El pesimista corregido: 20
IV
Poco tiempo después de la exploración que acabamos de referir, y cuando ya iba nuestro protagonista habituándose a los excesivos resplandores de la luz y a las extravagancias y sorpresas de aquel mundo tan real, como inverosímil, ocurriósele cierto día asistir a una función del teatro Real.
Llevábale al aristocrático coliseo su pasión por la música. Y como sabía bien que desde galerías y palcos las decoraciones, así como los rostros y trajes de los cantantes, le harían deplorable efecto, resolvió hacer caso omiso de sus impresiones visuales y atenerse exclusivamente a las acústicas, por fortuna absolutamente normales. Y no halló para ello mejor expediente que instalarse en el más oscuro y olvidado rincón del paraíso.
Finalizaba el primer acto de Carmen, y resonaban aún en la sala los ruidosos aplausos de la claque, cuando nuestro dilettante descubrió en un palco a su antigua prometida. Sin poder contener los impulsos de su corazón (pues todavía la amaba), y resuelto al mismo tiempo a someter a su ex novia a la implacable, anatomía del análisis micrográfico, abandonó su rincón y bajó a saludarla.
El acto que iba a realizar no podía molestar a la familia de don Tomás. Nuestro héroe había renunciado a ser el prometido oficial de Elvira, y esta circunstancia le daba cierta libertad para platicar con la esquiva doncella. En realidad, los ex novios no habían regañado ni había para qué. Ocurrió sencillamente que el termómetro del afecto, que en el corazón de Elvira no marcó nunca la temperatura de la pasión vehemente, fué bajando insensiblemente hasta cero. Alejáronse poco a poco las almas, y la romanza del amor, cada vez menos briosa, dejó de resonar en el oído de la ingrata cuando el corazón se negó a llevar el compás.
Pues como decíamos, Juan entró en el palco de don Tomás, donde Elvira y su madre, muy joviales, empolvadas y peripuestas, lucían elegantes vestidos, valiosísimas alhajas y espléndidos tocados.
Si la intención del protagonista de esta historia fué borrar de su memoria las imágenes seductoras que conservaba de aquella mujer serena y razonadora; si anhelaba destruir de una vez la visión plástica de una belleza ponderada, sólida y eucrática, en torno de la cual imaginación y sentimiento habían alzado prestigioso ensueño de amor, fuerza es confesar que halló colmadas las medidas.
Completo fué el deshielo de la ilusión. A ello contribuyeron poderosamente varias circunstancias. En general, la mujer, maestra en el arte de agradar, no ha aprendido aún la ciencia de la iluminación. En la tertulia o el teatro escoge su asiento a la buena de Dios, sin caer en la cuenta de que hay luces que achagrinan la piel, turban la armonía del color y de las líneas y echan diez años encima.