El premio del bien hablar/Acto III

El premio del bien hablar
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Salen DON ANTONIO y FELICIANO.
FELICIANO:

  Cuando don Pedro salía
 (que por su causa no entré),
escuché que te decía
«padre y señor», con que fue
cierta la sospecha mía.

DON ANTONIO:

  ¿Pues qué sospechas?

FELICIANO:

Sospecho
que habrás casado a Leonarda.

DON ANTONIO:

Tratado está, no está hecho.
Como ser su esposo aguarda,
de tu amistad satisfecho,
  entra por padre y señor,
más humilde que un deudor,
porque cuantos se han casado,
de esta manera han entrado,
o sea interés o amor.
  Pero a penas pasa un mes
cuando es suegro, y dél se afrentan,
y por cualquiera interés,
entre las cosas le cuentan
que se aborrecen después.
  Pésales de ver que vive,
como de heredar los prive,
y dicen que un siglo dura.

FELICIANO:

Don Pedro, a tanta ventura,
justamente se apercibe.
  Pero no se la darás,
a lo menos con mi gusto,
pues desobligado estás.

DON ANTONIO:

¿Has tenido algún disgusto
con don Pedro?

FELICIANO:

Yo, jamás.

DON ANTONIO:

  Pues dóysela yo por ti,
cuya amistad con exceso
no es de gusto para mí;
¿y agora sales con eso?
¿No es tu amigo?

FELICIANO:

Señor, sí,
  y a otros muchos preferido.

DON ANTONIO:

No Feliciano, los dos
habéis reñido, ¿qué ha sido?

FELICIANO:

Amigos somos, por Dios,
no habemos los dos reñido.

DON ANTONIO:

  ¿Hay pendencia? ¿Hay amenaza?
¿Habló mal de ti en ausencia?
Que hay amigos de esa traza;
lisonjean en presencia,
y murmuran en la plaza.
  Por mujer debió de ser,
alguna te habrá quitado.
No niegues.

FELICIANO:

Yo, ¿qué mujer?

DON ANTONIO:

¿Pues, como hoy te causa enfado
lo que abonabas ayer?

FELICIANO:

  Porque mayorazgo era,
presumiendo que muriera
su hermano; y vive y está
fuera de peligro ya;
y que le dieras quisiera
  mejor marido a Leonarda.

DON ANTONIO:

¿La palabra no se guarda?

FELICIANO:

Digo, señor, que es muy justo.
Pero el no ser con su gusto
me detiene y acobarda.

DON ANTONIO:

  ¿Pues qué gusto es menester?
¿Tengo yo de obedecer
a Leonarda, o ella a mí?
Yo le conocí por ti,
por ti será su mujer.
  Galas y joyas previno,
de mi palabra fiado,
y cumplirla determino.

FELICIANO:

Temor notable me ha dado.

DON ANTONIO:

¿De qué?

FELICIANO:

De algún desatino.

DON ANTONIO:

  ¿Quién le ha de hacer?

FELICIANO:

Mi hermana.

DON ANTONIO:

¿Tu hermana?

FELICIANO:

Veraslo presto.

DON ANTONIO:

Pues fúndese en ser liviana,
y tú necio y descompuesto;
y casareme mañana.

FELICIANO:

  Pues has llegado a decir
disparate semejante,
no te quiero persuadir.

DON ANTONIO:

Salte allá fuera, ignorante.

(Vase.)
FELICIANO:

No es ignorancia sufrir.
  En gran confusión me siento,
don Juan está en mi aposento,
yo por su hermana perdido,
y don Pedro prevenido
al injusto casamiento.
  ¡Qué cortos plazos le dan
al mal, y el bien como tarda!
Todos en peligro están,
mas, ¡ay cielos!, si Leonarda
quisiera bien a don Juan...

(Vase.)
(Salen DON JUAN, DOÑA ÁNGELA, LEONARDA y MARTÍN.)
LEONARDA:

  Entrarás muy triste aquí.

DOÑA ÁNGELA:

Agravias su voluntad.

DON JUAN:

Confieso la soledad
del tiempo que estoy sin ti;
  pero, luego que te veo,
vence la satisfación
cuanto a la imaginación
está pidiendo el deseo.

DOÑA ÁNGELA:

  El cuarto de Feliciano,
de suerte compuesto está,
que en él consolar podrá
sus soledades mi hermano.
  Tiene muy ricas pinturas
y escritorios excelentes.

DON JUAN:

Son de unos ojos ausentes,
Ángela, sombras obscuras.
  Abrí la puerta, y pasé
al de Leonarda, que aquí
amanece para mí
el sol que anoche se fue.
  ¿Cuál hombre, de cuantos trata
favorecer la fortuna,
acostada vio la luna,
en su círculo de plata?
  ¿No es verdad, Martín?

MARTÍN:

Señor,
la luna es húmeda y fría,
y comparalla sería,
con Leonarda, poco amor.
  Cada mes, su condición
hace trecientas mudanzas,
que para tus esperanzas,
contrarios efetos son.
  ¿De qué se sirve crecer
a quien luego ha de menguar?
Quien cuartos pudo inventar,
¿pudo ser buena mujer?
  Demás que fue gran bajeza
trocar en cuartos su plata
por premio, ofendiendo, ingrata,
su misma naturaleza.
  El cerro del Potosí
ha hecho lo que ha podido,
que hablemos en él os pido,
y no haya cuartos aquí.

LEONARDA:

  ¿Cómo podré entretener
a don Juan, mientras se esconde?

MARTÍN:

Lo que el amor te responde,
no quiero yo responder.

LEONARDA:

  Pero jugando o hablando
habrá de ser.

MARTÍN:

Pues contemos
cuentos, porque no podremos
entretenernos bailando;
  que, si no, yo y la mulata
hemos puesto un gateado,
que capona y rastreado
son cuartos, y estotro plata.

DON JUAN:

  Si llega tan dulce día
que yo tenga libertad,
veremos tu habilidad.

LEONARDA:

Pues comienza, Ángela mía.

(Siéntanse los tres.)


DOÑA ÁNGELA:

  Yo no sé cuento ninguno;
pero también entretienen
cosas varias, y así os quiero
hacer de un pleito jueces.
Había un hombre de bien,
gran defensor de mujeres,
que tenía cierta hermana
que le acompañaba siempre.
Llamábase el hombre Octavio,
la dama Olimpia, y dos veces
se vieron por defenderlas
cerca de prisión o muerte.
Defendió una dama un día,
y ella también le defiende,
enamóranse los dos,
los dos casarse pretenden.
El hermano de esta dama
vio a la hermana del ausente,
enamorose también,
y ella dicen que le quiere.
En fin, por temor de Otavio,
a decirlo no se atreve.
Agora os ruego, señores,
que me digáis cómo puede
vivir Olimpia, si amor
difícilmente se vence.

LEONARDA:

  ¿Queréis que responda yo?

DOÑA ÁNGELA:

Claro está que lo deseo.

LEONARDA:

Pues haga Olimpia el empleo
a que Otavio la obligó,
  pues que la enseña a querer,
y los hermanos trocados
quedarán en paz casados.

DON JUAN:

¿Qué puedo yo responder?

MARTÍN:

  ¡Brava cifra, pesia tal,
que enigma tan encubierta!
si la quiere descubierta,
Leonarda, ¿qué dicha igual?

LEONARDA:

  Sí quiero, y le pediré
las albricias a mi hermano;
pero oye un sueño.

MARTÍN:

En vano
sueñas; ya no hay para qué.

LEONARDA:

  La madre de las tinieblas
en la silla de su imperio
daba las puertas al huerto,
y las llaves al secreto.
Estaban todas las cosas
en un profundo silencio,
hasta la envidia dormía,
no hay más encarecimiento,
cuando soñé que en un prado
estaba sola durmiendo,
a cuyas flores servía
de abanillo el manso viento,
y que vino un pardo azor,
de una águila negra huyendo,
que se amparaba en mis brazos,
y que por tenerle en ellos
desperté, y vi que me había
llevado del pecho abierto
el corazón en las uñas.
¿Qué podrá ser este sueño?

MARTÍN:

Notables andáis de cifras,
que no lo entiende os prometo
uno de aquestos que saben
castellano como griego.
Declaraos un poco más,
y lo que decís sabremos.

DON JUAN:

Si te llevó el corazón
(paloma Andaluz) durmiendo,
el pardo azor de Castilla;
hago testigo a los cielos,
que te dejó toda el alma.

MARTÍN:

¡Oh, qué fin para un soneto!
Nueva manera de amor,
seguidillas en requiebros.
  Azor de Castilla,
paloma andaluz,
quién los viera, madre,
comer alcuzcuz.

DON JUAN:

Este está borracho ya.

MARTÍN:

Pluguiera a Dios.

LEONARDA:

Di tu cuento.

DOÑA ÁNGELA:

A gentil entendimiento
encomendando se ve.

MARTÍN:

  ¿Tan linda te ha parecido
la cifra que nos dijiste?

DOÑA ÁNGELA:

Yo me entendí.

MARTÍN:

Sí entendiste,
pues todos te han entendido.

DON JUAN:

  Ay, mi Leonarda, si viera
a doña Ángela casada
con tu hermano, y que empleada
mi vida y alma estuviera
  en tus méritos divinos,
¡qué vida fuera la mía!
La fuerza de esta alegría
hace pensar desatinos.
  Esta ciudad generosa
fuera mi patria, saliera
al alba, pero no fuera
a buscar jazmín y rosa
  al campo, sino a mi lado;
porque lo hallara en tu cara,
y yo en tus ojos hallara
luz serena y sol dorado.
  Viera regalada mesa,
tan alegre al mediodía,
que de tanta dicha mía,
aun a mí propio me pesa.
  Cuando la noche en su abismo
cerrara el cielo español,
durmiera yo con el sol,
antípoda de mí mismo.
  ¿Qué príncipe, qué señor
tan descansado viviera?

MARTÍN:

Por Dios, que no le dijera
tal requiebro un labrador.

DON JUAN:

  ¿Pues qué le puedo decir?

MARTÍN:

Grosero amador estás;
aquí no has hablado más
que de comer y dormir.

DON JUAN:

  ¿Sabes tú más?

MARTÍN:

Sí, en verdad.

DON JUAN:

¿Eres tú culto, por dicha?

MARTÍN:

Eso fuera por desdicha,
que no por habilidad.
  Dejo las cosas divinas,
a que un hombre está obligado,
después que se ha levantado;
ya, señor, las imaginas.
  Pero después de comer,
¿no era justo regalar
tu esposa y ver el lugar
que una mujer quiere ver?

DON JUAN:

  Bien es, Martín, que me riñas;
los deseos me engañaron.

MARTÍN:

¿Por qué piensas que llamaron
a las de los ojos niñas?
  Porque fue su condición
ver cuanto pasa, y también
el desear cuanto ven;
que así las mujeres son.
  Llevémosla a Cal de Francos;
que mil mujeres ha habido,
que por no verlo encogido,
no dan limosna a los mancos.
  Llevémosla por el río
en un encerrado barco;
que una ventana con marco
hará triste el humor mío.
  Vea el sábalo salir
del agua a la blanca arena,
de lama y de concha llena,
y entre las redes bullir.
  Vea cómo se alborota
preso del cáñamo y plomo
en otro elemento, y cómo
la ñudosa red azota.
  Vaya en el coche también,
por el campo de Tablada,
que una mujer festejada
sabe que la quieren bien.
  O a la Comedia, que algunas
saben dejar los chapines,
si hay rótulos buratines
con su ramo de aceitunas.
  Vaya a esas huertas vecinas,
vea frutas, corte flores,
que no todos los amores
se cubren de las cortinas.
  Siempre fue mi parecer
que el que es discreto, don Juan,
nunca ha de ser más galán,
que de su propia mujer.

(Sale RUFINA, alborotada.)
RUFINA:

  ¡Ay, señora! ¿Cómo estás
con descuido tan notable,
que tu hermano y mi señor
riñeron sobre casarte?
Jura que esta noche misma
ha de ser, mira qué haces,
que están las joyas en casa,
ricas telas y diamantes,
y el sastre a la puerta, muerto
por dividir en mil partes
primaveras y tabíes.

MARTÍN:

Ya no saldremos las tardes
por sábalos.

LEONARDA:

Aún no puedo
mover la lengua.

DON JUAN:

Ni hables,
pues has gustado, Leonarda,
de engañarme y de matarme.

LEONARDA:

¿Yo engañarte, mi señor?
¿Cómo puedo yo engañarte
si me ha de costar la vida
el no sufrir que me case?

MARTÍN:

Lo que más siento, Rufina,
es saber que el sastre aguarde
a echar por esos tabíes,
como por cerros y valles,
aquella santa tijera,
que tales milagros hace.
Cuando la perdida España
se ganó de los alarbes,
mandó Pelayo salir
a todos los oficiales;
que saldrían, respondieron
de buena gana los sastres
a pelear con los moros,
cuando un pendón acabasen,
para que van allegando
pedazos chicos y grandes;
pero, con haber mil años,
no hay remedio que le acaben,
y puede llegar a Roma
si los pedazos juntasen.

DON JUAN:

Yo no sé mejor remedio;
di a tu hermano y a tu padre
lo que don Diego decía:
que si tal infamia saben,
y que por eso le hirieron,
no es posible que te casen.

LEONARDA:

Eso ya estuviera hecho,
don Juan, si fuera importante;
mas, si llega a su noticia,
¿cómo no te persuades
que los han de hacer pedazos?

DON JUAN:

¿Pues qué importa que los maten,
a trueco de verte libre?

LEONARDA:

Eso es locura.

DON JUAN:

Pues dame
algún remedio, que muerto
más que nunca viva nadie.

RUFINA:

Tu padre.

LEONARDA:

Escondeos los dos.

DON JUAN:

Quién hará que no se canse
de tanto esconder.

DOÑA ÁNGELA:

Quien tiene
amor.

DON JUAN:

No hay amor que baste.

(Vanse, queda LEONARDA.)
(Sale DON ANTONIO.)
DON ANTONIO:

¿Cómo, Leonarda, es posible,
que a ver las joyas no sales,
siendo propio en las mujeres,
con las galas alegrarse?
Mira que están los criados
de don Pedro para darte
tal presente, que es razón
que le agradezcas y alabes.
¿Qué es esto?, ¿no me respondes?

LEONARDA:

Señor, por no declararme
no te respondo.

DON ANTONIO:

Bien dices,
que puesto que te declares
has de hacer mi voluntad.
Porque engendrarte y criarte
me ha dado este imperio en ti.

LEONARDA:

¿Hacen el alma los padres?

DON ANTONIO:

No, sino el cuerpo, que el alma
Dios la infunde.

LEONARDA:

Si en tres partes
se divide el alma, y una
es la voluntad, ¿no sabes
que no es tuya, sino mía?,
que aun Dios no quiso quitarme
la libertad con ser Dios.
Fuera de esto, ¿no es bastante
que el bien que se da una vez
no fue de nobles quitalle?
Si el cuerpo me diste, ¿es bien
que como a dueño le mandes?
Ya es mío, pues me le diste.
Mira que es en hombres graves
pedir lo que dan bajeza.

DON ANTONIO:

¿Hay libertad semejante?
Pues ven acá (que no quiero,
como era justo enojarme).
¿Cuál es mejor casamiento,
que con estraño te cases,
o con el que más conoces?
¿No es mejor, hija, emplearte
en quien puedas tú decir,
por conocerle y tratarle,
que está dentro de tu casa?

LEONARDA:

Suplícote que repares
en la palabra que has dicho.

DON ANTONIO:

¿Cómo?

LEONARDA:

Yo quiero casarme
con quien en tu casa vive.

DON ANTONIO:

Agora quiero abrazarte,
y echarte mi bendición,
y a los dos, Leonarda, alcance.

(Vanse.)
(Salen MARTÍN, DON JUAN y ÁNGELA.)
MARTÍN:

  En efeto, ¿nos vamos?

DON JUAN:

No es posible
aguardar a que venga el nuevo esposo.

DOÑA ÁNGELA:

Culpo, don Juan, tu condición terrible.

DON JUAN:

¿Cuál hombre tan aprisa fue dichoso?

DOÑA ÁNGELA:

Queriéndote Leonarda, es imposible
darle la mano.

DON JUAN:

Un padre es poderoso.

MARTÍN:

No hay padre en voluntades de mujeres.

DON JUAN:

¿Qué viento no mudó sus pareceres?

MARTÍN:

  ¿Y dónde quieres ir?

DON JUAN:

Quiero embarcarme,
pues fuera de peligro está don Diego.
Aquí puedes, doña Ángela, esperarme,
que a despedirme de Leonarda llego,
que porque no es razón quiero forzarme
que se queje de mí. Tú parte luego,
y apercibe la ropa que trujiste.

MARTÍN:

Yo voy.

(Vanse los dos.)
DOÑA ÁNGELA:

Yo quedo enamorada y triste.
  Pasa la mar el mercader que aspira
a enriquecer, y por la estraña tierra
de su querida patria se destierra;
ni el frío teme, ni el calor admira.
Del bien gozoso que su gloria mira
en alta nave la riqueza encierra,
y sin temer del elemento guerra
las ondas rompe, por llegar suspira.
Mas, cuando ya la patria se la daba,
corre tormenta en el vecino puerto,
y halló la muerte cuando no pensaba.
Así, por este mar del mundo incierto,
contenta mi esperanza navegaba;
perdonola la mar, matola el puerto.

(Sale DON ANTONIO.)
DON ANTONIO:

  ¿Quién se queja y habla aquí?

DOÑA ÁNGELA:

Ya me ha visto, ¡qué desgracia!

DON ANTONIO:

¿Mujer de tan buena gracia,
en mi casa, vive así?
  ¿Quién sois?

DOÑA ÁNGELA:

Señor.

DON ANTONIO:

No os turbéis.

DOÑA ÁNGELA:

Señor, de vuestro valor
bien puedo fiar mi honor.

DON ANTONIO:

Seguramente podéis.

DOÑA ÁNGELA:

  Don Juan de Castro es mi hermano,
por la herida de don Diego
vino a su posada luego
con don Pedro Feliciano,
  piadoso, me trujo aquí.

DON ANTONIO:

Agora entiendo la historia.

DOÑA ÁNGELA:

(Aparte.)
Esperanzas de mi gloria.
paciencia, que ya os perdí.

DON ANTONIO:

  No de balde Feliciano
el casarse defendía
su hermana. ¿Y aquí os tenía?

DOÑA ÁNGELA:

No me ha tocado una mano.

DON ANTONIO:

  De tan principal mujer
estoy yo muy satisfecho.
Vuestro hermano, ¿qué se ha hecho?

DOÑA ÁNGELA:

(Aparte.)
¿Qué tengo de responder?
  A Sanlúcar fue, señor.

DON ANTONIO:

(Aparte.)
Encerrarla quiero aquí.

DOÑA ÁNGELA:

¿Qué quieres hacer de mí?

DON ANTONIO:

Asegurar un temor.
  No temáis; que en mi aposento
estaréis más recogida.

DOÑA ÁNGELA:

(Aparte.)
¡Ay esperanza perdida!
Cobrad vida y nuevo aliento.

DON ANTONIO:

  Entrad, que os quiero cerrar.

DOÑA ÁNGELA:

Como no salga de aquí,
ya no es prisión para mí.

DON ANTONIO:

¿Qué decís?

DOÑA ÁNGELA:

Que quiero entrar.

(Éntrase.)
DON ANTONIO:

  Por Dios, que no ha de salir
hasta que case a Leonarda.

(Sale RUFINA.)
RUFINA:

Don Pedro, señor, te aguarda.

DON ANTONIO:

Agora puedo decir
  que está seguro mi intento,
pues, quitada la ocasión,
se pondrá en ejecución
de Leonarda el casamiento.

(Vase.)


(Sale MARTÍN con la ropa.)
MARTÍN:

  ¿Puedo entrar?

RUFINA:

Puedes entrar.

MARTÍN:

Vengo, Rufina (¡ay de mí!),
a despedirme de ti,
hechos los ojos un mar,
  un mar de llanto y enojos.

RUFINA:

Ya veo yo, Martín amigo,
la tormenta que contigo
están corriendo tus ojos.

MARTÍN:

  ¡Ay, ay, ay!

RUFINA:

El ay, ay, ay,
ha mucho que ya pasó.

MARTÍN:

¿No lloras, Rufina?

RUFINA:

¿Yo?
¿Acuérdase del cambray
  con que pescó los quinientos?
Pues, dígame, ¿qué me dio?

MARTÍN:

¿Qué había de darte yo?

RUFINA:

Por lo menos, los docientos.

MARTÍN:

  Esos no te faltarán.
Pero mira que nos vamos.

RUFINA:

Mujeres solo lloramos
cuando se van los que dan.

MARTÍN:

  Sí, pero huélgome aquí
de que nacieses mulata;
que aunque no quieras, ingrata,
te pondrás luto por mí.
  ¡Que no te mueva a piedad
haber besado el mastín!
Eres su parienta, al fin;
usas la misma crueldad.
  ¿Cuál hombre pasó, en el mundo,
la noche que yo pasé?
De la cocina rodé
al sótano más profundo.
  Tú sabes dónde dormí,
cercado, con mil cuidados
de animales vidrïados.

(Salen LEONARDA y DON JUAN.)
DON JUAN:

El confiarme de ti
  ha de ser para mi daño.

LEONARDA:

No hayas miedo que lo sea.

DON JUAN:

En fin, ¿quieres que te crea?

LEONARDA:

Tú sabes que no te engaño.

DON JUAN:

  ¿Dónde doña Ángela está,
Martín?

MARTÍN:

¿No está con Leonarda?

LEONARDA:

Conmigo no.

MARTÍN:

Pues aquí
la dejé mientras juntaba
la ropa

DON JUAN:

¿Y tú no la has visto
Rufina?

RUFINA:

¿No puede, en casa,
andar doña Ángela libre?

MARTÍN:

Si con Leonarda no está,
no hay aposento en que esté.

DON JUAN:

Habla, Leonarda, ¿qué aguardas?
Hame llevado tu hermano,
como sabe que te casas,
a mi hermana; bueno quedo
sin la suya y sin mi hermana.
Vive Dios, que si esto fuese,
que pienso que tal infamia
me obligaría.

LEONARDA:

Don Juan
paso, y con dignas palabras
de quien eres y quien soy.

DON JUAN:

¿Qué palabras hay honradas
donde no lo son las obras?

LEONARDA:

Mira que conmigo hablas,
y que si eres defensor
de las mujeres y tratas
mal mi respeto, diré
que las mujeres engañas.

DON JUAN:

  Leonarda, si esta traición
procede de vuestra culpa,
bien sabes que me disculpa
mi honor y buena opinión;
porque no será razón,
donde es la ofensa tan llana,
que tengas defensa humana,
pues muy atrevida quieres
que defienda las mujeres
y no defienda mi hermana.
  ¿Sería buena defensa
que, por defenderte a ti,
me hiciese tu hermano a mí
en el honor esta ofensa?
Cuando tú te casas, ¿piensa
que ha de merecer su mano?
Pues no quiere Feliciano
que vuestra casa alborote,
que, aunque pobre, tiene en dote
ser quien es, y yo su hermano.
  Mi hermana ha de parecer,
porque en llegando a mi honor,
no hay hermosura ni amor
por quien le deje ofender.
No he defendido mujer
con más razón en mi vida.
Dámela, si eres servida,
basta que, de mí adorada,
quedes, Leonarda, casada,
no doña Ángela perdida.
  Mira tú si a tu hermosura
igual respeto he guardado,
pues la espada no he sacado
para hacer una locura.
¿Mi honor puesto en aventura,
y yo tan cuerdo y discreto?
Pondré la furia en efeto,
aunque le pese a mi amor;
que no es bien perder mi honor,
por no perderte el respeto.

LEONARDA:

  Tente, espera, que no sé
que pueda haberte ofendido
Feliciano, y si esto ha sido,
satisfacerte podré.
Yo misma te vengaré,
yo seré tuya si quieres,
no te vayas, no te alteres,
Ángela me toca a mí,
porque he aprendido de ti
a defender las mujeres.
  Si yo soy tuya, no es bien
que de mi hermano te quejes,
cuando la tuya le dejes,
conmigo quedas también.
Seré tuya, aunque me den
mil muertes. Cierra los labios,
mi bien, que los hombres sabios,
cuando se ven agraviar,
aunque mueran por callar,
no publican los agravios.
  A mi padre, al mundo, al cielo
diré que soy tu mujer.

DON JUAN:

Martín, ¿qué tengo de hacer
entre tanto fuego y yelo?

MARTÍN:

¿Qué puede darte recelo
en tanta seguridad?

DON JUAN:

¿No sería necedad?

MARTÍN:

No, sino razón prudente,
que si alguna mujer miente,
veinte mil tratan verdad.
  Aman, quieren y aventuran,
cantan, bailan y entretienen,
solicitan, van, y vienen,
limpian, regalan y curan,
nuestro descanso procuran,
por ellas hay tanta historia
que guarda eterna memoria.
La casa en que no hay mujer,
como limbo viene a ser,
ni tiene pena, ni gloria.
  Lisonja te hago en decir,
que las quieras y las creas,
porque yo sé que deseas
honrallas hasta morir:
sin mujeres no hay vivir,
que aun Dios vio que convenía
el darle su compañía,
que el más valiente que ves,
llora en naciendo a sus pies,
pensando que las perdía.

DON JUAN:

  Ahora bien, aunque no tenga
en toda mi vida honor,
quiero que mi justo amor,
espada y mano detenga;
don Pedro a casarse venga,
tu palabra quiero ver,
que si supe defender
mujeres, en esta ofensa
será la mayor defensa
fiar mi honor de mujer.
  Que solo su defensor,
aquel puede ser llamado,
que su honor les ha fiado,
y su enemigo mayor,
quien no les fía su honor.
Yo pongo en ti mi esperanza,
que no es hacer confianza
de mujeres principales,
que hacerlas todas iguales,
es la más necia venganza.
  Cuanto les debo me acuerdo,
puesto que conozco ya
que algún maldiciente habrá
que no me tenga por cuerdo.
Con justa causa me pierdo
y me obligo a defendellas;
que más quiero yo por ellas
quedar contento de amallas,
y engañado por honrallas,
que libre por ofendellas.

(Vase.)


MARTÍN:

  ¿Puede haber mayor valor?

LEONARDA:

Él verá si le hay en mí.

(Sale FELICIANO.)
FELICIANO:

¿Estaba don Juan aquí?

LEONARDA:

Yo detuve su furor,
asegurando su honor,
por escusarte la muerte.

FELICIANO:

¿Cómo hablas de aquesa suerte?

LEONARDA:

¿Pues cómo tengo de hablarte,
si has querido aventurarte
a infamarme y a perderte?

FELICIANO:

  ¿Qué es lo que dices, Leonarda?

LEONARDA:

Que por no verte perder,
tengo de ser su mujer.

FELICIANO:

Lo mismo pretendo, aguarda.

LEONARDA:

Ya la traición te acobarda.
¿No era al principio mejor?
¿A un hombre de tal valor
a su hermana le has quitado,
habiéndote confiado
liberalmente su honor?

FELICIANO:

  ¿Yo quitado? ¿Estás en ti?

LEONARDA:

Di dónde la tienes, presto.

FELICIANO:

En tu aposento la he puesto;
desde entonces no la vi;
y, sospechoso de mí,
don Juan se la habrá llevado,
y pues ya te has declarado,
yo le tengo en mi aposento,
porque solamente intento
verme de su hermana honrado.

LEONARDA:

  ¿Tú has escondido a don Juan?

FELICIANO:

En mi cuarto le he tenido,
y él a su hermana ha escondido,
porque a don Pedro te dan;
que ya juntándose están
sus deudos para venir
a casarse.

LEONARDA:

Tú has de ir
a darle satisfación.

FELICIANO:

Antes de hacerle traición,
quiero mil veces morir.

(Vase.)


LEONARDA:

  Pues di, Martín, a qué efeto
don Juan con esta mentira
culpa a mi hermano; ¿eso mira
a mi defensa y respeto?
¿Cuál hombre noble y discreto
tal hubiera imaginado?
¿Dónde Martín la has llevado?
Tú la tienes, esto es cierto,
y que ha de costarte muerto
la vida que me has quitado.

MARTÍN:

  Esto solo me faltaba.

LEONARDA:

¿Dónde está? Dímelo presto,
que te sacaré los ojos
si no me lo dices luego.

MARTÍN:

Mira que nos ha engañado
Feliciano, y que es enredo;
que don Juan trata verdad.

LEONARDA:

No lo creo.

MARTÍN:

¿No lo creo?
¡Plega a Dios, si la he llevado,
que vuelva a darme otro beso
el mastín de la cocina,
y que entre gatos y perros
pase otra noche tan mala!
Pero déjame entrar dentro,
que quiero hablar a don Juan.

LEONARDA:

¿Qué fin tendrán mis sucesos?

(Vase.)
(Sale DON ANTONIO.)
DON ANTONIO:

Paréceme que te burlas
de mi obediencia y respeto;
tres recados te he enviado
de que ya viene don Pedro;
bien agradecida estás,
que aun sus joyas no te has puesto.
¿Qué tristezas son, Leonarda,
estas que afligen tu pecho?
¿No basta ser gusto mío?
¿No basta que yo lo quiero?
¿En qué andáis los dos hermanos?
¿Queréis acabarme presto?
¿No basta que diga un padre:
«dada la palabra tengo»?
No ha menester una hija
saber cuál hombre, cuál dueño
su padre le quiere dar;
que hay tal diferencia en esto,
que ella escoge con los ojos,
y él con el entendimiento.
Solo que te diga yo
(que solo tu bien deseo):
«cásate con quien hallares
dentro de aquel aposento»,
basta para obedecerme
y para saber que acierto.

LEONARDA:

Pues esa es tu voluntad,
digo, señor, que obedezco.

(Vase.)
(Sale DON PEDRO, galán, y acompañamiento.)
DON PEDRO:

Vengo a servirte y honrarme,
señor, con todos mis deudos;
dame tus pies.

DON ANTONIO:

Con los brazos
sale a recebirte el pecho.

DON PEDRO:

¿Adónde está Feliciano?,
¡qué poca ventura tengo!,
¿no honrarme en esta ocasión?

DON ANTONIO:

Yo y Feliciano tenemos
cierto disgusto.

DON PEDRO:

¿Soy yo
la causa? ¿No está contento
de ser mi cuñado? ¿Ya
este nombre y parentesco
le ha quitado el de mi amigo?

DON ANTONIO:

Vais de la ocasión muy lejos,
hele escondido una dama
y con este pensamiento
lo que siente por amor
no lo diré por respeto.

DON PEDRO:

¿Cómo no viene Leonarda?

DON ANTONIO:

Entremos en su aposento,
que ya debe de aguardar.

(Alzan el tapiz y están de las manos DON JUAN y LEONARDA.)
DON ANTONIO:

¡Válgame el cielo!, ¿qué es esto?

DON JUAN:

Es que estoy con mi mujer,
y de la mano la tengo.

DON PEDRO:

Pues si la tienes casada,
¿cómo, don Antonio, has hecho
a un caballero esta burla?

DON ANTONIO:

¿Yo burla?, viven los cielos
que ha de morir el traidor.

LEONARDA:

Paso, señor, que no pienso
que se dejara matar,
y yo disculpada quedo,
pues me mandaste casar
con quien en este aposento
hallase; yo hallé a don Juan.
Lo que mandaste obedezco.

DON ANTONIO:

¿Hay tal maldad?, Feliciano.
¡Feliciano!

DON PEDRO:

Si don Pedro
es el agraviado, él basta.

DON ANTONIO:

Mi aposento me han abierto.

(Alzan, por la otra parte, el tapiz, y véanse FELICIANO y DOÑA ÁNGELA, de las manos.)
FELICIANO:

Abrile yo, con razón,
las tiernas voces, oyendo
que mi mujer daba en él.

DON ANTONIO:

¿Qué mujer? Traidor, ¿qué has hecho?

DON JUAN:

Siendo la mujer mi hermana,
yo Castro y Portocarrero,
no hay que preguntar quién es.
Si la herida de don Diego
fue riñendo en ocasión,
como honrado caballero,
y él me pudo herir a mí,
bien sabéis que no le ofendo;
pero si estáis ofendidos...

DON PEDRO:

Señor don Juan, yo no siento
más herida que perder
la esperanza y el deseo;
pero no se pierda todo,
dadme los brazos, que quiero
ser vuestro amigo, y de todos.

DON JUAN:

Honrad, señor, vuestro yerno,
que aunque pobre, tiene sangre
del conde de Andrada y Lemos.

DON ANTONIO:

Cien mil ducados de dote
os quiero dar, porque al premio
del bien hablar demos fin.

DON JUAN:

No le deis sin que primero
salgan Martín y Rufina.

(Salen de las manos MARTÍN y RUFINA, vestidos de novios de graciosidad.)
MARTÍN:

Aquí, senado discreto,
están Rufina y Martín;
que nunca salgo de perros.

RUFINA:

Yo he menester un padrino.

MARTÍN:

A mis bodas, caballeros,
convido para mañana,
si no es que antes me arrepiento.