El pesimista corregido: 21
Tal le ocurrió a la infeliz Elvira. Sin el menor recelo instalóse junto a un foco eléctrico muy cercano, que, alumbrando dura y oblicuamente sus facciones, exageraba las incipientes y casi imperceptibles arrugas de los veintisiete años, y hacía resaltar cruelmente los menores accidentes y defectos de la piel. Para colmo de desgracia, el rostro de nuestra heroína distaba mucho de ofrecer aquellos días la primaveral frescura y lozanía de otros tiempos. Deslustrábanle no poco las reliquias de reciente erisipela y los efectos irritantes del frío invernal (enemigo terrible de las encarnaciones delicadas y de los cutis finos). Contra su costumbre, pues, tuvo la pobre que recurrir al uso y aun abuso de los afeites.
En vano buscaba Juan, presa del mayor estupor, la correspondencia que pudiera haber entre aquel inverosímil montón de carne femenina erizado de verrugas, vergas, costras y escamas, y la poética imagen de la niña gentil guardada en el relicario de su memoria. ¡Qué decepción! Convertida aparecía la cabeza en bosque impenetrable de pardos y céreos bambúes, manchados de caspa, charcas de esencias y colonias de hongos microscópicos. En los labios y mejillas refulgía, a la luz eléctrica, un empedrado desigual de granos rojos y blancos, es decir, de partículas de carmín y blanco de bismuto. Grumosas y apelmazadas por el cold-cream, cubrían el vello de mejillas y frente estratificaciones y estalactitas de polvo de arroz, es decir, de globos de almidón. Por entre los claros del bosque capilar y los témpanos feculentos asomaban acá y allá, a guisa de enhiestos monolitos, extensas, translúcidas y abarquilladas películas epidérmicas, sobre las cuales yacían agazapadas serpenteantes ristras del estreptococo de la erisipela. En fin, para completar este cuadro de fealdad mencionemos todavía, en los párpados, la presencia de rastros fuliginosos, es decir, de fragmentos colosales de carbón vegetal, que prestaban a los ojos grotesca expresión de clown, y en los labios la de una saliva viscosa, donde, muy a su talante y sabor, gesticulaban y nadaban viveros de bacterias.
Aquello no parecía la angelical compañera del hombre, sino un paquidermo gigantesco y desaseado, un animal antediluviano de especie ignota, capaz solamente de inspirar lástima y repugnancia. ¡Qué tremenda desilusión!
¡Y a esto se reduce, en el fondo pensaba Juan para sus adentros, la tan decantada belleza femenil, la eterna Elena, subyugadora del hombre y principio y causa de tantos desatinos, desvaríos y crímenes! ¡Y todo para recibir, cual galardón supremo, en nuestros codiciosos labios, la ola nauseabunda de los microbios salivales y sentir en la piel el rudo contacto de una epidermis que se desconcha y de un escobillón de cerdas que se dobla!...
Después de dirigir a las damas del palco algunas palabras vulgares y corteses, al objeto de disimular el infinito desencanto de su corazón, Juan levantóse para despedirse.
Y en el momento en que Elvira, con la sonrisa en los labios, modulaba, con voz dulce y acariciadora, un "Hasta la vista, Juan", algunas microscópicas gotas de saliva, proyectadas de la adorable boca, vinieron a rociar el rostro y tersa pechera de nuestro protagonista. El cual, sin parar mientes en la desatención que cometía, limpióse rápidamente la cara y manos, como si sobre ellas hubiera caído algún líquido corrosivo.
¡Era que en las salpicaduras del aliento de su amada, otro tiempo aspiradas con deleite, había creído divisar, cual vagas y amenazadoras sombras, las cápsulas del diplococo de Frõnkel, del temible agente infeccioso de la pulmonía.
La altiva Elvira sorprendió aquel gesto descortés, y en su despecho hizo propósito de no olvidarlo jamás.