El fortín

editar

1877. En la cima del médano, dominando la laguna de agua dulce, donde, durante siglos y hasta ayer todavía, se daban cita los indios, para repartir el botín de sus malones, un destacamento de soldados de línea, armados de palas y picos, se apuran en cavar zanjas y en elevar una fortificación de aspecto primitivo.

Es una especie de gran plataforma cuadrada, rodeada de paredes de adobe y de zanjas anchas y hondas, atravesadas por un puentecito de tablas que comunica con el interior por una sola puertita angosta; en una de las esquinas, se eleva una torrecilla de tierra, de donde el centinela inmóvil recorre sin cesar el horizonte, con la mirada penetrante del gaucho, capaz de distinguir el color de un caballo, a una distancia en que el recién venido no alcanza a conocer un caballo de una vaca.

En uno de los costados del fortín, estira el pescuezo un cañón de bronce, con las armas británicas grabadas, la divisa: «Ultima ratio regum», y la fecha: 1805, glorioso trofeo de la Reconquista, hoy terror de los indios.

Cerca de las zanjas, bajo la protección de las troneras de adobe, a un paso del puentecito, una docena de tolditos de junco y cuatro carretas de bueyes, todo ocupado por mujeres y niños, familias de los milicos, atareadas en cebar mate y en preparar la cena, listas para correr, al primer grito del centinela, a encerrarse en el fortín. Más allá, el corral de la caballada y todo alrededor, la Pampa inmensa, silenciosa, cubierta de los penachos plateados de la cortadera, de entre los cuales, a cada rato, puede asomar el salvaje, lanza en ristre, echando sus alaridos.




1882. Un gran montón de arena, unas zanjas medio borradas, pero que todavía se conoce que han sido anchas y hondas; los restos de lo que fue la torrecita de césped, de donde se divisaba a lo lejos en la planicie, y al pie de ella, sin cureña, medio enterrado, el cañón viejo de bronce.

En todas partes, el silencio, la soledad, el desierto. Por el camino chileno que allí desenvuelve uno de sus mil rodeos, nadie pasa. La barbarie vencida lanzó el último grito y desapareció; la civilización triunfante retiró sus armas inútiles, pero no ha venido todavía a ocupar con sus rebaños el territorio conquistado...




1897. Quince años han pasado.

El cañón ha sido llevado a una estancia vecina, para servir de palenque.

El camino chileno, con sus numerosas sendas paralelas, se ha vuelto camino real, ancho y derecho, encerrado entre dos alambrados interminables.

Grandes rebaños de ovejas, millares de vacas pastan, en la mayor seguridad, entre los grandes penachos de la cortadera, cada año más rala; desparraman cada día un puñado más del montón de arena que fue el fortín, tapando con ella, cada vez más, las zanjas que lo protegieron.

Y van desapareciendo los últimos rastros de este efímero abrigo de la bandera argentina, y con ellos hasta el recuerdo de los obscuros y pobres milicos que han pasado allí tantos días de penuria, tantas noches de sobresaltos, que han rechazado tantos ataques y librado tantos combates.

Bajo el montón de arena, en las zanjas borradas, también algunos de ellos quedan, durmiendo el eterno sueño.