Escena III

editar
JOSÉ ANTONIO y ROSARIO.


Rosario. -(Desde adentro.) ¡No haga caso señora! Es muy loca. (Al aparecer advierte a JOSÉ ANTONIO, y un tanto cohibida.) ¡Ah! ¿Recibiste mi carta?

José Antonio. -Sí. Por eso he venido.

Rosario. -(Avanzando.) ¿Me guardas rencor?

José Antonio. -No, mamá. ¿Me lo guardas tú?

Rosario. -¡Oh! ¡Perdóname! Te he llamado para pedirte consejo.

José Antonio. -¿No será porque me necesitas?

Rosario. -Sí, también. Pero quiero ante todo tener la seguridad de que has olvidado mis agravios. ¡Ah, hijo! Si pudieras imaginarte cuanto padezco, ya habrías venido a ofrecerme tu perdón. Lo que hayas sufrido tú por mi culpa, lo que sufrirán tus hermanos si llegan a conocerla, aun el dolor inmenso que llevó a tu padre a quitarse la vida, todo, todo, será poco comparado con mis padecimientos. No es el remordimiento ni mi falta lo que me atormenta... Todavía no sabría decir si me he arrepentido. Es la fatalidad, el destino... ¡No sé!... ¡Una fuerza ciega, feroz, implacable, que me castiga!... (Pausa.) Todo lo había resuelto el sacrificio de tu padre... Su grandeza de espíritu me iluminó devolviéndome la conciencia de mis deberes maternales. Y cuando me consagraba a reparar mi pecado con una abnegación digna por cierto de aquella otra, te me presentaste tú, como un rayo de la fuerza vengadora a destrozarme el alma con la más indecible de las crueldades... Cuanto te dije anteriormente, todo era verdad; aunque entonces hablaba el rencor quiero que me oigas hoy, repetírtelo así sin altanería, humildemente, para que me comprendas mejor. Yo te he visto después del ultraje tolerado; justificado, perdonado; perdonado a pesar del sacrificio de mi altivez y de mis derechos de madre, perseguirme y acosarme como a una fiera maligna.

José Antonio. -Te engañabas.

Rosario. -¡Oh! Nada hiciste para que lo creyera. Atacabas mis costumbres, mis creencias, mi moral; querías disolver, destruir todo lo que para mí era respetable; apoderarte de tus hermanos, desalojarme de sus afectos, arrancármelos a mi cariño tanto más intenso, cuanto mayores eran las zozobras y las angustias en que me tenías.

José Antonio. -Combatí tus prejuicios, mamá. Por tu bien, para evitar este desastre que tu ofuscación no te dejó prever.

Rosario. -¡Yo lo creía así! Ahora veo más claro. Pero eso no me quita lo sufrido. En nombre de tanto padecimiento, quiero ahora que me perdones y que me salves. ¡Que me salves José Antonio, que me salves! Ernesto está a punto de descubrirlo todo.

José Antonio. -¿Cómo? ¿Qué pasa?

Rosario. -¡Sospecha ya! Ayer ha venido como un juez a interrogarme. Serio, severo, desconfiado. Quería saber las causas de nuestra enemistad con la familia de Arce.

José Antonio. -¡Ya!

Rosario. -Yo he perdido ya mi serenidad. No pude dominar la inquietud y no sé lo que le respondí.

José Antonio. -¡Cómo!...

Rosario. -No, no llegué a delatarme, pero le di el viejo pretexto de un rencor de juventud de colegio con la madre de su novia. ¡Ya ves; qué tontería! El muchacho no podría creerlo, exige más... exige la verdad, ¿me comprendes? Y terminamos de una manera violenta. Aún no ha vuelto a casa, y yo estoy, desde entonces, como un reo descontando uno a uno los minutos que me separan del momento angustioso. ¡Sálvame! ¡Sálvame! Tú tienes bastante ascendiente sobre él. Búscalo, aconséjalo, cálmalo, y si Dios no quiere evitarme la nueva prueba, házmela menos dura diciéndole tú la verdad de mi falta y de mi terrible expiación. Hazlo José Antonio, yo estoy muy transida y atribulada, ¡no tendría fuerzas para resistir el choque!

José Antonio. -Sin embargo, sería más conveniente que tú..

Rosario. -No, hijo. No me exijas, por Dios, el tormento de esa confesión. Tú estás más sereno, sabes razonar, conocer su espíritu. Te será más fácil, estoy segura, hallar argumentos capaces de atenuar su dolor y despertar su clemencia. ¡Yo no! ¡Qué horror!... Me moriría... Me moriría... Me moriría... ¡Oh, pobre de mí!... (Llora.)

José Antonio. -¡No te aflijas! No hay que desesperar ni precipitarse. Si no ha ocurrido nada más que lo que me cuentas, no es tan inminente el peligro.

Rosario. -(Reanimándose.) ¿Crees que se podría hacer algo todavía?

José Antonio. -No te hagas ilusiones. Ernesto debe saber la verdad.

Rosario. -(Contrariada.) ¡Oh!

José Antonio. -Es preciso definir cuanto antes esta situación. El asunto es encontrar la forma conveniente para todos.

Rosario. -Yo tuve esperanzas en Arce, pero sin duda no ha querido verme...

José Antonio. -Los amores de Ernesto son una cuestión secundaria. No resolveríamos nada con que los Arce volvieran sobre sus pasos. Quedaría latente el peligro de una crisis moral, quizá más grave que ésta. Hay que empezar por el principio.

Rosario. -Sin embargo, si pudiéramos seguir ocultando...

José Antonio. -No insistas, mamá, no insistas. Mira que puedo creer que te perturba el amor propio. Hace un instante estabas resignada a una solución. Manténte firme, y confía en mí. Yo no tengo, créelo otra preocupación que el bienestar común cimentado en la buena fe, la sinceridad y el amor. Busquemos la línea recta. ¿Crees, por ventura, que conjurado el peligro momentáneo, conquistarías la tranquilidad y el reposo a que tienes derecho?

Rosario. -Tal vez. (Se levanta.)

José Antonio. -No, señora, no, no; no te tienes lástima. Volverían los días de zozobra e inquietud a atormentarte la vida. Hoy es Ernesto, mañana podrían reproducirse el caso con la pobrecita Silvia...

Rosario. -¡Oh! Es cierto. Tienes razón. Haz lo que consideres mejor. Me entrego a ti definitivamente. ¡Oh, si te hubiera comprendido antes! Te creía enemigo.