Escena II

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ROSARIO, ERNESTO y SILVIA.


Silvia. -(Reapareciendo con ERNESTO.) ¡Albricias! Aquí tiene al hombre. ¿Le cuento aquello?

Rosario. -Hijo. Me tenías inquieta.

Ernesto. -No se por qué.

Silvia. -¡Estaba por hacerte buscar por la policía, figúrate! ¡Pero qué cara traes muchacho!

Ernesto. -(Tirándose en un diván.) ¿No ha venido carta?

Rosario. -No. (Pausa.)

Ernesto. -¿Sabes que se van al campo?

Silvia. -¿Quienes?

Ernesto. -Ellos; toda la familia. Una verdadera fuga.

Rosario. -¿Por qué ha de ser fuga?

Ernesto. -En plena seasson, sin causa aparente, los petates y al campo por tiempo indeterminado. ¿No les parece extraño?

Silvia. -Absolutamente. La vida en el campo es muy económica.

Ernesto. -No digas idioteces.

Silvia. -¡Jesús! Todo el mundo sabe que andan mal de fortuna. Salvo que se la hayas reparado hijito.

Rosario. -(Contrariada.) ¡Oh! Silvia.

Ernesto. -(Para sí.) ¡Es bien extraño!... Bien extraño. ¡Sintomático!

Rosario. -Con semejante empeño, el asunto más claro se obscurece y se complica.

Silvia. -Déjalo, mamá; es el amor propio. Cualquiera convence a estos caballeritos de que podemos no quererlos o dejar de quererlos sin más razón que nuestro sentir.

Ernesto. -(Alzándose.) Estoy seguro de que aquí no hay tal cosa.

Rosario. -Pues si estás seguro del cariño de esa niña, no veo por qué razón has de desesperarte y afligirte así. Por otra parte debes tener en cuenta, que nada se había formalizado y por lo tanto son muy dueños los padres de intervenir en los sentimientos de la hija.

Ernesto. -Sí, estando mal encaminados.

Rosario. -Pueden creérlo así.

Ernesto. -¿A mi respecto, mamá?

Rosario. -¿Por qué no?

Ernesto. -¡Oh! Por muchos motivos: además del don de gentes que consagra derechos que no se pueden desconocer caprichosamente, han de mediar circunstancias, y muy serias para que a un hombre decente se le cierren las puertas de una casa, como lo han hecho conmigo.

Silvia. -Pero si eso es la cosa más natural y corriente. No les has resultado el yerno ideal y antes que las cosas pasaran a mayores resuelven hacértelo saber.

Ernesto. -No te acepto por modestia el poco favor. ¡No! ¡No! ¡No! Un hombre de mis condiciones morales, de mi fortuna, de mi apellido, es un yerno que no se rechaza y mucho menos a precio de sabe Dios cuántas violencias y sacrificios. Esto es lo que me perturba y me mortifica. Si el desahucio hubiera venido de Carmen. Si lo hubiera motivado la desigualdad de fortuna o de posición social, si pudiera achacarme un vicio o un defecto, me hubiera tragado en silencio mi contrariedad o mi desconsuelo. Pero en estas circunstancias, de ningún modo. Tengo la obligación de poner las cosas en claro.

Rosario. -¡Qué ofuscado! ¡Qué ofuscado estás!

Ernesto. -¿Me permitirías mamá, que te hiciera una pregunta? Un poco cruel quizás, pero muy justificada en estos momentos.

Rosario. -(Sobresaltada.) A mí... ¿De qué género?

Ernesto. -No, no te inquietes. Quisiera desvanecer una ingrata preocupación.

Rosario. -(Dominándose con esfuerzo.) Habla, hijo.

Ernesto. -Perdóname. No he pensado nada indigno. Mejor dicho; no he sabido explicarme.

Rosario. -¡No quieras disculparte! Te comprendo. Has ideado buscar en la tumba de tu padre una justificación de tus derrotas amorosas.

Ernesto. -¡Mamá! ¡No merezco esa injuria!

Rosario. -Perdóname a tu vez. Fue impensado el reproche. Tenés razón; la muerte violenta de tu pobre padre ha podido prestarse a conjeturas y comentarios de todo género, pero se produjo en la forma en que ustedes saben, en un exceso de melancolía o neurastenia. Fue un hombre de bien y no les dejó ningún legado desdoroso ¡ningún legado desdoroso! Su recuerdo no podrá ser obstáculo para la felicidad de sus hijos. Fue un caballero, el mejor de los caballeros, el más noble, el más generoso. Por eso Ernesto, me ofendió tanto tu sospecha y te contesté violentamente. Me pareció que después de haber mantenido tan vivos en ti estos conceptos no tenías derecho a ofender su memoria, ni con el asomo de una sospecha.

Ernesto. -¡Perdóname; mamá, perdón!

Rosario. -Sí; te perdono. Pero es preciso que aproveches la ocasión y no te dejes llevar por sentimientos que te ofuscan; hasta el punto de hacerte perder todo respeto por ti mismo y los tuyos.

Ernesto. -Pero mamá, si precisamente es ese concepto de nuestra fuerza moral, lo que me hace buscar la justificación del agravio.

Rosario. -¿En ti y en los tuyos?

Ernesto. -No tengo derecho a dudar de los demás.

Silvia. -¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! ¡No digas pamplinas!

Ernesto. -Callaré cuando se me expliquen satisfactoriamente las causas de este extraño desahucio, y eso lo he de conseguir aunque arda el mundo.