ha de ser siempre con ruegos.
Que tal vez es menester
hacerle fieros, que son
las más de esta condición;
y esta, en efecto, es mujer.
Pues alto, resuelto quedo,
que es la mujer animal
que solo aquel hace mal,
que ve que le tiene miedo;
y por el contrario halaga
a quien le muestra rigor.

(HIPÓLITA y ROSIMUNDA.)
HIPÓLITA:

Son efectos de este amor,
que no habrá mal que no haga.

ROSIMUNDA:

Habla, paso, que está aquí.

HIPÓLITA:

El lobo está en la conseja.

ROSIMUNDA:

De todo el cargo me deja
y déjame hacer a mí.

HIPÓLITA:

En fin, ¿dices que al jardín
puedo segura bajarme,
que tú harás que venga a hablarme?

ALEJANDRO:

Llegó mi venganza en fin.

ROSIMUNDA:

Vete, que yo haré con él
que te vaya luego a hablar.
¿Adónde piensas estar?

HIPÓLITA:

En la fuente del laurel.

(Vase HIPÓLITA.)
ROSIMUNDA:

Basta, que ya estoy de suerte
del desdén arrepentida,
que me ha de costar la vida
librar mi hermana de muerte.
Desde que a Alejandro dije
que le tuviese afición,
no sé qué nueva pasión
mi alma abrasa y aflige.
¡Ay dura pena inhumana!
Si era bueno para mí,
¿por qué quise, y se le di
tan libremente a mi hermana?
Ya parece, pues me ha visto,
descortesía no hablarle
que por otra he de rogarle.

ALEJANDRO:

Todo me abraso y resisto;
mas conviéneme que muestre
que a Hipólita quiero bien.

ROSIMUNDA:

Temo al pasado desdén,
ciega estoy, amor me adiestre.
Pues, Príncipe...

ALEJANDRO:

¡Oh, mi señora!
¿Hipólita no venía
con vos?

ROSIMUNDA:

¿Quién?

ALEJANDRO:

El alma mía,
el bien que mi alma adora,
la luz de estos ojos tristes,
q[u]e ha un año que no la ven.

ROSIMUNDA:

¿Cómo, ya la queréis bien?

ALEJANDRO:

Después que me aborrecistes.

ROSIMUNDA:

¡Quién os hubiera creído
siendo tan mudable!

ALEJANDRO:

Soy
de condición que no doy
amor por desdén y olvido,
sino afición por amor.
Y como allí me le tiene
quien vos decís, no conviene
pagarle con desamor.
¿Adónde es ida?

ROSIMUNDA:

Al jardín.

ALEJANDRO:

Adiós, que a buscarla voy.

ROSIMUNDA:

Aguardad.

ALEJANDRO:

Resuelto estoy.

ROSIMUNDA:

¿Cómo?

ALEJANDRO:

Resolvime, en fin,
y mudando parecer,
adoro a Hipólita. Adiós.

ROSIMUNDA:

Esperaos y oíd.

ALEJANDRO:

¿Yo a vos?
No me puedo detener.

(Vase ALEJANDRO.)
ROSIMUNDA:

¿Hay libertad como esta?
Esto y más merezco yo,
porque quien mal preguntó,
que tenga mala respuesta.
¿Qué es esto? ¡Ay de mí! No ha un hora
que sin él me parecía
que hablar y vivir podía,
y muero sin él ahora.
Bien sé yo de que ha nacido.
Envidia debe de ser,
o flaqueza de mujer,
que se enciende con olvido.

(Sale TORCATO, con un papel.)
TORCATO:

¡No es bueno q[u]e el secretario
me ha dado aqueste papel,
con más dulzuras en él
q[u]e un bote de letuario!;
y me ha mandado una cena
que al Rey se le pueda dar,
si se le quiero llevar
a la causa de su pena.
Díjome su pensamiento,
como a simple e inocente;
mas ¡ay Dios!, que está presente
la causa de su tormento,
y aun puedo decir del mío,
que con saber mi bajeza,
adoro su gentileza,
ardo, temo y desconfío.
¿Pues cómo va de labor?

ROSIMUNDA:

Oh Torcato, bien me va.

TORCATO:

¿Ha vuelto más por acá
eso que llaman amor?

ROSIMUNDA:

¡Y cómo si ha vuelto, amigo,
y aun sospecho que ha revuelto!

TORCATO:

No hay duda, que si anda suelto
es peor que el enemigo.
¿Pero vos tenéis amor?

ROSIMUNDA:

Pensé que no le tenía,
y entre la ceniza fría
cubrió su fuego el traidor.
Amo al Príncipe, Torcato,
y él me amaba, y por mi culpa
me aborrece.

TORCATO:

No hay disculpa
para v[uest]ro pecho ingrato.
Yo no vi lo que os amaba,
y por v[uest]ra hermana vi
lo que hicistes.

ROSIMUNDA:

¡Ay de mí!,
segura de amor estaba.
Ya es echo.

TORCATO:

¡Quién tal pensara!
Procuraos entretener,
que amor no tiene poder
donde le vuelven la cara.
¿Sabes leer?

ROSIMUNDA:

Sí.

TORCATO:

Tomad,
leedme aqueste papel.

ROSIMUNDA:

Muestra.

TORCATO:

A fe que viene en él
un mundo de voluntad.

ROSIMUNDA:

Harto es breve.

TORCATO:

Es resoluto.
(Lee el papel.)
«A una palma doy el alma,
tan alta e ingrata palma,
que desespero del fruto».

ROSIMUNDA:

¿No dice más el papel?

TORCATO:

Más largo me dijo que era
quien me lo dio.

ROSIMUNDA:

No pudiera
decir más que dice en él.
¿Quién te le ha dado?

TORCATO:

Ya sabes
quién es, ¿por qué lo preguntas,
estando las almas juntas
para secretos más graves?
De Alejandro es el papel,
¿hételo yo de decir?

ROSIMUNDA:

¿Pues qué le obliga a escribir
a quien le fue tan cruel,
y más que ya está vengado,
pues que por mi hermana muere?

TORCATO:

Eso es, sin duda, que quiere
disimular su cuidado.
Si esta noche vos queréis
hablarle por la ventana,
engañando a vuestra hermana,
yo sé muy bien que podéis,
que él me ha dicho que querría
entretenerla no más.

ROSIMUNDA:

Si eso es cierto, tú serás
el puerto de mi alegría.
Verdad dice el inocente,
que cuando de aquí se fue
Alejandro, imaginé
que finge lo que no siente.
Dile, Torcato...

TORCATO:

¿Señora?

ROSIMUNDA:

Que a las ocho en punto estoy
en el balcón.

TORCATO:

Luego voy,
que tengo quehacer ahora.
Mirad que disimuléis,
no lo entienda vuestra hermana,
y estad sola en la ventana,
y a Alejandro no le habléis,
que él me ha d[ic]ho que conviene
que no se presuma nada.

ROSIMUNDA:

Digo, que estoy confiada
del mucho amor que me tiene.
Quédate con Dios.

(Vase ROSIMUNDA. )
TORCATO:

Adiós.
A gran bien me ha levantado
amor, de un humilde estado.

(Sale el SECRETARIO.)
SECRETARIO:

Rato ha que hablan los dos.
Ya es ida, hablaré a Torcato.
Veamos lo que hay de nuevo.
¡Torcato!

TORCATO:

¡Oh, qué nueva os llevo!
Ganastes, dadme barato.
¡Pardiez, que es vuestra la dama!

SECRETARIO:

¿Dístele el papel?

TORCATO:

¡Pues no!

SECRETARIO:

¿Y leyole?

TORCATO:

Y respondió:
«¿Que el Secretario me ama?
Basta, que Celindo es hombre
que tiene buen pensamiento.»

SECRETARIO:

¿Hay nueva de más contento?
¡Oh amor, bendigo tu nombre!
¿Y qué dijo más?

TORCATO:

Que muere
porque esta noche la hables
y que tu negocio entables,
que ha días que ella lo quiere.

SECRETARIO:

Sin duda que adora en mí,
porque en qualquiera ocasión
me muestra mucha afición.
¿Cómo he de ir?

TORCATO:

No has de ir así.

SECRETARIO:

¿Pues cómo?

TORCATO:

Con mi vestido,
porque quien te viere crea
que habla conmigo, y no sea
v[uest]ro negocio entendido.
Tú el tuyo a mí me darás
y enseñarete el balcón,
y aun en aquella ocación
no mala espada tendrás;
que, aunque me tienen por bobo,
no pienses que mal te ampara,
quien un león desquijara
y mata a coces un lobo.

SECRETARIO:

Mis brazos te quiero dar
no una, sino mil veces,
por este bien que me ofreces.

TORCATO:

¿Dónde te tengo de hallar?

SECRETARIO:

Vámonos a mi aposento,
que allí te quiero tener.

TORCATO:

Si no me vengo a perder,
temeraria empresa intento.

(Vase y salga el DUQUE y gente, y LEONISO y ERICINO, embaxadores.)
DUQUE:

Sois en efecto embajadores, basta,
que del embajador se sufre todo.

LEONISO:

No te puedes quejar del Rey, gran Duq[u]e,
que, en efecto, si guerra te promete,
en razón y justicia va fundada.

DUQUE:

¿Qué justicia y razón v[uest]ro Rey tiene
para que tome contra mí las armas?

ERICINO:

Amparar en tu tierra a su enemigo,
y no solo en tu estado y de secreto,
sino públicamente y en su casa.

DUQUE:

Más razón y justicia es ampararle
que no el hacerle, como dices, guerra,
pues él injustamente le ha quitado
su estado y reino, y no por buena guerra,
sino comprando a peso de dineros
la voluntad de sus vasallos viles,
que le entregaron a traición a Dacia,
dando tan mal ejemplo a los de Frisia
que, amparándose de ellos, le han querido
quitar la vida. Y, al fin, vino huyendo
a mis tierras y casa, donde es justo
en ley de caballero, que le ampare.

LEONISO:

¿Que no tiene justicia el Rey, su tío,
dices, Señor?

DUQUE:

¿Y no es verdad patente,
pues, siendo su sobrino, le ha quitado
lo que del padre justamente hereda?

LEONISO:

No entiendes bien la historia y así juzgas,
como quien solo de una parte escucha.
Verdad es que este es hijo de su hermano
Alejandro, llamado como el padre;
pero este no es legítimo heredero,
que es hijo natural, y el que lo era
dicen que aqueste le mató de envidia,
o que le tiene en un lugar secreto;
aunque el haberle muerto, es caso público,
porque quedó muy niño de sus padres,
y en tanto que tuviese edad bastante
quedó a Alejandro el cargo de su reino.
Pero matole, o tiénele escondido,
y a pesar de su reino rey se llama.

DUQUE:

Todo aqueso que dices son intentos
del falso rey, su tío, por quitarle
el reino, que es derecho de Alejandro;
y, así, respondo que no solo quiero
ampararle en mi casa y mi estado,
pero que quiero darle seis mil hombres
sin veinte mil infantes de a pie armados;
y aquellos lleven lanzas y caballos,
y estos de a pie, sus picas y escopetas.
Y que pienso perder todo mi estado
o restaurar el de Alejandro.

ERICINO:

Vamos,
que ya yo sé la causa que te mueve.

DUQUE:

¿Qué me puede mover?

ERICINO:

Darle tu hija,
que ya la llamarás Reina de Dacia.

DUQUE:

No me mueve interés, razón me mueve.

LEONISO:

Pues, gran Duque, a las armas te apercibe,
que antes que salgan tus caballos y hombres,
será posible que entren por tu tierra.

DUQUE:

No lo verán v[uest]ros cobardes brazos;
¡armas, vasallos, armas! Yo en persona
iré a la guerra y cubriré mis canas
de una celada de templado acero.
¿Adónde es ido el Príncipe?

PAJE:

A la huerta.

DUQUE:

Id, llamadle, que en mi cuarto aguardo;
bueno es que le levante, que es bastardo.

(Vanse todos y salga TORCATO, con herreruelo, sombrero y espada.)
TORCATO:

Vestido vengo de veras,
y el secretario, ignorante
de burlas, mi semejante
y necio de dos maneras,
allá con mi sayo queda,
muy bestia y muy confiado
que es de Rosimunda amado.
¡Bravo negocio se enreda!
Pero entremos pensamiento
en cuenta, si vos queréis
y decid por qué hacéis
tantas torres en el viento.
Dadme que venga mi engaño
a tener injusto efecto;
¿qué habéis de hacer al aprieto
del peligro y desengaño?
Diréis que yo puedo huir
donde no parezca más,
sin ver que llevo detrás
amor que me ha de seguir.
Pero ahora pienso en esto,
si como Leandro voy
y orilla del mar estoy,
mirando la luz de Sesto.
Ánimo y venga la muerte,
que por tan alta ocación,
el amante corazón
se ha vuelto diamante fuerte.
(ROSIMUNDA en la ventana.)
¿Rosimunda no es aquella?
Hablar le tengo, por Dios.
¡Ah, mi señora!, ¿sois vos?
Pues no responde, no es ella.

ROSIMUNDA:

¿Es el Príncipe?

TORCATO:

Yo soy.

ROSIMUNDA:

¡Oh, Alejandro!

TORCATO:

¡Oh, gloria mía!

ROSIMUNDA:

¿Qué hay de enojado?

TORCATO:

Podría,
mas ya sin enojo estoy.

ROSIMUNDA:

Perdonadme aquel desdén,
que fue de muy mala gana
para cumplir con mi hermana,
porque a fe que os quiero bien.
Y esto, no por interés
de casar con rey.

TORCATO:

Yo creo
que os engañará el deseo.

ROSIMUNDA:

¿Qué decís?

TORCATO:

Digo lo que es.
Y, en fin, digo que es amor.

ROSIMUNDA:

Estoy muy arrepentida
de que digáis que en mi vida
os hice algún disfavor,
pero yo os le pagaré,
conque no queráis de mí
cosa que os niegue.

TORCATO:

Subí
al cielo que imaginé.
En pago de bien tan alto
digo, señora, que soy
tan vuestro.

ROSIMUNDA:

Aguardad, que voy.
¡Ay, qué extraño sobresalto!
Imaginé que mi hermana
me escuchaba y estoy muerta.

TORCATO:

¿No habéis cerrado la puerta?

ROSIMUNDA:

No la tiene esta ventana.

TORCATO:

Pues mirad, mi bien, que importa
que ella nada de esto sepa.

ROSIMUNDA:

No habrá pecho donde quepa,
que es hacer la gloria corta;
pero al fin, a mi pesar
callaré.

TORCATO:

Muy bien haréis,
solo a Torcato podéis
este negocio fiar;
que, aunque es simple y inocente,
en lo que toca al secreto
es el hombre más discreto
que hay desde Oriente a Poniente.

ROSIMUNDA:

Eso he conocido de él
y por estremo le quiero.

TORCATO:

Yo sé que algún caballero
no es tan honrrado y fiel.
En lo que me toca a mí,
mirad que habéis de callar,
que a v[uest]ra hermana he de hablar.

ROSIMUNDA:

¿Eso he de sufriros?

TORCATO:

Sí,
que yo he de fingir amarla
con muchas veras.

ROSIMUNDA:

No sé
si eso sufriros podré.

TORCATO:

Sabed que importa en ganarla,
que como me quiere tanto,
no hay duda, si esto supiese,
que nuestro gusto rompiese
su ordinaria queja y llanto.
¿Y qué se os da a vos que yo
con mis palabras la engañe?

ROSIMUNDA:

Temo que su amor os dañe,
y aun su rostro.

TORCATO:

Aqueso no.
Estad, señora, segura
y mirad que la he de hablar,
y vos habéis de terciar.

ROSIMUNDA:

¿Que aún hay más mala ventura?

TORCATO:

Pues sabed que aún falta más,
que en ningún sitio y lugar
de día me habéis de hablar
ni imaginarlo jamás;
que de noche yo vendré
y en este puesto hablaremos,
que al contrario nos perdemos.

ROSIMUNDA:

Basta señor, yo lo haré.
Enviadme una memoria,
que bien será menester.

TORCATO:

¡Que por fuerza hubo de haber
quien estorbase mi gloria!
Entraos, que he sentido gente.

ROSIMUNDA:

Adiós.

TORCATO:

Adiós, a más ver.

(Sale el SECRETARIO, con la ropa de TORCATO.)
SECRETARIO:

La hora debe de ser
concertada y conveniente.
Que no viniésemos juntos
me advirtió Torcato, y debe
de importar mucho que lleve
tal negocio, tales puntos.
A fe que no es ignorante,
que sabe muy bien su cuento.

TORCATO:

Extraño es el pensamiento
de aqueste engañado amante.
Hablarele, mas no quiero.
Veamos qué piensa hacer;
aquí me quiero esconder.

SECRETARIO:

Gente suena en el terrero;
pesia a tal, tres hombres son,
ellos me darán mal rato.
Fingirme quiero Torcato.

(Un COCINERO del DUQUE y dos pícaros de cocina con dos palos.)
COCINERO:

Aguardé buena ocación,
porque pensar que de día
le pudiera apalear,
también pudiera pensar
que el Duque me mataría,
que le quiere por estremo,
y sus hijas, mucho más.

1.º PÍCARO:

Temo que no lo hallarás.

2.º PÍCARO:

Lo mismo que temes, temo.
Mas di, ¿qué es lo que te hizo
que tanto enojo te dio?

COCINERO:

Dos gallinas me comió.

2.º PÍCARO:

¿Juntas?

COCINERO:

Y un pastel hechizo.
Por ir tras él, fuera de esto,
se me derramó también
la fruta de la sartén.

1.º PÍCARO:

Loco, goloso y molesto.
No hay olla de ningún modo
virgen; él la prueba, en fin.

2.º PÍCARO:

Todo un cazo de papín
me comió ayer.

COCINERO:

¿Todo?

2.º PÍCARO:

Todo.

1.º PÍCARO:

¡Pesia a tal! ¡Qué descuidados
hablando estábamos de él!
¿No es aquel?

COCINERO:

Pues no, es aquel.

SECRETARIO:

Aquí me traen mis pecados.

COCINERO:

¡Oh señor, loco y truhan,
revestido en inocente!

SECRETARIO:

¿Qué me queréis, buena gente?

COCINERO:

(Muélanle a palos al SECRETARIO)
Aguarde y se lo dirán,
porque no coma otro día
tan a mi costa.

SECRETARIO:

¡Ay, ay, ay!
¿No hay quien me socorra, no hay?

TORCATO:

Esto guardado tenía.

COCINERO:

A huir, no venga gente.

(Húyanse.)
TORCATO:

Esta fruta me esperaba.

SECRETARIO:

Sin duda que este pensaba
que yo era aquel inocente.
¡Oh, pesar de mi linaje,
y qué molido que estoy!

(Llegue TORCATO como que viene entonces.)
TORCATO:

¡Oh, qué desdichado soy
con aqueste personaje!
¿Si le hallaré por aquí?

SECRETARIO:

¡Ay, ay!

TORCATO:

¿Quién es?

SECRETARIO:

¿No me ves?

TORCATO:

¿Que tú eres?

SECRETARIO:

Yo soy, pues,
que en hora mala nací.

TORCATO:

Pesar de mí, que ha salido
Rosimunda, y te ha llamado!

SECRETARIO:

Ya por acá me han buscado
y las espaldas molido.

TORCATO:

¿Quién te ha dado?

SECRETARIO:

El cocinero,
pensando que era Torcato.

TORCATO:

¿Ahora, a cabo de rato,
sales con eso?

SECRETARIO:

¡Ay!

TORCATO:

¿Qué hay?

SECRETARIO:

Muero.

TORCATO:

Anda.

SECRETARIO:

No puedo.

TORCATO:

¿Pues qué?,
¿haste de quedar así?

SECRETARIO:

No puedo tenerme en mí,
¿qué requiebros le diré?
Llévame a casa, Torcato,
derreniego del amor.

TORCATO:

Alto perdiste el favor.

SECRETARIO:

¡Yo te le diera barato!

TORCATO:

¿No ves la ocasión que hay?

SECRETARIO:

No la hubiera perdonado;
el amor se me ha quitado,
como por la mano. ¡Ay, ay!