El pesimista corregido: 14

¡Siempre el malhadado mosaico quebrando superficies y descomponiendo matices! ¡Una vez más la granizada de infinitesimales y agrios reflejos salpicando de deslumbrantes chispas los ásperos contornos! Al suave y desvanecido tránsito, de la luz a la sombra había sucedido la granulosidad cascajosa, la bravía y tosca rugosidad de una epidermis que, mirado de lejos, tenía algo de la piel del erizo y no poco del escamoso pellejo del cocodrilo. Grima daba descubrir, hasta en las más tersas y rozagantes mejillas, informe masa de témpanos céreos, o sea de células epidérmicas semidesprendidas; negros agujeros correspondientes a las hediondas aberturas de glándulas, y, en fin, matorrales de recias ballenas, es decir, de vello, cuyos deshilachados cabos, guarnecidos de mugre y de bacterias, columpiábanse amenazadores en el aire. Acá y allá complicados surcos y barrancos esculpidos en el amarillento material epidérmico accidentaban aún más las fronteras de aquellas extrañas edificaciones orgánicas que evocaban en la fantasía de Juan los monstruos gigantes de la fábula o los descomunales paquidermos de la fauna antediluviana. A cada movimiento respiratorio se removían y resquebrajaban, cual terreno estremecido por terremoto, los pliegues labiales, las ventanas de la nariz y las imponentes garras del monstruo humano, esparciéndose en la atmósfera un vaho turbio, donde centelleaban al sol hilos gelatiniformes de mucina, leucocitos coarrugados, láminas epidérmicas e infinidad de bacterias.

Los ojos, sobre todo, producían extraña impresión, mezcla de terror y de sorpresa. Circundada de dos movibles cortinas de cimbreantes bambúes (las pestañas), descubríase la córnea a modo de mosaico curvilíneo de cristal; veíase detrás el aterciopelado y policromo tapiz del iris, y allá en el fondo el purpúreo manto de la retina bordada en rojo por el rameado vascular y perennemente agitado por el acompasado batir de los glóbulos sanguíneos.

Desconsoladora igualdad campeaba en los semblantes humanos, en los cuales habían desaparecido, como por arte mágico, las diferencias de alcurnia, de raza y de profesión. Esencialmente democrático, el rasero de la tosquedad había uniformado los femeninos rostros a tal punto, que nuestro desorientado observador no acertaba a distinguir de cerca la fealdad de la hermosura, la juventud de la madurez. Por otra parte, ¿qué podía importar a los efectos de la apreciación estética el que aquellos avisperos, yermos y breñales cutáneos remataran un poco más acá o un poco más allá ni que en aquel almendrado de carne abundaran más o menos los rameados sanguíneos y las manchas pigmentarias? ¿Qué ganaría la luna con perder algunos cráteres o achicar unas cuantas cordilleras?

Porque, preciso es reconocerlo, para el desilusionado Juan todas las mujeres se asemejaban al luminar de la noche es decir, que se le presentaban salpicadas de horribles cicatrices variolosas. Por fortuna, nuestro héroe gozaba de un temperamento poco inflamable. De querer emular las glorias de Don Juan, hubiérale sido necesario, para no enfriar eróticos entusiasmos, contemplar a sus conquistas a más de 100 metros de distancia; proceder amatorio harto anodino que, en orden a eficacia seductriz, fuera como requebrar a las estrellas a través del ocular del telescopio.