El premio del bien hablar/Acto II

Acto I
El premio del bien hablar
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

 

Salen DON JUAN y MARTÍN.
MARTÍN:

  Parece nuestra historia encantamento.

DON JUAN:

No lo parece si lo es.

MARTÍN:

Al día
abre las puertas con dorado aliento
la bella aurora que las flores cría.

DON JUAN:

Estaba (como digo) en mi aposento,
cuando la noche el filo igual tenía
en la balanza con que pesa estrellas,
más triste que ella suele estar sin ellas.
  Pensaba solo en mi querida hermana,
cuando oigo abrir la puerta, y que Rufina
me dice que Leonarda, más humana,
hablarme en su aposento determina.
Voy tras la esclava, como sombra vana,
mira tú con qué luz mi error camina,
y, asido de su enfaldo, a escuras llego
a la esfera bellísima del fuego.

DON JUAN:

  Una bujía, en una cuadra ardía,
y con vislumbre trémula enseñaba
lo que en la cuadra bien compuesta había,
que una cama de seda y oro estaba,
el ámbar de aire, en viento le servía,
que por las cuatro partes respiraba.
Allí yo te confieso que suspenso
llegar mi dicha por la posta pienso.
  «¿Qué os detenéis?», (me dice la mulata).
«Corred, cobarde, esta cortina luego.»
Y, descubriendo un cielo de oro y plata,
de una hermosa mujer me abrasa el fuego.
Yo, cuando pienso que Leonarda trata
de algún yerro de amor, que es siempre ciego,
conozco que es doña Ángela, mi hermana,
y fuese en humo mi esperanza vana.
  «¿Qué es esto (dije), dulce hermana mía?»
Y como con su rostro me juntaba,
sentí que huésped en la cama había,
que Leonarda de celos suspiraba.
Martín, yo te confieso el alegría
que ver mi hermana en tal lugar me daba;
pero que en parte me pesó, pues creo
que fuera más dichoso mi deseo.
  Después de hablar con ella más de una hora,
le dije: «¿Cómo este lugar tomaste,
pues era de Leonarda, mi señora?

DON JUAN:

¿Tan presto el noble término olvidaste?»
«Mandome (respondió) mudarle agora
para poder hablar cuando llegaste;
pasa de la otra parte, porque puedas
agradecer lo que obligado quedas.»
  «Yo escucho desde aquí», (dijo Leonarda);
y detúveme yo, cobardemente;
pero ella, presumiendo de gallarda,
remitió su temor a su accidente;
fingió que el animal, el que acobarda
más las mujeres, se atrevió a su frente.
Ya ves con qué donaire fingiría
el miedo, que era entonces osadía.
  Ya desvía las trenzas, ya la ropa,
ya del cuello los cándidos cambrayes,
ya se vuelve a cubrir con lo que topa,
mezclando alegre risa en dulces ayes.
Yo, viendo mi fortuna viento en popa,
le dije al corazón: «no te desmayes»,
cuando la luz a ruego suyo inclina,
aunque mulata su color, Rufina.
  Sueltos en crespos rizos sus cabellos,
ondas de la tormenta del espanto,
puso risueña, en mí, los ojos bellos,
no siendo el animal que temía tanto,
ratrató el alma entre las luces dellos,
y finjo, por la colcha que levanto,
que pasa el animal, y que le veo;
y era, lo que pasaba, mi deseo.

DON JUAN:

  No ha visto el mismo amor desde que miente,
que desde que nació mentir sabía,
tan bien fingido espanto y accidente,
más bien trazado para dicha mía;
y fuelo grande estar su hermano ausente,
(porque a acostarse le conduce el día),
que nos pudiera oír; mas la ventura,
cuando ella quiere, todo lo asegura.
  El rostro bajo a la bordada orilla
de la cama, por ver si hallaba el rastro,
y hallé una desmayada zapatilla,
que le faltaba el alma de alabastro.
Bien haya la limpieza de Sevilla,
porque por vida de don Juan de Castro,
que el más grave señor hacer pudiera
la limpia zapatilla bigotera.
  Con esto, a mi aposento vuelvo, y digo
a mi fortuna mil requiebros, tales,
que desde agora a no sentir me obligo
por tales bienes, los mayores males;
no ha sido el sueño de mi bien testigo,
que apenas en los fúlgidos umbrales
del cielo puso el pie la blanca aurora,
cuando me halló como me ves agora.

MARTÍN:

  Suceso estraño y último sosiego
de tu temor; más breve fue mi historia.
Por la mulata, a la cocina llego,
que andaba en esos pasos de tu gloria.
Dormía, echado en el umbral del fuego
un mastín que pudiera andar la noria.
Siento roncar, y paso a paso aplico
la humilde boca al temerario hocico;
  pero, a penas la boca en él repara
que olía a pepitoria, y no a camuesas,
cuando, ladrando, me agarró la cara
y en los carrillos me estampó las presas;
pues luego mi fortuna en eso para,
quiero correr, tropiezo en dos artesas,
y doy en la espetera con la frente,
despertando los gatos y la gente.
  Cuál me salta a la cara, cuál me agarra
por una pantorrilla, pierdo el tino,
muero en el puerto, y sin hallar la barra,
por embocar la puerta, desatino.
¿Qué galgo con cencerro o con guitarra,
sacudiendo la cola, huyendo vino
por las Carnestolendas, como salgo?
Las manos dejo, y de los pies me valgo.
  Pero ya que salí de la cocina,
huyendo del ladrante seguimiento,
por ir al aposento de Rufina,
de las conservas hallo el aposento.
¡Oh, bien haya don Juan la luz divina,
de cuanto vive, lustre y ornamento,
pues con ella a tus ojos he llegado,
oloroso, mordido y arañado!

DON JUAN:

  Gente suena, aquí te esconde
hasta que sepas quién es.

MARTÍN:

¿Tengo de hablarte después?

DON JUAN:

Mi soledad te responde.

(Vase.)
MARTÍN:

  Muy bien te puedes estar,
que es Leonarda mi señora.

(Sale LEONARDA.)
LEONARDA:

Martín.

MARTÍN:

Pareces aurora
en la luz, y el madrugar.
  Querrás andar en tu casa,
indiana en fin.

LEONARDA:

Otro fin
me ha despertado, Martín,
que de hacienda de Indias pasa.

MARTÍN:

  Dígolo porque tenéis
fama de ser miserables
por los trabajos notables
que en tierra y mar padecéis.
  Pero, ¿qué te ha levantado?

LEONARDA:

Un desasosiego injusto.

MARTÍN:

¿Es disgusto?

LEONARDA:

No es disgusto,
que no hay gusto con cuidado.

MARTÍN:

  ¿No será pena de amor,
que dan gusto sus desvelos?

LEONARDA:

No le puede haber con celos.

MARTÍN:

De celos es la mayor.
  Pero, ¿celos tú?, ¿de quién?

LEONARDA:

Mis celos son testimonio
de que se ha vuelto demonio
mi amor.

MARTÍN:

No lo entiendo bien.

LEONARDA:

  ¿Qué nombre le puedo dar,
si tengo de un ángel celos?

MARTÍN:

¿De eso nacen tus desvelos?

LEONARDA:

Si me ha querido engañar
  don Juan, por haber pensado
que le he de ayudar mejor,
engáñase, que el amor
no paga bien, engañado.
  Doña Ángela no es su hermana.

MARTÍN:

¡Es, por Dios!, y no es razón
que juzgues de su intención
por una apariencia vana.

LEONARDA:

  Yo sé que su dama es,
y que lo quiere encubrir,
y a mí no me ha de mentir
por tan pequeño interés;
  que me va la vida a mí
en tener mi libertad.
Él sabe mi calidad,
tan buena como él nací.
  Yo regalaré su dama;
no por eso ha de pensar
que es mejor aventurar
el crédito de mi fama.
  Ella es muy linda, ¡por Dios!,
y en él muy bien empleada,
ya la he visto despojada.
Bien se pagaron los dos.
  Hasta verla, tuve en duda
la voluntad y la vida;
desvelos me dio vestida,
celos me ha dado desnuda.
  No es cosa para sufrir;
que celos antes de amor,
es como necio acreedor
que firma sin recebir.
  Di que no me hable más
en lo que habemos tratado.

MARTÍN:

Si mi señor te ha engañado,
no vuelva a Madrid jamás.
  Plega a Dios, que un ignorante
me lea, ilustre señora,
en verlos, versos un hora,
y un mal músico me cante.
  Y que algún falso deudor,
de estos mohatreros viejos,
por audiencias y consejos,
haga pedazos mi honor.
  Plega a Dios que sea creída
la primera información,
y quítenme la opinión,
que sin opinión no hay vida.
  Que me vendan mis parientes
y me olviden mis amigos,
y que a mil falsos testigos
nazcan otros tantos dientes.
  Que sirva a señor ingrato,
y si hubiere lugar, quiero
que me tire un candelero
a quien pidiere barato,
  Que se aficione a capones
mi dama, por voces vanas,
y si tuviere tercianas,
me curen por sabañones.
  Que compita con bonete,
y me atruene un bachiller;
que hable grueso mi mujer,
y mi criado en falsete.
  Que me ensucien una aldaba,
cuando por llamar la tuerza,
y que me casen por fuerza,
que con voluntad bastaba.

LEONARDA:

  Ya te conozco, Martín,
para tordo eres mejor.
Yo entendí que tu señor
miraba otro blanco y fin.
  Lo dicho, dicho; no hay más.

MARTÍN:

Oye, señora, detente.
Escucha.

LEONARDA:

Vete, insolente.

(Vase.)
MARTÍN:

¿De esa manera te vas?

(Sale FELICIANO.)
FELICIANO:

  ¿Qué es esto?

MARTÍN:

Perdiose todo.

FELICIANO:

¿Quién sois, y qué hacéis aquí?

MARTÍN:

Señor, yo vine; yo fui.

FELICIANO:

Quien se turba de ese modo,
  bien claro dice quién es.

MARTÍN:

Soy cajero, y he vendido
unas randas que he traído,
como lo sabréis después.
  Si algunas voces he dado,
por mi dinero será.

FELICIANO:

Y la caja, ¿dónde está?

MARTÍN:

Aquí en frente la he dejado,
  de donde agora pasé.

FELICIANO:

¿Y a quién las habéis vendido?

MARTÍN:

Si a vuestra mujer ha sido,
o a vuestra hermana, no sé;
  y aquí estaba una esclavilla,
la cual, Rufina se llama.

FELICIANO:

No es mi mujer esa dama.

MARTÍN:

Yo sé poco de Sevilla.

FELICIANO:

  ¿De qué nación?

MARTÍN:

Turco soy.

FELICIANO:

¿Turco?

MARTÍN:

Digo de Turín.

FELICIANO:

¿Piamontés?

MARTÍN:

Sí, piamontín.
En grande peligro estoy.

FELICIANO:

  ¿De qué país del Piamonte?

MARTÍN:

De Illescas.

FELICIANO:

¿De Illescas?, ¿cómo?

MARTÍN:

Tal miedo de veros tomo;
porque yo soy de Belmonte.

FELICIANO:

  No me agradáis. ¡Ah, Leonarda!

(Sale LEONARDA.)
LEONARDA:

¿Es Feliciano?

FELICIANO:

Yo soy.

MARTÍN:

Gracias a los cielos doy;
nunca su socorro tarda.
  ¿A vuestra merced no he dado
unas randas, de que espero
en esta puerta el dinero?

LEONARDA:

Unas randas le he comprado.

FELICIANO:

  Perdonad, hombre de bien.

MARTÍN:

Las sospechas, caballero,
perdono, mas no el dinero.

FELICIANO:

Pagaros quiero también.
  Venid, amigo.

(Vase.)
LEONARDA:

Martín,
escuchad.

MARTÍN:

¿Qué me mandáis?

LEONARDA:

Que a verme siempre vengáis.

MARTÍN:

Pensé que dábamos fin
  a nuestros cuentos, por Dios;
pero más ventura fue,
pues descubierto podré
hablar, señora, con vós.

(Vase.)
LEONARDA:

  A las perlas del alba descogían
pintadas hojas las abiertas flores,
cuando, en alegre paz, dos ruiseñores
su nido sobre un álamo tejían.
Pero en el tiempo que coger querían
el fruto de sus cándidos amores,
llegaron otros dos competidores,
que cuanto fabricaban deshacían.
Las pajas de que ya vestido estaba
bañaron en cristal los arroyuelos
de una fuente que el álamo bañaba.
Así fueron mis ansias y desvelos
cuando pensé que nido fabricaba.
Tal fin promete amor, principio en celos.

(Sale DOÑA ÁNGELA.)
DOÑA ÁNGELA:

  ¿Estás sola?

LEONARDA:

¿No lo ves?

DOÑA ÁNGELA:

Mi hermano, Leonarda mía,
a asegurarte me envía,
para que de mí lo estés.
Suplícate que me des
crédito por desagravio
de tu amor, que no es tan sabio
amor, que, a no ser su hermana,
fuera la riqueza humana,
parte a sufrir un agravio.
  Y mucho lo estoy de ti
en no haberte parecido
aquello mismo que he sido
desde el día en que nací.
¿Por qué presumes de mí
que si yo fuera su dama
aventurara tu fama
infamando tu nobleza?
Porque no hay mayor bajeza
que ser tercero quien ama.
  ¿Mas, de qué sirven rodeos?
Para más seguridad,
pagaré con voluntad
de tu hermano los deseos.
Amor de honestos empleos,
no exceda, ni te levante
más que a ser cortés amante.
Mira tú si puede haber
para celos de mujer,
seguridad semejante.

LEONARDA:

  Doña Ángela, en tiempo breve,
no puede haber mucho amor.
Esto ha sido que el amor
se previene a lo que debe.
Cuando una mujer se atreve
a amar, mire los sujetos
causa de iguales efetos;
que examinar el valor
antes de tener amor
es prevención de discretos.
  Nunca aventuran la fama
tan presto nobles mujeres,
si, como su hermana eres,
fueras, Ángela, su dama.
¿Qué nobleza no se infama
amando lo que es ajeno?
Ya tengo tu amor por bueno,
ya con mis celos acabo;
tu satisfación alabo
y mi sospecha condeno.
  Si a mi hermano favoreces,
daré favor a tu hermano,
que ya sabe Feliciano
lo que vales y mereces.
La fortuna muchas veces
ofrece las ocasiones,
si a las Indias te dispones,
aquí es mejor que te pares,
sin andar por altas mares,
peregrinando naciones.
  Aficioneme de ver
que sacase un caballero
en mi defensa el acero,
solo porque soy mujer.
Ángela, no he menester
dineros, sino contento;
ayuda mi pensamiento
que, fuera de mi nobleza,
no hay en las Indias riqueza,
que iguale tu casamiento.

DOÑA ÁNGELA:

  Yo, señora, haré tu gusto,
fuera de ser de mi hermano.

LEONARDA:

Daba a don Pedro la mano,
no con pena ni disgusto;
pero ya querer es justo,
a quien defiende mi honor.

(Sale RUFINA.)
RUFINA:

Don Antonio, mi señor,
viene con don Pedro a hablarte.
Escóndete.

DOÑA ÁNGELA:

¿Si es casarte?

LEONARDA:

No hay obediencia en amor.

(Vase ÁNGELA.)
(Salen DON ANTONIO y DON PEDRO.)
DON ANTONIO:

  ¿En tal peligro queda?

DON PEDRO:

No parece
que una hora puede dilatar la vida.
Mengua el valor y el accidente crece.
  Mi casa queda toda reducida
a sola mi persona.

DON ANTONIO:

Si en vós queda,
será más aumentada que perdida.

DON PEDRO:

  Bastante hacienda y mayorazgo hereda
quien solo quiere ser esclavo vuestro,
cuando esta dicha el cielo me conceda.

DON ANTONIO:

  Vós conocéis el justo amor que os muestro.
Aquí está mi Leonarda, que en su gusto
sabéis, don Pedro, que se mueve el nuestro.
  Leonarda, sin respuesta, sin disgusto,
hoy se ha de hacer este concierto, hoy quiero
que lo que quiero yo, tengas por justo.
  Es don Pedro tan noble caballero,
que quiero honrar mi casa de la suya.
Doyle, sin joyas tuyas, en dinero,
  cuarenta mil ducados, aunque es tuya
mayor parte después; dale la mano
para que la escritura se concluya.
  Mayorazgo he fundado en Feliciano,
ya sabes que es razón, diez mil de renta
(gracias a Dios), le quedan a tu hermano.
  Que en la nobleza y las virtudes cuenta,
tiene por dote de mayor decoro,
lo que la vida y la opinión aumenta.

DON PEDRO:

  Si llevo en mi Leonarda tal tesoro,
¿no me basta saber que es prenda mía?
¿Qué valor en su pie merece el oro?

LEONARDA:

  Estimo vuestra noble cortesía,
señor don Pedro, aunque yo estaba ajena
de que la dicha que decís tenía.
  Esto solo os respondo.

DON ANTONIO:

No condena
la vergüenza jamás estas acciones.
Vamos adentro, no la demos pena.

DON PEDRO:

  No voy contento yo de sus razones,
disgusto me parece que ha sentido.

DON ANTONIO:

Fingen disgusto en estas ocasiones.

DON PEDRO:

  Poco dichoso con Leonarda he sido.

DON ANTONIO:

Aquel encogimiento fue forzoso.

DON PEDRO:

Aun no fui de sus ojos admitido.

DON ANTONIO:

  Vós lo seréis cuando seáis su esposo.

DON PEDRO:

Dadme licencia que después la vea.

DON ANTONIO:

Dueño sois de esta casa.

DON PEDRO:

Venturoso
padre y señor quien tanto bien posea.

(Vanse los dos.)
LEONARDA:

  ¿Quién pensara que tan presto
tuvieran fin semejante
mis pensamientos altivos?

RUFINA:

¿Puede mi señor forzarte?

LEONARDA:

Puede quitarme la vida.

(Salen DON JUAN y MARTÍN.)
DON JUAN:

Déjame, necio.

MARTÍN:

¿Qué haces?

DON JUAN:

¿Qué tengo de hacer? Morir.

MARTÍN:

¿Pues de esa manera sales?

LEONARDA:

¿Qué es esto, don Juan?

DON JUAN:

Perderme.

LEONARDA:

¿Adónde vas?

DON JUAN:

A matarme.

LEONARDA:

¿Por qué, señor?

DON JUAN:

Por tu gusto.

LEONARDA:

¿Gusto de qué?

DON JUAN:

De casarte.

LEONARDA:

¿Oíste a mi padre?

DON JUAN:

Sí.

LEONARDA:

¿Pues qué dijo?

DON JUAN:

Que me mates.

LEONARDA:

¿Yo qué respondí?

DON JUAN:

Tibiezas.

LEONARDA:

¿Y don Pedro?

DON JUAN:

Necedades.

LEONARDA:

Sosiégate.

DON JUAN:

¿Cómo puedo?

LEONARDA:

¿Digo el sí?

DON JUAN:

Bastó callarle.

LEONARDA:

Necio estás.

DON JUAN:

Soy desdichado.

LEONARDA:

Y yo mujer.

DON JUAN:

Eso baste.

LEONARDA:

Háblame bien.

DON JUAN:

Estoy muerto.

LEONARDA:

Escucha.

DON JUAN:

¿Qué he de escucharte?

LEONARDA:

Eso es locura.

DON JUAN:

Es por ti.

MARTÍN:

Parecen representantes,
que saben bien el papel.

LEONARDA:

Martín, así Dios te guarde.
¿Siente don Juan lo que dice?

MARTÍN:

¿Si lo siente? ¡Qué donaire!
Pues, vesle salir sin seso,
¿y preguntas disparates?

DON JUAN:

¡Ea, Martín! ¡A embarcar!

MARTÍN:

¿Cómo quieres que me embarque;
si he empleado mi dinero
en holandas y cambrayes?
Soy de esta casa cajero.
Pesquele quinientos reales
a Feliciano, y pretendo
tratar en Italia y Flandes.

DON JUAN:

Digo que te embarques luego.

MARTÍN:

¿Dónde tengo de embarcarme?

DON JUAN:

Dentro del mar de mis ojos.

MARTÍN:

Notables sois los amantes.

DON JUAN:

Mas no, que corre tormenta,
y era forzoso anegarte.

LEONARDA:

Ve, Rufina, al corredor,
porque puedas avisarme;
tú, Martín, lince has de ser
en la puerta de la calle,
que quiero hablar libremente.

RUFINA:

Yo voy.

MARTÍN:

Y yo a ser Alcaide.

(Vanse los dos.)


LEONARDA:

Don Juan, las ingratitudes
ofenden las voluntades,
mucho en poco tiempo debes
al alma que supo amarte.
¿Cuál hizo más de los dos?
¿Tú en quererme o yo en dejarme
engañar de los requiebros,
cosa a los hombres tan fácil?
¿Qué mudanza has visto en mí?
¿Qué es lo que dije a mi padre?
¿Qué te obliga a hacer locuras?
¿Puede por fuerza casarme?
No puede, y más que te busca
Feliciano por mil partes,
obligado a defenderte,
por mi inclinación notable
al servicio de tu hermana.
Por Dios, don Juan que repares
en la pena que me das.

DON JUAN:

No sé como puedo hablarte
con las desdichas presentes,
porque es razón que me alcancen,
que quien escucha, oiga mal.
Lo que escuché fue bastante
para temer la caída
de mi fortuna mudable.
Si tu padre, prenda mía,
con resolución tan grande
quiere casarte, ¿qué importa,
que tú con tu hermano trates
resistir la voluntad?

LEONARDA:

No hayas miedo que me case
con don Pedro, don Juan mío,
que si de mi hermano sabes
que desea conocerte,
no será mi padre parte
para casarme por fuerza.

DON JUAN:

¡Qué notables tempestades
corre esta pobre barquilla
en dos tan breves instantes!
¿Es posible que en dos días
cosas por un hombre pasen,
que aun en dos años parecen
imposibles de contarse?
Mil veces en mi aposento
pienso que puedo engañarme,
porque me niego a mí mismo
ser tan presto y ser verdades,
o, por lo menos, que duermo,
y que sueño disparates,
por más que los nacimientos
conciertan las amistades.
Entré, señora, en tu cuadra;
vi con doña Ángela un ángel,
y por unas celosías
de cabellos descuidarse
blanco marfil mal ceñido
de lágrimas orientales,
vi dos manzanas de nieve,
escritas de azul esmalte,
y dije: «¡Bien haya el árbol
donde tales frutos nacen!»

DON JUAN:

Luego vi encubrirse todo,
quedando solo en cristales
unos rayos que tenían
breves grillos de diamantes.
Vine con esto más loco,
olvideme de mis males,
que no esperados placeres
olvidan grandes pesares.
Prometime de tener
dueño que el mundo envidiase,
rico, noble, hermoso, ilustre,
de alto valor, de alta sangre,
en pago de la defensa,
y alabanzas inmortales;
que me deben las mujeres
honras, virtudes, linajes,
desde que ceñí la espada,
no sufriendo que afrentasen
mujer ninguna a mis ojos,
lo cual me ha costado cárcel,
heridas, perder la patria,
envidias, enemistades,
oficios, cargos, hacienda,
hasta que puede obligarte
con lo que sabes, señora,
que te ha obligado a ampararme.
Y apenas quise salir,
no a dejar mis soledades,
sino por ver si te vía,
cuando el sueño se deshace,
oigo decir que te casas,
y oigo decir que me maten.

LEONARDA:

Don Juan, un hombre valiente,
¿tan tiernos estremos hace?
Mirad que entrastes muy bravo
para salir tan cobarde.
¿Qué seguridad queréis
para que con vós me case?

DON JUAN:

Una firma suele ser
firmeza de amor constante.

LEONARDA:

Voy a escribir un papel.

DON JUAN:

¿Y firmarasle?

LEONARDA:

Esperadme.
Mal conocéis las mujeres
con amor.

DON JUAN:

El cielo os guarde.
(Vase.)
  Fortuna que a Sevilla me trujiste,
huyendo del rigor en que me hallaste,
¿en qué mar a las Indias me embarcaste,
que con tal brevedad me enriqueciste?
Mas no es el fin del bien que le conquiste,
si de la posesión te descuidaste,
pues para más tristeza me alegraste,
que no hay alegre bien si el fin es triste.
No me des dichas para no gozallas,
no me des glorias para no tenellas,
ni el breve bien que en esperanzas hallas;
que no pudiendo asegurarse dellas,
parece que es más dicha no alcanzallas,
que vivir con el miedo de perdellas.

(Al entrarse DON JUAN, sale FELICIANO.)
DON JUAN:

  ¿Quién es? ¡Notable desdicha!

FELICIANO:

¿Qué es lo que mandáis aquí?

DON JUAN:

(Aparte.)
Aunque perderla temí,
muy breve ha sido mi dicha.
  Aquí no hay otro remedio
como decir la verdad,
que será temeridad
perder lo que hay de por medio.
  ¿Sois Feliciano?

FELICIANO:

Yo soy.

DON JUAN:

A vós os busco.

FELICIANO:

¿A qué efeto
me buscáis?

DON JUAN:

Yo soy don Juan
de Castro y Puertocarrero.

FELICIANO:

¿Sois el que a don Diego hirió?

DON JUAN:

Soy el que ha herido a don Diego.

FELICIANO:

Saco la espada.

DON JUAN:

Esperad,
y sabréis a lo que vengo.

FELICIANO:

Vós, a matarme vendréis.

DON JUAN:

Oídme, señor, os ruego,
dos palabras.

FELICIANO:

Ya os escucho,
aunque es por cierto respeto.

DON JUAN:

¿Sabéis (que sí lo sabréis),
que reñimos bueno a bueno
don Diego y yo?

FELICIANO:

Bien lo sé.

DON JUAN:

Pues, según eso, ¿qué debo
entre caballeros nobles?

FELICIANO:

De todo estoy satisfecho.

DON JUAN:

Esto es cuanto a la herida,
porque a vós, que no a don Pedro
doy esta satisfación.

FELICIANO:

El término os agradezco.

DON JUAN:

Donde he estado retirado,
ha una hora que me dijeron
que la señora Leonarda,
con noble y piadoso pecho,
trujo a doña Ángela aquí.
Yo, como, en fin, forastero,
no conociendo las partes
con el honor que profeso,
por las tapias de la huerta
desamparé el monasterio,
y aventurando la vida,
a ver quién la trujo vengo.
Entré loco por la casa,
pero en sabiendo los dueños,
os pido humilde (que es justo),
perdón de mi atrevimiento.
Suplícoos que la amparéis,
hasta que me vaya al puerto,
que en casa tan principal
pienso que la puso el cielo.
Con esto y vuestra licencia,
al monasterio me vuelvo,
y si saliere justicia
(cosa que volviendo temo),
las manos me han de valer,
que a los pies poco les debo.

FELICIANO:

Puesto que yo soy amigo
de don Pedro y de don Diego,
lo soy más de la verdad
y del valor de los pechos.
A estas horas puede ser
que esté don Diego muriendo,
ya que por tan justa causa,
en peligro os habéis puesto;
no habéis de salir de aquí,
porque no es justo, ni quiero,
si no es que yo os acompañe,
que si de Leonarda el celo
fue amparo de vuestra hermana,
también obligado quedo,
por ella, por vós, por mí,
y por Leonarda, a teneros
en mi casa, hasta que vais
seguro a Cádiz, o al puerto.
¿Haos visto alguno en mi casa?

DON JUAN:

Ninguno.

FELICIANO:

Pues mi aposento,
sin que lo entienda mi hermana,
ni mi padre, daros quiero.

DON JUAN:

Echareme a vuestros pies.

FELICIANO:

Aquel es del cuarto nuevo.
Esta es la llave, tomad,
id aprisa, cerrad presto,
y advertid que hay una puerta
por donde, si no habláis quedo,
os puede escuchar mi hermana,
por eso andad con silencio,
que a sus aposentos sale.

DON JUAN:

Mil años os guarde el cielo,
que desde hoy prometo ser
para siempre esclavo vuestro.

(Vase.)
FELICIANO:

  ¿Qué pudo imaginar mi pensamiento,
que del alma viniese a la medida,
como hallar a don Juan, en cuya vida
estriba de mi amor el fundamento?
Cuando temí, para mayor tormento,
mi muerte en el rigor de su partida,
de los cabellos la ocasión asida
dispone a dulce fin mi atrevimiento.
Ya estaba el alma sin tener sosiego,
vestida de mortal desconfianza;
pero valiome la esperanza luego.
Ella es el bien, mientras el bien se alcanza,
que como el árbol es materia al fuego,
así vive el amor con la esperanza.

(Sale LEONARDA.)
LEONARDA:

  Como mi hermano ha venido,
don Juan se escondió.

FELICIANO:

Leonarda,
¿qué hay de nuevo?

LEONARDA:

Que me aguarda
un mal también prevenido.
  Con don Pedro está firmando
mi padre las escrituras.

FELICIANO:

En voluntades seguras,
¿quién puede temer amando?

LEONARDA:

  Si tú no temes, yo sí,
que hacer este casamiento
estorba mucho tu intento.

FELICIANO:

Leonarda, después que vi
  a doña Ángela, que adoro,
sin saber quién es don Juan,
mil pensamientos me dan,
cuyos efetos ignoro.
  ¿Quieres a don Pedro bien?
¿Quieres casarte?

LEONARDA:

No hay cosa
cual una pregunta ociosa,
con que más penas me den.

FELICIANO:

  No te puedo encarecer
lo que me alegra escucharte,
porque a serlo, solo es parte
querer tú ser su mujer.
  Este ha de ser enemigo
de doña Ángela, si muere
su hermano, pues quien lo fuere,
¿cómo puede ser mi amigo?
  ¿Tengo de tener cuñado
que a doña Ángela persiga?

LEONARDA:

Feliciano, amor te obliga
de un ángel bien empleado.
  Por ti no quiero casarme,
que también a mí me dan,
sin conocer a don Juan,
pensamientos de guardarme.
  Sin saber por qué, me guardo
de lo que los dos intentan.

FELICIANO:

Por tu vida, que me cuentan
que es el hombre más gallardo
  que ha venido de Castilla.
Que en un monasterio está,
donde a visitar le va
lo más noble de Sevilla.
  ¿Quieres que vaya por él
para que a su hermana vea?

LEONARDA:

Claro está que lo desea,
mas, ¿cómo vendrás con él?

FELICIANO:

  En un coche, con recato.
Honor, no es esto ofenderos,
 (Aparte.)
que antes es ennobleceros
lo que con Ángela trato.

LEONARDA:

  Busca a mi padre, y dirás
esto que sabes de mí.

FELICIANO:

Yo voy; advierte, que aquí
esa palabra me das.

LEONARDA:

  De don Juan digo que soy,
si tú quieres que lo sea,
aunque nunca a don Juan vea.

FELICIANO:

Loco por Ángela estoy.

(Vase.)
LEONARDA:

  Bueno es ir por él agora,
y dentro de casa está,
Vivid, esperanza, ya.
¿Oyes, Rufina?

(Sale RUFINA.)
RUFINA:

¿Señora?

LEONARDA:

  Abre ese aposento y llama
a don Juan.

RUFINA:

En él entré
denantes, y no le hallé;
hice de espacio la cama,
  y como vi que no vino,
fuime.

LEONARDA:

¿Dónde puede estar?
Que, no habiendo otro lugar,
pareciera desatino.
  ¡Ay de mí si se partió
temiendo mi casamiento!

RUFINA:

Pues él no está en mi aposento,
lo mismo imagino yo.

LEONARDA:

  Él se fue desconfiado.
¿Qué haré? Muerta soy, ¡ay, cielos!
¡Estraña fuerza de celos!

RUFINA:

Si se fue, ¿qué te ha llevado,
  que los ojos de agua llenos,
haciendo estremos estás?

LEONARDA:

Del alma lleva lo más,
del cuerpo lleva lo menos.

(Salen DOÑA ÁNGELA y MARTÍN.)
DOÑA ÁNGELA:

  Leonarda.

LEONARDA:

Ángela.

DOÑA ÁNGELA:

¿Qué es esto?

LEONARDA:

Don Juan es ido, estoy loca.

DOÑA ÁNGELA:

¿Don Juan?

LEONARDA:

Con causa tan poca,
que se echa de ver cuán presto
  olvida quien presto quiere.

MARTÍN:

No era muy poco temer
ser de don Pedro mujer,
para que su muerte espere.

DOÑA ÁNGELA:

  No me puedo persuadir
que me dejase mi hermano.

LEONARDA:

Pues que te ha dejado es llano,
para dejarme morir.

MARTÍN:

  Él no salió por la puerta.

LEONARDA:

Sí salió, que siendo bien
cuando se va no le ven.

MARTÍN:

Tu hermano viene.

LEONARDA:

Estoy muerta.

(Salen FELICIANO y DON JUAN.)
FELICIANO:

  Ángela, para alegraros
os traigo lo más que puedo;
dad los brazos a don Juan.

DON ANTONIO:

¿Don Juan, mi hermano?

LEONARDA:

¿Qué es eso?

FELICIANO:

En un coche, con amigos,
le saqué del monasterio.

DON ANTONIO:

¿Cómo no hablas, hermano?

DON JUAN:

Porque enmudece el contento
que viene sin esperanza.
Mucho a estos señores debo,
pues en tan grave desdicha
tanta merced nos han hecho.
¿Es la señora Leonarda?

LEONARDA:

Yo soy, a servicio vuestro.

DON JUAN:

No solo os beso los pies,
la tierra que pisan beso.

LEONARDA:

En estremo he deseado,
señor don Juan, conoceros;
que por allá habréis sabido
lo que a doña Ángela quiero.

DON JUAN:

Sé la merced que la hacéis,
digna de tan nobles pechos.
Ya mi desgracia supistes.
Con razón temo a don Pedro,
que es quien pretende matarme,
mas ya me ha muerto de celos.

LEONARDA:

(Aparte.)
¿Mataros?, no lo creáis,
no matará si yo puedo,
que hay muchos en esta casa
que pretenden defenderos.

DON JUAN:

Como el señor don Antonio
le quiere para su yerno,
de que os doy el parabién,
con justa razón le temo.

LEONARDA:

Pues no temáis, que he de ser
 (aunque por padre le tengo),
de quien quisiere mi hermano,
que solamente obedezco.

FELICIANO:

Yo te casaré, Leonarda,
y no será con don Pedro.

LEONARDA:

Mil veces te doy los brazos,
y el pensamiento agradezco.

FELICIANO:

¿Parécete bien?

LEONARDA:

Sí, hermano.

MARTÍN:

Abrace vusté al cajero
de casa.

DON JUAN:

Con mucho gusto.

MARTÍN:

Randas y cambrayes vendo;
si hay bodas, no hay que sacar
de Cal de francos, que tengo
ciertas holandas, manteles,
más que el propio pensamiento.
Comencé sin una blanca,
y a la primer flota pienso
enviar cuarenta fardos,
y tres doblando el dinero,
cargados naves que valgan
siete mil y cuatrocientos.
Luego compro mi lugar,
y en un coche me paseo;
miro grave y hablo culto,
y quito el sombrero a dedos.
Tres cosas hacen los hombres,
y los levantan del suelo:
las armas, letras y el trato.
Armas, no las apetezco,
viendo mil soldados mancos,
sopones de los conventos;
letras, no las aprendí;
trato desde aquí comienzo.
Fortuna, pues eres dama,
cuatro moños te prometo,
y diez naguas de algodón,
con que estés gorda tan presto,
que encubras por lo estofado
las cantimploras del suelo.

RUFINA:

Mi señor viene.

FELICIANO:

Don Juan,
volveos al monasterio,
que sabéis que cada día
ir a buscaros prometo,
y fiad de esta palabra.

DON JUAN:

Honráis un esclavo vuestro.
Adiós, señora Leonarda,
adiós, Ángela.

DOÑA ÁNGELA:

Los cielos
os libren, don Juan.

LEONARDA:

Y os guarden
para lo que yo deseo.