El poeta en la tertulia de confianza 2

El Museo universal (1868)
El poeta en la tertulia de confianza 2
de Luciano García del Real.

Nota: Se ha conservado la ortografía original.
De la serie:

COSTUMBRES.

EL POETA EN LA TERTULIA DE CONFIANZA.

(Conclusión)

—¡Cómo ha de ser! exclamó Carvajal con irónica modestia, en la cual un observador perspicaz hubiera visto el desprecio más profundo; yo no soy poeta como el memorialista.

—No, señor, no; usted es mucho mejor.

—El memorialista tendrá más facilidad, gritó otra voz.

–Iremos, pues, a buscarle, añadió el joven, si él consigue dar gusto a ustedes.

—¡Cá! en manera alguna.

–Vuelva usted por su fama, y no nos acordaremos del memorialista.

Apurábase ya la paciencia de nuestro héroe, y resuelto estaba a contestar ruidosamente a tales sandeces, cuando doña Mónica, la única persona allí capaz de sentir la aproximación de la tempestad, por lo mucho que le interesaban los menores movimientos del que iba a fulminarla, se apresuró a manifestar con cierto aire de suficiencia que indicar quería un íntimo conocimiento de los secretos del poeta, conocimiento que era un sueño dorado de la viuda, que si la sociedad contuviese un instante su impaciencia, tendría la delicia, palabras textuales, de saborear unos versos más dulces que los sabrosísimos pasteles del próximo buffet.

Razón tenía doña Mónica. Así evitaba la tormenta. Don Jacinto quedó anonadado.

No se atrevió a replicar.

La viuda gozaba en su triunfo. ¡Veía a su adorado cubierto de rubor y lleno de asombro! Indudablemente, le había dado el golpe de gracia. Imperaba en su corazón. ¡Pobre Mónica! ¡Pobre poeta! «Perdónalos, recordaba, perdónalos, padre, porque no saben lo que hacen.}


IV.

El desdichado hijo de las musas, con un valor heroico, con una abnegación sin ejemplo, metió su mano temblorosa en uno de los bolsillos de su levita, sacó un papel entre una granizada de «bravos» lo desdobló ante una andanada de «magníficos» y, con la fiebre de la cólera contenida, con el temblor de la vergüenza, leyó unas redondillas dedicadas a la señorita doña Socorro de Cordiales, en sus días.

El entusiasmo de los concurrentes rayó en delirio. Asediaron, cogieron, abrazaron, estrujaron al autor, y hubiéranle llevado al buffet en triunfo, a no haberse él deslizado de entre sus manos, a no haber rechazado caricias tan expresivas, con más ligereza y gravedad que las que ellos quisieran.

Doña Lorenza no cabía en su casa de satisfacción. Estaba hecha una pava; Socorro una pavita.

Doña Mónica aplaudía muy alto y murmuraba muy bajo. Lo propio sucedía con casi todas las demás señoras y con las señoritas. La envidia estaba haciendo de las suyas.

Mas pronto el buffet acalló estas sordas murmuraciones.

¡Oh mágico poder de la bucólica! como exclamaría un martirizador de nuestro idioma.

Y en honor de la verdad, aquel buffet o «cena de familia,» según doña Lorenza, podría competir dignamente con los que La Correspondencia de España, digo, la Fama, pregona con bombo y platillos que tienen lugar en los soberbios salones del gran mundo, si no en la elegancia del servicio, en lo apetitoso de los manjares. Había bastante de lo que os deleita, señoras y caballeros que os embobais ante los escaparates de Lhardy.

Doña Lorenza se había excedido aquel día de un modo extraordinario, «porque era el santo de su Socorro, que aquel año mismo vistiera de largo, porque tenía su atillo de onzas, y porque les honraba el brillante poeta don Jacinto Carvajal.»

Ni más ni menos, dijo a la escogida sociedad, al sentarse a la mesa.

Ni más ni menos, todo el abundante repertorio del buffet desapareció como por encanto. Lo que no albergaron los estómagos, lo recogieron los bolsillos, y más de un lamparón en los vestidos proclamará eternamente las glorias de la tertulia de doña Lorenza.

Breve descanso para el poeta, pero después de haber prometido brindar en verso.

Se hacía la ilusión de que entonces había de terminar el suplicio. ¡Vana esperanza!

Doña Lorenza guardaba como oro en un paño, ignorando su valor, una de las composiciones más bellas de don Jacinto, la cual un amigo de éste había tenido la debilidad de entregarle, conociendo la grande amistad de sus respectivas familias.

Eran unos versos de amor, donde rebosaba el sentimiento.

¡Figuraos el triste asombro del joven á la apremiante invitación de su lectura!

V.

Leyó.

En vano allí buscaban sus ojos un ser que comprendiese, bástanle la ternura, la armonía y la delicadeza de su composición.

Más subyugados que conmovidos por su acento, aplaudían los concurrentes como autómatas. No se filtraba en sus almas la electricidad de la belleza.

Del mismo modo que sienten los salvajes la existencia de un ser superior, cuando adoran á cualquier objeto de la naturaleza que son incapaces de imitar, pero no adivinan toda la grandeza de dicho sér, y desconocen sus atributos sublimes, y miran atónitos la ardiente luz del sol, y les pasma la venida de la noche, y les deleita un cristal, y les aterroriza un relámpago, é ignoran el por qué, asi don Zenón, el administrador y don Silvestre, el boticario, y la viuda doña Mónica, y doña Lorenza, y su hija, y todos ellos, en una palabra, sentían la verdadera belleza, gran belleza en los poéticos acentos del jóven, pero les era imposible penetrar en el santuario de tanta hermosura estábales vedado aspirar todo su perfume, contemplar todo su encanto.

¡Ay! si hubiera sido esto sólo!

Poro oid, oid, lectores, á la niña Socorro.

—Linda poesía, y ¡cómo se parece á aquella otra que escribió para la Brígida el escribiente de don Lucas el escribano!

—¡Cá, niña! interrumpió su madre, ¿(pié tiene que ver? aquella no acaba en copla tan bien como ésta! ¡Va diferencia!

Don Jacinto no pudo oír mas Rojo de cólera y de vergüenza, protestó una ligera indisposición y se despidió en breves palabras de la maldita tertulia de confianza. No corría, volaba por las calles, cuando yo lo encontré, a mi salida del Circo.

—¿Eh? don Jacinto, amigo mío,—le grité: —¿á dónde diablos camina usted de esa manera? No me contestó, y añadí:

—Pues hombre, no hace tanto frío para que...

—Déjeme usted con mil santos, digo con mil basiliscos, porque voy...

—¿Adonde? ¿á dónde? (Este hombre se va á matar). ¡Don Jacinto, don Jacintooooo!!

Y lo tiré del faldón de la levita, y cayó en mis brazos, y me refirió cuanto acababa de sucederle.

—Si yo no me arrojo al Canal, arrojaré todos mis versos,—decia delirante.— ¡Malditas sean las tertulias de confianza! ¡Maldita mil veces la hora en que recibí aquella malditísima carta! Maldita... pero,[oiga usted; que escarmienten los incautos; es-rcriba,usted—para que lo sepa el mundo entero—el suplicio del poeta en la tertulia de confianza.

Luciano García del Real.