El náufrago (Trigo): 10

El náufrago (Trigo) de Felipe Trigo
Epílogo
Epílogo
índice

Un año después, ¡oh propósitos humanos!... el conde se marchaba cada sábado á ver sus dehesas; se marchaba cada mes á las mismas cacerías de una semana (en automóvil, reorganizado el Club de Cazadores con nueva gente y sobre el pie terrestre, en evitación de los naufragios), y se marchaba á Madrid de tiempo en tiempo, forzado á quedarse largas temporadas, por sus ajetreos de senador y de jefe liberal-conservador de la provincia.

La condesa, mientras, siempre, en el secreto de la noche comentaba dulce con el húsar las ausencias de su marido, y leían y miraban juntos las cartas y retratos de bellezas de postal que el honorabilísimo conde respetable se solía olvidar por los cajones de su armario.

-¿Eh? ¿eh?... ¡Mi buen primo, niña, tú! -reía el húsar.

Y unos besos, estallando con las risas, pregonaban por las sombras de la cámara nupcial el naufragio de la virtud de Josefina, en el social y manso ambiente, lo mismo que en el tranquilo y pérfido Guadalquivir naufragaron el Giralda y la formalidad del digno conde respetable.

El choque que le abrió la vía de agua, al bajel de rubor de Josefina, fué Anita Mir, la pintada rubia que era la única que ahora no estaba muy contenta (al verla divertirse y reir por todas partes) de no poder más llamarla lugareña.

Al conde, sí, llamábanle el náufrago, las bellas y joviales amigas de su ya jovialísima mujer.


4 de Septiembre 1912.