El molinoEl molinoFélix Lope de Vega y CarpioActo II
Acto II
(Salen Melampo, mozo del molino, y otro molinero desposado.)
DESPOSADO:
¿Qué es posible que ha llegado
a tanto extremo con él?
MELAMPO:
Digo que pierde por él
el sentido enamorado.
DESPOSADO:
¿Tan presto puso en olvido
lo que me quiso?
MELAMPO:
Es mujer:
sabe amar y aborrecer.
DESPOSADO:
Bastante causa ha tenido,
que, en efecto, a su pesar
con Dalisa me casé,
y aquesta, ocasión le fue
para poderme olvidar.
Ella amó desesperada;
no debo ponelle culpa.
MELAMPO:
Bien le basta la disculpa
de ser por otra olvidada.
Mas conmigo no la tiene,
pues con tu ausencia, debía
agradecer la fe mía
y no a quien se la mantiene;
que dos años la he querido,
aborrecido por ti,
y era bien quererme a mí
y no era un hombre de hoy venido.
Pero al fin su ingratitud,
teniéndola más ahora,
ha venido a que le adora
a costa de mi salud.
DESPOSADO:
¿Cuánto ha que está en el molino?
MELAMPO:
Poco más habrá de un mes
que puso en casa los pies
y a darme la muerte vino.
DESPOSADO:
¿Cómo se llama?
MELAMPO:
Martín.
DESPOSADO:
¿De dónde es?
MELAMPO:
De Belmirar.
DESPOSADO:
¡Buen talle!
MELAMPO:
El que basta a dar
a mi vida amargo fin.
Él, que pudiera dar celos,
no digo entre labradores,
pero entre aquellos señores
que compiten con los cielos.
Debajo de aquel sayal,
es un hombre tan bien hecho,
que algunas veces sospecho
que es persona principal.
Buen rostro, gran cortesía,
gran músico de vihuela,
pues danza como en escuela,
todo para envidia mía.
Tira la barra una legua,
que no hay señal que no borre,
y si alguna yegua corre,
parece viento la yegua.
Tiene fuerza como un toro,
ligereza como cabra
y gracia que no hay palabra
que no parezca de oro.
Cuando aquesto considero,
yo propio a Laura disculpo.
DESPOSADO:
Si él es tal, yo no le culpo,
que hombre soy, y bien le quiero.
Y si por sola la fama
se deja de hombres querer,
yo disculpo a la mujer
que por sus obra le ama.
Ten, Melampo, sufrimiento,
pues te deja por quien vale
más que tú.
MELAMPO:
No hay mal que iguale
a mi envidioso tormento.
Consuelo pudiera ser
que por otro me dejara
donde más partes hallara
y más dignas de querer,
si envidia no me hiciera
tanta guerra en el sentido.
(Sale Leridano, molinero viejo.)
VIEJO:
Que ya Tamiro es venido.
DESPOSADO:
Leridano es este; espera,
no te vayas.
VIEJO:
¡Oh, galán!
Vengáis muy en hora buena.
DESPOSADO:
¡Oh, nuesamo!
VIEJO:
Con gran pena
todos los de casa están,
que ha un mes que de ti no saben;
al fin, como hombre casado,
tus amos has olvidado.
De agradecido te alaben.
¿Cómo te va con tu esposa?
DESPOSADO:
Bien, nuesamo, a su servicio.
VIEJO:
Es el holgar buen oficio.
DESPOSADO:
Un mes es cosa forzosa,
y no me olvido de vos,
que un costal os he traído
de aceituna.
VIEJO:
¿Hasla cogido?
DESPOSADA:
Es del dote.
VIEJO:
Bien, par Dios.
DESPOSADO:
Y otro de buena bellota.
VIEJO:
Buena tu ventura sea.
Haz porque Laura te vea
con sombrero y marquesota.
(Sale Laura.)
MELAMPO:
Ya sale; no hay que aguardar.
DESPOSADO:
¡Laura mía!
LAURA:
¡Tente: espera!
VIEJO:
De verte galán se altera.
DESPOSADO:
¿No me quieres abrazar?
LAURA:
¿Yo, abrazar hombres casados?
VIEJO:
¡Ea, muchacha!
DESPOSADO:
¿qué no estoy
más seguro, pues lo soy?
Olvida enojos pasados,
que con llaneza te quiero,
y dos cantarillas llenas
de arrope y de berenjenas
te traigo, y un queso entero.
(Abrázanse)
LAURA:
¡Al fin, que te he de abrazar!
¡Ay, mala rabia te dé!
DESPOSADO:
Abrázame, que yo sé
cuándo te pude apretar.
(Sale el Conde, y velos abrazados.)
CONDE:
Eso sí; bendígaos Dios.
Dadle la recién venida.
MELAMPO:
Quien bien ama tarde olvida.
CONDE:
Bien se dirá por los dos.
DESPOSADO:
¿Es este acaso Martín,
el mozo nuevo?
CONDE:
Yo soy.
DESPOSADO:
Aficionado os estoy.
CONDE:
Soy velloso como espín.
DESPOSADO:
¡Buen tallazo!
CONDE:
Razonable.
Bien levanto un buen costal.
¿Queréis tirarme un real
o alguno que por vos hable?
Dos pies os doy de ventaja,
con barra o piedra.
DESPOSADO:
No ha un mes
que a vos os diera yo tres.
Ya no levanto una paja.
CONDE:
¿Tanto os habéis debilitado
en un mes de casamiento?
DESPOSADO:
Menos valiente me siento;
que muda el tomar estado.
VIEJO:
Ahora bien: Martín, dejemos
las pláticas excusadas.
Las sacas ¿están cargadas?
CONDE:
Seis en tres machos tenemos.
¿Para quién, decís, que son?
VIEJO:
Para Celia, la duquesa.
CONDE:
De ir a la corte me pesa
en esta buena ocasión.
Y ¿tengo más que hacer
que ponellas en su casa?
VIEJO:
No más. Hijos, ya se pasa
hora y tiempo de comer.
Melampo, corre a decir
que tengan la mesa puesta.
MELAMPO:
Haced a Tamiro fiesta.
(Vase.)
VIEJO:
¡Nunca dejéis de gruñir!
Vamos, Tamiro, que quiero
hablarte de espacio.
DESPOSADO:
Vamos.
(Vanse, quedan el Conde y Laura.)
LAURA:
¿Qué tenemos? ¿Cómo estamos?
CONDE:
Voyme.
LAURA:
Espera.
CONDE:
Desesper[o].
LAURA:
Vuelve, Martín, esos ojos
que son al luz de los míos.
CONDE:
Mejor dijeras dos ríos
que han de llorar mis enojos.
LAURA:
Sin causa te has enojado.
CONDE:
Dios sabe la que he tenido,
pues a un hombre que has querido
entre tus brazos he hallado.
Ya vengo a experimentar,
aunque es con tan caro aviso,
que lo que un tiempo se quiso
tarde se viene a olvidar.
LAURA:
Deja, mi bien, de quejarte
de ese fingido favor;
que solo ha sido su amor
ensayo para adorarte.
¿Piensas tú que le abracé
de mi propia voluntad?
CONDE:
¿Quién forzó tu libertad?
LAURA:
Mi padre.
CONDE:
¿Tu padre fue?
LAURA:
¿No ves que me lo mandó?
CONDE:
Tú pudieras excusallo.
Al fin, quisiste abrazallo.
No importa; páguelo yo.
Siempre queréis las mujeres
a quien os deja y desprecia.
LAURA:
No fui tan blanda, aunque necia.
CONDE:
Yo sé bien, Laura, quién eres.
Que sin duda que te asió
con montera y sayo nuevo.
LAURA:
¿Por esas cosas me muevo?
Debo de ser niña yo.
Más me agrada tu capote,
lleno de harina y salvado,
que su sayo ajironado
de damasco y chamelote.
Pégame toda esa harina
en aqueste pecho y brazos,
mi alma, con dos abrazos.
CONDE:
[Abrázanse.]
¡Gracia tienes peregrina!
(¡Ah, Celia!, si aquesto vieras,
a qué risa te incitara.)
LAURA:
¿Aún no me vuelves la cara?,
luego ¿enojaste de veras?
CONDE:
Estoy muy sucio y trocado;
otro día me verás
más limpio, y me abrazarás
si acaso vengo enfadado.
LAURA:
Según yo tengo ventura
en amar quien me aborrezca,
¿quién duda de que me acontezca
otra mayor desventura?
¿Quién duda que me suceda
lo que temo y adivino,
pues ya tiene en mi molino
fortuna puesta su rueda?
Cásate, ingrato, en buen hora,
que aunque es malo para mí,
ya de una vez aprendí
lo que he de llorar ahora.
Ya viuda de dos maridos
soy primero que casada.
CONDE:
(¡Oh, molinera pesada,
para moler los sentidos!
¡si ya me dejases ir
a ver a Celia, mi bien!
Pero cese mi desdén,
porque me deje partir.)
¡Ea, mi Laura, no haya más!
No llores, cesen enojos;
no falte el sol en tus ojos,
con cuya luz me la das.
Mira que estoy de partida.
No te quedes enojada.
LAURA:
¡Mi bien!, en lo que te agrada
está mi muerte o mi vida.
No me digas más de un hombre
de quien la muerte deseo,
que huyo desque lo veo
y blasfemo de su nombre.
Como no muele el molino
con el agua que pasó,
así el amor que olvidó
no vuelve al mismo camino.
Tuya soy, ya soy más diestra,
pues amé a quien olvidase,
para que cuando te amase
fuese en amarte maestra.
CONDE:
Mi Laura, todo lo creo:
vete, porque estoy deprisa:
pues ya de mi fe te avisa
la fuerza de mi deseo.
Dime qué te he de traer
de la corte.
LAURA:
¿Qué, te vas?
CONDE:
Bien ves que no puedo más,
y que luego he de volver.
Voy a llevar esa harina
a casa de la Duquesa.
LAURA:
Nunca de mandarte cesa
mi padre.
{{Pt|CONDE:|
Bien adivina,
si de mi servicio piensa
que has de ser el galardón.v
LAURA:
Hame dado el corazón
que te vas para mi ofensa.
CONDE:
¿Cómo?
LAURA:
Que alguna mujer
te lleva con tanta prisa.
CONDE:
(Bien el corazón te avisa,
que la voy, mi vida, a ver: )
¿Que la Duquesa me lleva,
a quien esa harina llevo?
LAURA:
¿Y qué milagro tan nuevo,
Martín, que el alma te mueva?
Dícenme que es muy hermosa.
Haz tú, si bien me deseas,
de suerte que no la veas.
CONDE:
(No me faltaba otra cosa.)
Voyme, que están ya cargados
los tres machos y el rocín.
LAURA:
Pues no la mires, Martín;
lleva los ojos vendados.
CONDE:
Bien ciegos de harina van,
aunque todo es menester,
que no me han de conocer
ciertos hombre que allá están.
¿Qué te traeré?
LAURA:
En duda estoy.
Tráeme un pulido botín.
CONDE:
Adiós, Laura.
LAURA:
Adiós, Martín.
CONDE:
¡Mi Celia, que a verte voy! (Vanse, y salen el Príncipe y Valerio.)
PRÍNCIPE:
El Conde, en fin, Valerio, no parece,
y este es de todos el mejor engaño,
pues la ocasión y el tiempo me le ofrece,
para alivio y remedio de mi daño.
VALERIO:
Puesto que amor las almas enloquece
y tiene con la muerte desengaño,
es entre gente sabia y preferida
a sus mayores gustos honra y vida.
Es Próspero discreto, como sabes,
y créeme que ha puesto en salvo el pecho
por tierra en postas, y por agua en naves,
y es buscalle intentarlo sin provecho,
y así es mejor que con industrias acabes
lo que no pueden fuerzas ni derecho,
y en ver que has admitido mi consejo
te juzgo en pocos años cuerdo y viejo.
Venga el conde fingido, y por la puerta
de Celia pase, con sus guardas preso,
que si aquesta prisión tiene por cierta
no hay duda que de pena pierda el seso.
Y como a veces el rigor concierta
lo más dificultoso de un suceso,
finge matarle, que si bien le quiere
por velle libre hará cuanto pudiere.
Y por ventura, que es mujer, podría,
viéndole muerto, pues creerá su muerte,
trocar por esperanza tan baldía
la posesión de amarte y de quererte.
PRÍNCIPE:
¡Bien haya aquel que sus secretos fía
del hombre sabio, pues acerba suerte
y estrella rigurosa, mudar sabe,
con la experiencia y ciencia que en él cabe!
¿Es tiempo ya que aquel balcón de enfrente
reciba luz con sus divinos ojos,
como las rojas luces del oriente
del claro sol con sus cabellos rojos?
VALERIO:
Paréceme que sí.
PRÍNCIPE:
Llama esa gente
que con el conde fingido y sus despojos,
que sus pasos y estrépitos feroces
a la puerta de Celia darán voces.
VALERIO:
Ya vienen, como mandas, porque al punto
los tuve, gran señor, apercibidos.
PRÍNCIPE:
Pues pase cada cual al conde junto,
los cabos de las mechas encendidos.
VALERIO:
Verás del conde Próspero un trasunto,
y los soldados todos prevenidos,
no menos que de hoy entre dos luces,
de picas y alabardas y arcabuces. (Pasan, como soldados, lo que pudieren con un hombre embozado.)
SOLDADO 1.º:
Pase adelante el escuadrón, formado,
y téngase gran cuenta con el preso.
PRÍNCIPE:
Hase hecho muy bien. Valerio amado.
Quédate a ver el fin de este suceso.
¿Dónde está mi caballo?
VALERIO:
Queda atado
en una encina de ese bosque espeso.
SOLDADO 1.º:
A la puerta de Celia nos paremos,
que es orden que del Príncipe traemos. (Páranse con el preso, y aparecen en la ventana de la Duquesa y su criada.)
TEODORA:
Llega, señora, llega, por tu vida;
verás un escuadrón de gente armada.
DUQUESA:
Ya vengo del temor descolorida,
y sobre el corazón la sangre helada.
¿Qué gente es esta, de crueldad vestida?
TEODORA:
Un preso llevan.
DUQUESA:
¡Ay, Teodora amada!
¿Si es el Conde?
TEODORA:
¿Qué dices?
DUQUESA:
Que sospecho
bien cierto que es el Conde.
SOLDADO 2.º:
¡Bien se ha hecho! (Vanse todos, queda Valerio.)
DUQUESA:
¡Ah, señor caballero!
VALERIO:
¿Soy en algo
a vuestra señoría de provecho?
DUQUESA:
Que me esperéis os ruego, si algo valgo,
por ser quien soy, en vuestro honrado pecho.
VALERIO:
¡Que me place, señora!
DUQUESA:
Pues ya salgo. (Quítanse de la ventana)
VALERIO:
Basta, que tiene el corazón estrecho.
A hablarme baja, y de su pena infiero
que piensa que es el Conde verdadero. (Salen la Duquesa y Teodora.)
DUQUESA:
¿Valerio dices que fue?
TEODORA:
Valerio me pareció
VALERIO:
Ese fui, señora, yo,
y el que en la reja os hablé.
Y pues creo que estimáis
al Príncipe, mi señor,
tanto porque os tiene amor
como porque vos le amáis,
y que os habéis de holgar
de lo que gusto recibe,
muestras os doy que ya vive
con placer y sin pesar.
DUQUESA:
¿De qué suerte?
VALERIO:
Este que veis
llevar al justo castigo
es el Conde, su enemigo,
cuyo delito sabéis.
Este es aquel Conde falso
que os parece verdadero,
a quien preso ver espero
en un alto cadalso.
Este es aquel embaidor
que en la corte se alababa
de que os hablaba y trataba
con más palabras que amor.
Este es aquel que muriendo
dará vida a vuestra honra,
por cuya lengua y deshonra
murió, señora, viviendo.
De quien ves que le atropella
fue preso en la propia raya,
atado el caballo a una haya
y él durmiendo al tronco de ella.
Y un pedernal y una espada
le quitaron que traía,
con que despierto podía
defenderse poco o nada.
Que es en extremo cobarde,
y así viene como veis,
donde vivir le veréis,
hasta mañana en la tarde.
Ved si otra cosa mandáis,
que en este bosque he dejado
al Príncipe descuidado
de lo que escuchando estáis,
y voy a pedirle albricias
del buen suceso.
DUQUESA:
Es razón,
y que sea el galardón
mayor que tú lo codicias.
Ve, Valerio, en hora buena.
El cielo aumente tu bien.
VALERIO:
Los celos, Celia, te den
más gloria que al Conde pena. (Vase)
DUQUESA:
Si no me fuera forzoso
disimular mi tormento,
hiciera mi pensamiento
algún defecto furioso,
y fuera que con mis manos
a aqueste vil mensajero
diera la muerte primero,
y después a los tiranos;
que con una espada sola,
y la furia de mi pecho,
hiciera, Teodora, un hecho
de verdadera española.
Qué corazón tengo yo
con que el preso les quitara,
aunque el mundo lo estorbara,
y estoy por…
TEODORA:
Aqueso no.
No te lleve la locura
de ese amor desesperado
a que tanto bien guardado
se pierde por desventura.
¿No te acuerdas que en Palacio,
y aun aquí, viniendo a verte,
dijo el Rey que poseerte
el Conde con mucho espacio
tenía?
DUQUESA:
Dices muy bien.
Excusado es el temor.
El Rey me ha cobrado amor,
y aun me desea también.
Yo sé que reino en su pecho,
y que el Conde está seguro. (Entra el Conde, deteniéndole Arselo y Galo.)
CONDE:
Dejadme entrar, que yo juro
que en casa soy de provecho.
DUQUESA:
¿Qué es aquesto?
ARSELO:
Este villano,
que se burla con nosotros.
DUQUESA:
¿Y sois las guardas vosotros
de ese Príncipe tirano?
ARSELO:
Los dos somos sus criados.
DUQUESA:
Pues, qué tenéis que mirar?
GALO:
Los que aquí quieren entrar
público y arrebozados.
DUQUESA:
Esto yo no lo sabía
hasta que hoy me lo dijeron
los que probaron y vieron
vuestra grande alevosía;
que, a saberlo, yo hiciera
que los dos fuérades guardas
con las picas y alabardas
de alguna infame ramera.
Volved a quien os envía,
que os haré cortar las piernas.
CONDE:
Tú, señora, ¿no gobiernas
esta casa?
DUQUESA:
Sí, que es mía.
CONDE:
¿Cómo a cualquiera que viene,
con tanta curiosidad,
como a puerta de ciudad,
le examinan lo que tiene,
que las manos me han metido
en las alforjas y el pecho?
El Príncipe, ¿qué te ha hecho
mientras que no es tu marido?
DUQUESA:
No dice mal el villano.
ARSELO:
De le haber examinado,
él miente, que no ha llegado
a su ropa nuestra mano.
Y, pues sabes la intención
con que esta puerta guardamos,
no te espantes que tengamos
con todo cuenta y razón,
que el Príncipe no pretende
enojarte, mas honrarte.
Buscando en aquesta parte
quien te deshonra y te ofende,
que es el Conde, que podría
con este mismo villano
escribirte de su mano.
CONDE:
(Mejor diréis de la mía.)
En eso debe de estar.
DUQUESA:
Si eso andáis por inquirir,
desde luego os podéis ir,
que no tenéis que buscar.
GALO:
¿Cómo así?
DUQUESA:
Porque no ha un hora
que ha pasado por aquí
preso.
CONDE:
¿Preso?
DUQUESA:
Yo le ví.
CONDE:
¿El Conde preso, señora?
ARSELO:
Vamos de aquí, ¿qué aguardamos?
a pedir albricias de esto.
GALO:
Dichoso el que se le ha puesto
en las manos vivo.
ARSELO:
Vamos. (Vanse Arselo y Galo.)
CONDE:
¿Dijístelo por burlarte
eso de ser preso el Conde?
¿Conocístelo?
DUQUESA:
Sí.
CONDE:
¿Dónde?
DUQUESA:
De esta casa y de otra parte.
CONDE:
Porque le tengo afición
me di si fue verdadera
su prisión.
DUQUESA:
Si no lo fuera,
¿fuera burla mi pasión?
Ahora le llevan preso
un escuadrón de soldados.
CONDE:
(O van todos engañados
o tengo perdido el seso.)
DUQUESA:
Yo le vi con estos ojos,
y le he llorado con ellos.
CONDE:
No les deis, pues son tan bellos
por tan poca causa enojos,
que el Conde es buen caballero
y sabrá volver por sí
estando preso.
DUQUESA:
¡Ay de mí!
de su salud desespero.
Y si cual tigre no he sido,
en saliendo de su cueva
cuando el cazador le lleva
el hijo recién nacido,
es que el Rey y mi afición
me han dado palabra y fe
que a Próspero gozaré
aunque viniese en prisión.
CONDE:
Él os debe de pagar
ese amor y justo oficio,
y del vuestro es gran indicio
poneros conmigo a hablar,
que al fin por tratar del Conde,
me habéis tratado en expreso
de que le han llevado preso
y que una cárcel lo esconde,
y no despreciar mi traje,
lleno de harina y pobreza.
DUQUESA:
Tratar del Conde es riqueza,
para mí, de gran linaje.
CONDE:
¿Es acaso vuestro esposo,
que habláis como su mujer?
DUQUESA:
Esto el Conde y ha de ser,
a pesar de un envidioso.
CONDE:
¿Quién es?
DUQUESA:
El Príncipe, y tiene
envidia del Conde, y grande,
de ver que el Conde me mande
y que él a servirme viene.
CONDE:
¿Queréis que le mate yo,
que tengo en casa guardada,
de vuestro Conde, una espada?
DUQUESA:
¿Quién, o cómo te la dio?
CONDE:
Estando yo en mi molino,
pasó huyendo a pie y cansado,
que el caballo había dejado
medio muerto en el camino;
y por un vestido así
espada y capa me dio,
y aquella noche durmió
conmigo.
DUQUESA:
¿Contigo?
CONDE:
Sí
DUQUESA:
¡Quedo!
Próspero, no te alborotes.
¿Eres tú?
CONDE:
Yo soy, mi bien.
¡Paso! Mira que no estén
los neblís sin capirotes.
DUQUESA:
Si yo no te abrazo y toco
no he de creer que tú eres.
CONDE:
Abrázame; no te alteres.
¿Qué temes?
DUQUESA:
Espera un poco.
CONDE:
¿Qué tienes?
DUQUESA:
Fuite a abrazar,
y diome imaginación
que no eres tú.
CONDE:
¿Qué razón
mi bien, te obliga a dudar?
DUQUESA:
¿Es tu rostro este que veo?
CONDE:
Aunque con máscara vengo
de la harina que tengo.
Próspero soy.
DUQUESA:
Yo lo creo.
Mi alma se determina
a darte dos mil abrazos.
CONDE:
No aprietes tanto los brazos,
que te pegas la harina.
DUQUESA:
¿Qué te traes, que no te aprieto
por mucho que lo procuro?
CONDE:
Traigo ya el pecho más duro,
que está cubierto de un peto.
DUQUESA:
Bien has hecho; pero dime,
¿quién es el que va en prisión?
DUQUESA:
Engaños, señora son
de ese Rey que nadie estime,
que por darte pesadumbre
ha trazado aqueste enredo.
DUQUESA:
¿A dónde estás?
CONDE:
Donde puedo
ver desde lejos tu lumbre.
Cual otro Leandro estoy
desde el suelo contemplando
la torre que está alumbrando
el sol cuya cera soy.
Por estar en lo que es tuyo,
que al fin estoy en sagrado,
te molino me ha guardado,
que soy molinero tuyo.
El que le arrienda me tiene
por su mozo en este traje.
DUQUESA:
¡Que a tanto el amor te abaje!
CONDE:
¿No es buena industria?
DUQUESA:
Solemne.
¿Cómo, mi bien, has sufrido
trabajo tan ordinario?
CONDE:
Poderoso fue el contrario,
pero el amor le ha vencido.
Y es molinero el amor,
que también dentro del pecho
un molino tiene hecho
para moler mi dolor.
La piedra del pensamiento,
con el agua de mis ojos,
moliendo trigo de enojos
hace harina de tormento.
De aquesta se cuece el pan
del dolor que me sustenta,
que cuando más me alimenta
es cuando menos me dan.
Y ofreciéndose ocasión
vine a verte, y me atreví
porque estaba ya sin ti
sin fuerzas el corazón.
Un mes ha que no te veo,
y los días que ha durado
treinta mil años ha estado
en un enfermo el deseo;
pero al fin, con la esperanza
de verte, señora aquí,
y el estar cerca de ti,
puso a mi dolor templanza.
¿Has sentido mis trabajos?
DUQUESA:
Cuando es tan justo el tormento,
morir presto el sentimiento
es de pensamientos bajos.
Helos llorado y sentido,
pero ya ligeros son,
pues que tu ausencia y prisión
ha sido todo fingido.
Mas di qué tengo de hacer.
¿Ireme contigo ahora?
CONDE:
¡No, por tu vida, señora,
que será echarme a perder!
DUQUESA:
Pues ¿qué haré?
CONDE:
Disimular
y creer que soy el preso:
pues consiste solo en eso
el venirte a ver y hablar.
Y aun sería buen engaño
que al Rey fueses muy sentida
para pedille mi vida
libre de peligro y daño,
que así se descuidarán,
y yo mil veces vendré
donde esos cielos veré
que tanta gloria me dan.
DUQUESA:
Es de un ingenio discreto,
mi Próspero, la invención;
yo lloraré tu prisión,
y la reiré de secreto;
iré al Rey, como me adviertes,
a pedir tu libertad,
y diré por la ciudad...
¿Qué escuchas que te diviertes? (El Conde se ha de suspender como que oye ruido.)
CONDE:
¿Qué ruido es este, Teodora?
TEODORA:
¡Ay de mí, señor, que viene
el Príncipe!
CONDE:
Ya no tiene
otro remedio, señora;
más no me conocerá,
pues no me conocistes. (Entran el Príncipe y Valerio.)
PRÍNCIPE:
Alegre mis ojos tristes
el sol que me alumbra ya.
No os alteréis, Celia hermosa,
puesto que me aborrezcáis.
TEODORA:
¡Ah molinero! ¿No os vais?
¿Fáltaos algo?
CONDE:
Cierta cosa.
TEODORA:
Pues despachadla y partíos. (Vase el Conde y vuelve a escuchar desde la puerta.)
PRÍNCIPE:
Guerra piden vuestros ojos,
pues me miran con enojos,
habrán de llorar los míos.
¿Por ventura es la ocasión
la prisión del Conde?
DUQUESA:
Y tanto,
que si no me acaba el llanto,
piedra he vuelto el corazón.
PRÍNCIPE:
Pues, preso, ¿qué honor os quita?
DUQUESA:
Ver lo que el mundo dirá.
PRÍNCIPE:
(Que así engañándome está,
a más cólera me incita.)
VALERIO:
(Di que le quieres matar.)
PRÍNCIPE:
Ya, Celia acierte o no acierte,
al Conde daré muerte.
DUQUESA:
Y yo la sabré vengar.
PRÍNCIPE:
Mejor podrás estorballa
con sólo hacer mi gusto.
VALERIO:
(Llega y quítale el disgusto:
sola está: intenta abrazalla.)
{{Pt|PRÍNCIPE:|
Bien sé, mi vida, que estáis
muy enojada conmigo,
porque yo soy enemigo
de un hombre a quien adoráis;
pero dadme aquestos brazos;
que si me hacéis este bien,
yo haré que libre os le den,
donde le deis mil abrazos.v
DUQUESA:
Príncipe, ¿qué atrevimiento
es este? ¡Suelta!
VALERIO:
No quieras,
que las mujeres más fieras
tienen tierno sentimiento.
PRÍNCIPE:
(Temo, Valerio.)
VALERIO:
(Porfía.)
PRÍNCIPE:
¡Ea!, dadme aquesos brazos. (Entra el Conde y pónese en medio.)
CONDE:
Nunca faltan embarazos,
¡qué digo, señora mía!
PRÍNCIPE:
¿Quién es este?
DUQUESA:
Un molinero
de casa. ¿Qué quieres, di?
PRÍNCIPE:
¿Qué puede quererte a ti?
CONDE:
Más que a vos pretendo y quiero.
VALERIO:
¡Qué rústico es el villano!
CONDE:
Cuando en el macho subía,
me vino a la fantasía
mi amo.
DUQUESA:
¿Quién?
CONDE:
Leridano,
que me mandó que os dijese
lo que denantes no pude:
porque el molino no mude,
si acaso el río creciese.
Y es que mandéis reformar
la presa que el agua bate,
que el río, al primer combate,
se la ha querido llevar.
Esté más firme, y no sea
causa que pierda el molino;
porque al segundo camino
má firme que antes la vea.
Y dice que le escribáis
las fanegas y la cuenta
del trigo que acá se asienta,
porque respuesta tengáis;
que él escribirá también
lo que le deben allá.
DUQUESA:
¿El mayordomo no está
donde esas cuentas le den?
¿Cómo me vienen, Teodora,
con esas cuentas a mí?
TEODORA:
Este villano es así;
no le conoces, señora.
DUQUESA:
Hermano, pues que así es
que ya en mi casa no hay gente
que os entienda y os contente,
y es la cabeza los pies,
yo, que al fin os he entendido,
la respuesta a cargo tomo,
haciendo de mayordomo,
el oficio no etendido.
Y así, digo que digáis
a vuestro amo y mi casero
que lo que él quisiera quiero,
como vos me lo mandáis;
y que no tenga temor
que el río la presa lleve,
por más que a romperla pruebe
su creciente y su rigor;
que tiene buenos cimientos
en la fe de quien la hizo,
y que no sea espantadizo
de solos sus pensamientos.
Duerma en su cama seguro
que la presa lo estará;
que no es vid que se caerá
marchita de roble duro,
que yo por fiadora salgo.
Andad con Dios, labrador,
y mirad que ese temor
es más villano que hidalgo.
Es lo que toca a la cuenta
cada día escribirá
si hay buena memoria allá
y lo que recibe asienta.
Y, con esto, andad con Dios.
CONDE:
¡Vivas mil años, señora,
con quien habla y mira ahora! (Vase)
PRÍNCIPE:
Él lo dice por los dos.
Discreto el villano anduvo,
harto bien lo ha despachado.
DUQUESA:
El mayor gusto me ha dado
que en mi vida el alma tuvo.
La gente del Duque siento.
Vuestra Alteza me perdone.
PRÍNCIPE:
Ya, Valerio, el sol se pone.
¿Qué haré?
VALERIO:
Ten sufrimiento.
DUQUESA:
¿Mandáis, señor, otra cosa?
PRÍNCIPE:
¿Qué, os vais?
VALERIO:
¿De qué estás cobarde?
Ásela el brazo.
PRÍNCIPE:
Ya es tarde.
VALERIO:
¿No es mujer?
PRÍNCIPE:
Es muy hermosa.
Y una divina hermosura
obliga a tener respeto.
VALERIO:
Jamás el cobarde efeto
gozó de la coyuntura
PRÍNCIPE:
Aquí, mal la puede haber.
VALERIO:
Poco vales para amor.
PRÍNCIPE:
Temo a Celia.
VALERIO:
Anda, señor
que basta que sea mujer. (Vanse, y sale el Rey y Rufino.)
REY:
Yo quisiera, Rufino, no haber ido,
por no venir tan presto de su casa
y tener por pasar la dulce gloria,
que es infierno ya en mí, habiendo pasado;
que es gloria ver a Celia, y el infierno
apartarme tan presto de su vida.
¡Cuán poco fue Rufino amigo, el tiempo
que estuve contemplando su belleza!
RUFINO:
El tiempo que estuviste no fue poco:
harto lugar tuviste de miralla
y aun de poder decir tu pensamiento.
REY:
Si no estuviera allí el Duque, su padre;
aunque en presencia de su padre el Duque,
no pude tanto detener los ojos
que no la hablase y diese larga cuenta
de lo que dentro del pecho aposentaba;
que los ojos, Rufino amigo, suelen
ser lenguas del amor, cuando la lengua
está atada por miedo o por el tiempo. (Entra un paje.)
PAJE:
Una dama, señor, en una silla
cubierta toda de balleta negra,
aunque el traje y edad no es de viuda,
licencia aguarda para entrar a hablarte.
Si mandas, entrará.
REY:
¡Ay, Rufino amigo!,
el corazón me dice que esta es Celia,
que me viene a pedir al Conde preso,
por cuya pena viste negro luto.
Dile a esa dama que entre, que bien puede
enriquecer mi alma con su vista.
Rufino amigo, mucho quiere al Conde.
RUFINO:
Extraño sentimiento es el que hace.
REY:
¡Ah, Conde venturoso, que mereces
tanta lealtad en tan hermoso pecho:
un rey te envidia, y por tu humilde estado
trocara el suyo, y venturoso fuera,
pues la suma riqueza de este suelo
es la beldad que a Celia ha dado el cielo! (Entra la Duquesa, de luto.)
DUQUESA:
Espejo y clara luz resplandeciente
del antiguo valor de tus abuelos
de quien eres divino descendiente;
Rey a quien dieron los eternos cielos
el alma más real y generosa
que cubrieron jamás humanos velos;
esta que ves cual sombra lastimosa
a tus pies arrojada, es por su daño
del Conde preso la viuda esposa.
REY:
Tu funesto espectáculo es extraño
señora Celia ¿necesario ha sido
tan blancas tocas y tan negro paño
para vencer un hombre ya rendido
a la hermosura vuestra, a quien allego,
aunque sin luto, del dolor vestido?
Y cuando no estuviera yo tan ciego,
¿mi real palabra no bastara
para daros al Conde libre luego?
Si en las necesidades se acrisola
el oro de la fe y aqueste ejemplo
os hace más romana que española,
pedid a mi valor que os labre un templo:
seréis imagen de su altar divino,
porque os adoren como yo os contemplo.
DUQUESA:
No en balde vuestro nombre es peregrino
de polo a polo, y vuestra cortesía
digna de un pecho de adoraros digno.
¿A quién mejor el templo convenía
que a un rey que, de mil lauros adornado,
busca la paz y guerra aborrecía?
Pero como ladrón y maltratado,
el Conde mi marido, en el castillo,
con guardas, tiene el príncipe encerrado,
y es lo peor que su cruel cuchillo
ya dicen que amenaza su garganta:
a vos le pido; Rey a vos me humillo.
REY:
Las piedras, cuanto más hombres, quebranta,
Duquesa, vuestro llanto y mueve a pena,
y más con más razón quien tiene tanta.
Pero decidme: una amistad tan buena
como sería daros libre al Conde,
y negando mi sangre por la ajena,
¿merece galardón?
DUQUESA:
Por vos responde
el mismo bien que pretendéis hacerme,
el beneficio al premio corresponde.
REY:
A quien tan liberal quiere entenderme
no es necesario declararme tanto:
yo creo que esperáis favorecerme.
Ve, Rufino al castillo, y entretanto
que el Príncipe no sabe lo que intento,
aunque a las guardas todas cause espanto
al Conde saca libre, y al momento,
a mí y a Celia nos le trae.
RUFINO:
Yo parto. (Ahora se descubre el fingimiento.) (Vase.)
REY:
De dar contento al Príncipe me aparto,
solo porque le tengas tú.
DUQUESA:
Es tan grande,
que ya por los sentidos lo reparto.
De hoy más, señor, tu Majestad me mande
como a esclava que compra en este punto,
pues es razón que con tus hierros ande.
REY:
¡Ay, Celia, que me tiene ya difunto!
No te llames esclava, sino reina
de un rey esclavo y de su reino junto.
Para corona tus cabellos peina,
que en ellos reina bien, pues es tan justo
que reine en reinos quien en almas reina.
DUQUESA:
Dispuesta estoy, señor, para tu gusto,
si al Conde me das libre.
REY:
¿En eso dudas?
DUQUESA:
Mira que das al Príncipe disgusto.
REY:
Así, Duquesa, a mi remedio acudas
como te trae Rufino libre al Conde.
DUQUESA:
Háblenme de placer las piedras mudas.
¡Ah, torre fuerte que mi bien esconde,
combatida del agua que te baña!
¿A dónde le hallaré decidme, a dónde? (Entra Rufino.)
RUFINO:
¿Hase visto jamás crueldad tamaña,
hase visto rigor como el presente
en los cristianos límites de España?
¡Oh, poderoso Rey!, ¿quién le consiente
al Príncipe, tu hijo, estas crueldades,
dignas de Scitas e inhumana gente?
REY:
Rufino, ¿qué es aquesto?
RUFINO:
Las maldades
del fiero Domiciano y de Celino
más parecen, señor, antigüedades.
Al Conde ha muerto el Príncipe.
REY:
¡Ah, Rufino!
¿qué dices?
RUFINO:
Que queda el Conde muerto.
REY:
¿Quién ha hecho tan grande desatino?
RUFINO:
El Príncipe, tu hijo.
REY:
¿Es cierto?
RUFINO:
Cierto.
DUQUESA:
¡Ay, mísera de mí! ¿Qué es lo que escucho?
¡Salga mi alma, al corazón abierto!
REY:
Tenla que se desmaya.
RUFINO:
Puede mucho
la fuerza de un dolor.
REY:
¡Con qué contrarios,
desesperado amor, batallo y lucho!
¡Ah, hijos, a los reyes necesarios,
y escándalo mil veces a los reyes:
bien costosos, males ordinarios!
¡Dichosos los que guardan pobres bueyes!
¡Tristes de aquellos que vasallos guardan,
pues tienen más rigor en otras leyes!
Pues el dolor y mi desdicha tardan
en acabar mi vida, no sospechen
que mis brazos se encogen y acobardan.
Yo buscaré remedios que aprovechen
para morir, con esta propia mano,
por más que mis flaquezas los desechen.
¿A dónde tiene el Príncipe tirano
al Conde muerto, triste mensajero?
RUFINO:
En la plaza del fuerte más cercano
en una parte yace el cuerpo entero
y en otra la cabeza destroncada
sobre un tapete negro.
DUQUESA:
¡Ay, triste, muero!
RUFINO:
Sospechas la acompañan, y la espada
que más horrendo caso pronostica.
DUQUESA:
¡Oh Príncipe cruel! ¡Oh mano airada!
¡Ay, alma hermosa! ¡desde el cielo aplica
tus divinos oídos a mi llanto!
RUFINO:
¡Qué gran lealtad tu llanto significa!
DUQUESA:
Aunque me cause el verte muerto espanto,
a verte voy, porque en tu sangre envuelta
mejor pida justicia al cielo santo.
REY:
Tenla.
RUFINO:
Espera, señora.
REY:
Tenla.
DUQUESA:
¡Suelta!
¡Justicia, cielos, de este rey tirano! (Vase.)
RUFINO:
En no aguardar razón está resuelta.
REY:
¡Que no la detuvieras!
RUFINO:
Fuera en vano,
que va furiosa.
REY:
¡Ah, hijo inobediente,
ábrase un rayo tu enemiga mano!
Yo no sé qué me haga o cómo intente
remedio ya para mi mal, Rufino
y para el alboroto de mi gente.
RUFINO:
Para todo señor habrá camino.
Mas oye un poco que tu hijo viene.
REY:
¡Haría si le viese, un desatino!
(Entra el Príncipe.)
PRÍNCIPE:
¿Es verdad, mi señor, que tú mandabas
que soltasen al Conde libremente?
REY:
¿A mis ojos pareces, fiero bárbaro?
¡Quítate de mis ojos mal nacido,
incapaz de llamarte hijo mío!
Pues mira que te aviso y te prometo
que si estás en la Corte, y a mis ojos,
que la muerte que al Conde dar hiciste
has de pagar con otra, y no con menos,
y agradece que luego no lo hago.
Vamos, Rufino deja ese cobarde. (Vase el Rey solo.)
PRÍNCIPE:
Yo cumpliré, señor, tu mandamiento.
RUFINO:
Calla, señor, que no es cólera de padre.
Mañana estará blando y amoroso.
No te ausentes, sosiégate. (Vase.)
PRÍNCIPE:
No puedo;
determinado estoy, pues cielo y suelo,
amor, mi padre, Celia y mi tormento,
de no hacer resistencia ni pedirles
el daño que me causan todo juntos;
ireme de la Corte, y aun del mundo,
donde jamás las nuevas de mi muerte
puedan venirte padre: pues la vida,
dejando a Celia, dejo ya perdida. (Vase.)