Escena III editar

Dichos y JOSÉ ANTONIO.

José Antonio. -(Que ha oído las últimas palabras.) ¿De qué se trata? ¿Hay que llamar a los bomberos?

Silvia. -No, más bien es caso de duchas. ¿Vino abuelita?

José Antonio. -Sí; ahí está (SILVIA corre en su busca.) ¿Cómo te encuentras, mamá? Esta mañana cuando vine a buscar a abuelita me dijeron que no te sentías bien.

Rosario. -Fue cosa pasajera.

José Antonio. -(A ERNESTO.) ¿Qué te pasa? ¿Dura la crisis?...

Ernesto. -¡Una friolera! Ahora huyen y se llevan a esa pobre criatura al campo para que me olvide. El asunto va tomando las proporciones de un escándalo social.

José Antonio. -¡Qué me cuentas! ¿Y en Norte América, qué dicen?

Ernesto. -(Fastidiado.) Que no está para bromas.

José Antonio. -¡Ajá! Entonces arriaremos la bandera. (Se sienta; pausa embarazosa.) De modo que el asunto es realmente grave.

Ernesto. -Más que de lo que imaginas.

José Antonio. -¡Ajá!

Rosario. -¡Si supiera las proporciones que le está dando! Sermonéalo ¿Quieres? (Ademán de irse. Luego volviendo a JOSÉ ANTONIO.) Búscame antes de irte. Tenemos que hablar. (Mutis.)

José Antonio. -Supongo que no andarás haciendo papelones por ahí, como un chico sentimental. Sería indigno de tu corrección, Ernesto.

Ernesto. -En todo caso, me parece que no serías tú, el más indicado para recordármelo.

José Antonio. -¡Ajá! Estás agresivo.

Ernesto. -Contesta.

José Antonio. -(Poniéndose de pie, con firmeza.) No, señor, agredes.

Ernesto. -Tómalo como gustes.

José Antonio. -Desde luego (pausa) Estás desconocido, chico. ¿Te fastidia que no tome muy en serio tu decepción amorosa?

Ernesto. -Nada de eso. Quisiste darme una lección de compostura y te respondí como debía.

José Antonio. -¿Como debías? ¿Como debías? ¡Ajá! Pero qué idiotez la mía en no haber caído antes. No digas ni una palabra más. ¡Comprendido! No tiene derecho a hablar de corrección quién, como yo ha cometido un acto de lo más inconveniente y anti social. ¿No es eso? Y con el hallazgo acabas de resolver tu incidente pasional. La familia Arce te ha dado con la puerta en las narices porque acarreaba conmigo el parentesco desdoroso de un extravagante y una mujerzuela,

Ernesto. -Y si fuera así.

José Antonio. -Diría que nada tengo que lamentar, ni reprocharme. Ni siquiera eso. Primero porque no creo en el obstáculo y segundo porque no tengo la obligación de sacrificar mi dicha a la de nadie.

Ernesto. -No eres muy generoso que digamos.

José Antonio. -¿Acaso lo eres tú pretendiendo limitarme el derecho de ser feliz? Es necesario que te repongas. Ernesto. Estás haciendo cosas inconciliables con el buen sentido. Si la situación no tiene remedio, aguanta tu pena con toda hombría, afronta la lucha si conservas esperanzas, pero no te empeñes en darle al asunto otra trascendencia que la de un vulgar incidente amoroso, y mucho menos poniendo a prueba, como acabas de hacerlo, sentimientos que tienen la consistencia de lo bien definido y acendrado. Nos estás mortificando a todos.

Ernesto. -Lo comprendo, lo reconozco; pero te aseguro que habrías acabado de perdonar mi grosería, si pudieras darte cuenta exacta de mi estado de ánimo.

José Antonio. -¡Oh! Me lo figuro.

Ernesto. -No; se trata de algo más hondo y de un orden distinto al que te imaginas.

José Antonio. -Dilo.

Ernesto. -Es el desmoronamiento de mi personalidad moral.

José Antonio. -No te comprendo.

Ernesto. -Todas las circunstancias de este episodio, me están evidenciando, que no soy lo que he creído ser; que no tengo los derechos a la consideración social que me he arrogado.

José Antonio. -(Fríamente.) Tú sabrás.

Ernesto. -¡Oh! ¡Puedo jurar que la causa no está en mí!

José Antonio. -¿Y entonces?...

Ernesto. -Ese es mi abismo. He llegado hasta suponer que la muerte de nuestro padre...

José Antonio. -¡Cállate!