El maniquí de mimbre: VII

El maniquí de mimbre
de Anatole France
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Cuando el señor Bergeret, después de coger sobre el velador el Boletín de la Facultad, salió de la sala silenciosamente, la señora de Bergeret y Roux exhalaron a un tiempo un hondo suspiro.

—No ha visto nada —murmuró el joven, deseoso de no agravar la aventura.

Pero Amelia, que pretendía lo contrario, se dispuso a sacudir sobre su cómplice toda su responsabilidad eventual, y movió la cabeza para expresar una duda cruel. Estaba inquieta; más que inquieta, contrariada, como si se avergonzase de haberse dejado sorprender estúpidamente por una persona tan falta de malicia y a la cual despreciaba por su mucha credulidad. Sentíase lanzada en ese descontento inevitable a que nos conduce toda situación difícil y nueva.

Roux quiso convencerla de lo que hubiera querido convencerse:

—No nos ha visto, estoy seguro; sólo ha mirado hacia el velador.

Y como Amelia no se tranquilizaba, afirmó el discípulo que desde la puerta no podían verse las personas recostadas en el sofá. La señora quiso hacer la experiencia, y se colocó junto a la puerta, mientras Roux, despatarrado en el sofá, representaba el grupo de los amantes sorprendidos.

No dio un resultado bastante decisivo aquel experimento. A su vez, fuese a la puerta Roux, y la señora de Bergeret se encargó de reconstituir la escena amorosa.

Varias veces repitieron el ensayo, seriamente, fríos el uno para el otro y hasta un poco desapacibles. Roux no logró que la señora de Bergeret venciera sus incertidumbres.

Al fin, él exclamó, impaciente:

—Pues bien: si nos ha visto, es un gran ...

Y empleó una palabra cuyo significado apenas barruntaba la señora de Bergeret, que la consideró, desde luego, inoportuna, grosera y torpemente injuriosa. Lamentó que su amigo Roux la hubiese pronunciado.

Seguro Roux de que su presencia perjudicaría más a la señora de Bergeret cuanto más prolongase la visita, y temeroso —por motivos de laudable delicadeza— de verse encarado con su bondadoso maestro, a quien ofendía, murmuró al oído de Amelia unas palabras convenientes para tranquilizarla, y de puntillas, con la mayor prisa posible, se dirigió hacia la escalera. La señora de Bergeret, ya sola, se retiró a meditar en su gabinete.

Lo que acababa de hacer no le parecía punible de suyo. Desde luego, si bien con Roux no se halló hasta entonces en aquella situación, con otros —no muchos, a decir verdad— había hecho lo mismo sin el más pequeño sobresalto. Porque semejante aventura, juzgada como un delito monstruoso, en la práctica se ofrece con toda la sencillez de su mecanismo y con toda su natural inocencia. El prejuicio desaparece ante la realidad. No era la señora de Bergeret una de esas mujeres arrebatadas a su destino doméstico y vulgar. Tenía un temperamento algo febril, por fuerzas invencibles, ocultas en el misterio de su existencia; pero era razonable y cuidadosa de su reputación. No buscaba las ocasiones. A los treinta y seis años había engañado al señor Bergeret sólo tres veces, lo suficiente para que no extremase la importancia de su desliz. Porque ya sabía que su tercer amante sólo era una repetición del segundo, el cual, a su vez, lo fue del primero; y ninguno le ofreció amarguras ni goces de los que dejan un recuerdo imborrable. No se alzaba temible, ante sus ojos grandes y glaucos de matrona, el fantasma del remordimiento. Se creía una mujer decente, arrepentida sólo de haberse dejado sorprender por un marido que le inspiraba desprecio profundo. Y esta desdicha era, sobre todo, sensible por ocurrir en el ocaso, en la edad tranquila de las reflexiones prudentes. Las otras dos aventuras comenzaron también de igual modo que la tercera. Enorgullecía mucho a la señora de Bergeret la impresión que pudo causar a un hombre correcto y agradable. Las manifestaciones de semejante impresión le interesaron hasta el punto de no parecerle nunca excesivas, y se creyó muy apetecible y turbadora. Dos veces antes de su tropiezo con Roux se había deslizado hasta un límite donde sería necesario, para detenerse, vencer una inmensa dificultad física sin conseguir ninguna ventaja moral. Su primer amante fue un hombre talludo, hábil, nada egoísta, que se propuso agradarla; pero la turbación consiguiente a un primer desliz menguó aquel goce. La segunda vez estuvo más interesada en su aventura; pero, desgraciadamente, carecía de la necesaria experiencia. Por fin, Roux le ocasionó un trastorno demasiado grave para que Amelia se preocupase de lo que hizo con él antes de la inconcebible sorpresa; y si procuraba recordar sus actitudes en el sofá, era sólo para deducir lo que vio el catedrático y precisar hasta qué punto podría sostener el engaño y la mentira.

Sentíase humillada, exaltada, ridicula; se avergonzaba al pensar en sus hijas, pero sin temor alguno, segura de convencer, de acorralar a su marido con sufrimientos y astucias, confiada en su mucha superioridad sobre aquel hombre bondadoso, inocente y tímido.

Ni un momento dejaba de suponerse muy por encima del señor Bergeret. Esta convicción inspiraba sus actos, sus palabras y su silencio. Amelia tenía un orgullo dinástico. Se llamaba Poully, era hija de Poully, el inspector de la Universidad; sobrina del Poully del Diccionario, sobrina de otro Poully que publicó en 1811 la Mitología para señoritas y la Abeja de las damas. Habíala fortalecido su papá en ese orgullo doméstico y arrogante. Junto a una Poully, ¿qué representaba un Bergeret?

Por esto no sentía la menor inquietud acerca del resultado favorable de la disputa prevista, y aguardaba tranquilamente a su marido con astuta insolencia. Pero cuando a la hora del almuerzo le oyó bajar la escalera, sintió alguna inquietud. Ausente, aquel infeliz la intranquilizaba, y se convertía para ella en un ser misterioso, casi temible. Amelia fatigaba su cerebro en conjeturas acerca de lo que le diría el catedrático a su regreso, y preparaba contestaciones pérfidas o violentas, según el caso. Erguíase y engallábase para repeler al enemigo. Imaginaba rasgos patéticos, amenazas de suicidio, escenas de reconciliación. Al anochecer sintióse desalentada; lloró, mordió su pañuelo. Ansiaba, requería explicaciones, insultos, atropellos. Aguardaba con ardorosa impaciencia el regreso del señor Bergeret. A las nueve de la noche reconoció sus pisadas en la escalera; pero él no entró en el gabinete. Al poco rato, la criada fue a decirle, entre socarrona e insolente:

—Me ha ordenado el señor que le ponga la cama de hierro en su estudio.

Abrumada, la señora no supo qué responder.

Durmió tranquila toda la noche; pero había fracasado su audacia.