El pampero
El pampero
editarHa dejado de llover; pero todavía vuelan hacia la Pampa nubes apuradas: creen sin duda que, sin su concurso, no podrán acabar de desbordarse los arroyos, ni de llenarse los cañadones. Pena inútil; está todo tan saturado de agua, que ya no quieren más, ni el aire, ni la tierra.
Allá, en el más lejano horizonte, entre el gris profundo del cielo cargado de nubarrones, se divisa como una pequeña claridad. El aire refresca algo. Muy arriba de las nubes, cada vez menos numerosas, que marchan al Oeste, vuelven a correr otras, hacia la inmensidad del mar.
La claridad se agranda; de blanca que era, se vuelve celeste, y se abre en el cielo como una puerta azulada. ¡Es la puerta del pampero!...
Derrotado por su soplo victorioso, recula en el espacio el ejército de las nubes. Despertó el rey de la llanuras, y lleno de ira, barre como plumas, esas invasoras que han venido a llenar de agua su imperio.
Más corre, más aumentan sus fuerzas. Sopla con furor, deshace las nubes, las empuja, las destroza, las hace rodar una encima de otra, mezclándolas todas y devolviéndolas en jirones al viejo contrario de su madre la Pampa, el Atlántico.
«Toma, viejo, tus majadas; llevátelas, mal vecino; cuéntalas y aparta, si puedes. Rabia, no más; hínchate.»
En la pelea, zozobran algunos buques incautos; ¡mejor! ¿A qué vienen estos a meterse?
Pero también, sin querer, el Pampero voltea ranchos humildes a quienes hubiera debido tener lástima.
Ahora limpió el cielo; el Sol, su amigo, le agradece el trabajo y resplandece en toda su gloria áurea.
¿Qué más? ¡A secar la tierra! ¡Y sopla, sopla, arrolla las aguas de los cañadones y las hace correr más ligero, entre las barrancas de los arroyos; y los sauces lo saludan al pasar, hasta besar la corriente que huye; y gimen los álamos, cerrando sus filas para atajarle el paso, murmurando contra las violencias de ese mal criado, que hace tiritar de frío hasta las ovejas.
¡Ah! Pampero juguetón, ¿qué estás haciendo?
Tratando de quitarle el poncho al gaucho que pasa. Se lo hincha de un soplo, asusta al mancarrón, y al fin, se lleva el sombrero. Y el gaucho bonachón, como conocido viejo, murmura con enojo sonriente: «¡Dejáte de... embromar, loco!»