El maniquí de mimbre: VI

El maniquí de mimbre de Anatole France
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En presencia de aquel flagrante atentado, el primer impulso del señor Bergeret fue como de un hombre sencillo y violento, como de un animal feroz. Descendiente de una larga cadena de abuelos desconocidos, entre los cuales había, sin duda, espíritus rudos y bárbaros; heredero, como todos los hombres, de innumerables generaciones de antropoides y de salvajes bestias, el catedrático de Literatura recibió en sus gérmenes vitales instintos destructores propios de la Humanidad antigua. El choque violento despertó aquellos instintos. Ansias de muerte y destrucción secaron su garganta, y quiso matar a Roux y a la mujer; pero hubiera querido aniquilarlos al punto, sin violencia y sin crueldad. Su instinto feroz se había transformado, como los cuatro colmillos de lobo que tenía en la boca y como las uñas de carnívoro que armaban sus dedos; la primitiva fiereza se hallaba muy amortiguada. El señor Bergeret quiso destruir a Roux y a la señora sin empuje ni esfuerzo; fue salvaje, cruel pero sin fiereza, durante un tiempo tan corto que ningún acto externo pudo surgir de aquel sentimiento, y ni siquiera la expresión del sentimiento pudo ser advertida en su rostro por los dos testigos interesados en adivinarla. En un segundo, el señor Bergeret dejó de sentirse puramente impulsivo, prehistórico y destructor, sin dejar de sentirse irritado y celoso. Al contrario, su indignación iba en aumento. En ese nuevo estado su idea no era ya primitiva, era social, y barajaba confusamente restos de viejas teologías, fragmentos del Decálogo, jirones éticos, máximas griegas, escocesas, alemanas, francesas, rasgos dispersos de legislación moral que, al golpear su cerebro como gatillos de fusil, lo abrasaban. Y sucesivamente creíase patriarca, padre de familia, según las costumbres de Roma; señor y justiciero. Concibió la idea virtuosa de castigar a los culpables. Después de haberse propuesto matar a su mujer y a Roux por instinto sanguinario, se propuso matarlos en atención a una idea de justicia. Fulminó contra ellos penas ignominiosas y terribles.

Agotó para ellos los rigores de las costumbres góticas. A través de las épocas de sociedades constituidas se entretuvo más, casi empleó en ello dos segundos, que los cómplices aprovecharon para dar a su actitud apariencias discretas, que desfiguraban por completo el carácter de sus relaciones.

Por fin, después de sumergirse unas tras otras en su imaginación las ideas morales y religiosas, el señor Bergeret sentía solamente un desasosiego, un hastío que apagaba los ardores de su cólera como un torrente de agua sucia. Tres segundos habían pasado sin que se decidiera, y se hallaba ya sumergido en un abismo de irresolución. Obediente a su instinto confuso, amortiguado, pero muy propio de su carácter, desde un principio apartó la vista del sofá y la fijó en un velador que había junto a la puerta, cubierto con un tapete de fondo aceitunado, en el cual, unos caballeros de la Edad Media lucían su figura estampada en varios colores, a imitación de los tapices antiguos. Durante aquellos segundos interminables, el señor Bergeret distinguió claramente a un paje que sostenía el casco de uno de los caballeros. De pronto, sobre aquel velador y entre los libros encuadernados en tela roja y dorada, que la señora tenía en aquel lugar como nobles adornos, reconoció la cubierta amarilla del Boletín de la Facultad, que había dejado él mismo allí la noche antes. La presencia del cuaderno le sugirió una resolución, la más conforme a su carácter: extendió el brazo, cogió el Boletín y salió de la sala, donde había tenido la desdichada ocurrencia de meterse con tan poca oportunidad.

Solo en el comedor, sintióse infeliz y abrumado. Se agarró a los respaldos de las sillas para no caerse; quería llorar para tranquilizarse; pero su desventura, como un cáustico, secaba sus lágrimas en los ojos. El comedor, donde había estado momentos antes, le pareció un lugar conocido, pero en otra existencia. Imaginó que en una vida anterior y lejana le rodearon el aparador de roble tallado, el juego de tazas puesto en el estantecito de caoba, los platos de loza con relieves de colores, que formaban una cornisa espléndida; recordó que se había sentado en torno de aquella mesa redonda con su mujer y con sus hijas. No, no destruyeron su dicha, porque nunca fue dichoso; era su pobre vida familiar lo que se aniquilaba, su existencia íntima, siempre molesta y difícil, pero, en lo sucesivo, confusa y deshonrosa.

Cuando la joven Eufemia entró para poner los cubiertos, el catedrático estremecióse como si viese alzarse una sombra de aquel mundo, insignificante y desvanecido ya, donde antes vivía.

Y fue a encerrarse, solo, como siempre, en su estudio; sentóse junto a la mesa, hojeó el Boletín de la Facultad, que llevaba en la mano, para leer maquinalmente:

"Notas acerca de la pureza del lenguaje. Podríamos comparar los idiomas a bosques vírgenes, donde las palabras se desarrollan como quieren o como pueden. Las hay extrañas y las hay monstruosas. Reunidas en el discurso forman espléndidas armonías, y sería bárbaro podarlas como se podan los tilos de los paseos públicos. Hay que respetar lo que llamó el gran descriptivo ‘la cumbre indeterminada’."

"¡Y mis hijas! —pensaba el señor Bergeret—. ¡Mis hijas! Amelia debió acordarse de que tiene dos hijas; debió acordarse de nuestras hijas..."

Continuó su lectura, sin enterarse de lo que leía:

"Hay palabras que son verdaderas monstruosidades El idioma tiene un origen popular. Hállase plagado de ignorancias, errores, fantasías, y hasta en sus bellísimos aciertos se descubre la ingenuidad. Fue creado por ignorantes que sólo conocían la Naturaleza. Su origen es muy remoto, y los que nos lo transmitieron distaban mucho de ser gramáticos ilustres."

Reflexionaba:

"Viviendo como vive..., ¡y a su edad! Porque tiene disculpa una mujer elegante, solicitada, ociosa... Pero ¡ella!"

Por su costumbre de leer constantemente, sin proponérselo entonces leía:

"Sirvámonos del idioma como de una herencia y no analicemos demasiado. Para la conversación y hasta para la literatura es peligroso preocuparse mucho de las etimologías..."

"Y él, mi discípulo predilecto..., admitido en mi casa, ¿no estaba obligado...?"

"La etimología nos enseña que 'Dios' quiere decir 'lo que brilla', y que 'alma' significa 'soplo'; pero la Humanidad dio a esas palabras un sentido que antes no tuvieron..."

"¡Adúltera!"

La palabra se le vino a la boca tan recia, que le pareció sentirla entre los labios como una chapita de metal, como una medalla tenue: "¡Adúltera!"

Imaginó al instante cuanto esa palabra tenía de usual, de doméstico, de ridículo, de torpemente dramático, de cómico estúpido, y, a pesar de su tristeza, sonrió.

Había leído y releído a Rabelais, a La Fontaine y a Moliére, y se aplicó con propiedad el nombre que indudablemente le correspondía, pero sin hacerle tanta gracia como le hizo hasta entonces.

"Sin duda —reflexionaba—, este suceso es frecuente y de poca importancia. Pero soy, entre los hombres, una persona insignificante, y como todo es relativo, resulta enfadosa para mí cualquiera pequeñez. No debo considerar vergonzoso un dolor motivado por semejante causa."

Esta reflexión le sumergió en su dolor. Apiadado de sí mismo como de un enfermo, evitó las imágenes desapacibles y las cavilaciones importunas que revoloteaban, confundidas, en su cerebro ardoroso. Lo que había sorprendido le produjo una repugnancia física; y se ocupó, al punto, de investigar el origen de aquel estado, porque su imaginación era, naturalmente, filosófica.

"Los objetos relacionados con los más violentos deseos que pudieran conmover nuestras fibras y nuestra sangre —advirtió— no serán observados jamás con indiferencia, y en cuanto no inspiran voluptuosidad, causan hastío. No quiero suponer que Amelia fuese capaz de hacerme sentir semejantes alternativas, porque, sin duda, es una de las manifestaciones menos emocionantes y para mí nada misteriosa; pero no deja de ofrecer los caracteres precisos de la Venus, atracción de los hombres y de los dioses. Y asociada su imagen a la de mi discípulo Roux, en un afán mutuo y en un sentimiento recíproco, encaja de lleno en la forma típica elemental, que sólo puede inspirar atracción voluptuosa o repulsión invencible. Así, observamos que todo símbolo erótico enciende o apaga el deseo, y atrae o ahuyenta la mirada con igual energía, según el estado fisiológico del espectador.

"Esta observación induce a reconocer el verdadero motivo que ha obligado en todas las épocas a realizar secretamente los actos eróticos, para no producir en el público emociones violentas y contrarias. Llegóse a encubrir todo lo que pudiera recordar aquellos actos. Así nació el pudor, que reina entre todos los hombres, y con preferencia en los pueblos más lascivos.

"Una casualidad me ha permitido descubrir el origen de esa virtud, la más variable de todas por ser la más generalizada, el pudor, que los griegos llamaron vergüenza. Preocupaciones ridículas hanse adherido a esa costumbre, originada en una manera de ser especial del hombre, común a todos los hombres, y que oscurece su carácter. Pero ahora me hallo en situación de constituir la verdadera teoría del pudor. Newton descubrió, al pie de un árbol y a menos costa, las leyes de la gravedad."

Así reflexionaba el señor Bergeret, hundido en el sillón de su estudio, y tan perturbado, que de pronto giró en derredor su mirada sanguinolenta. Sus dientes rechinaron, y, al apretar los puños, clavóse las uñas en la palma de las manos. La imagen de Roux, su discípulo predilecto, se le ofrecía con una exactitud implacable en aquella situación que no ha de ser vista nunca, según las observaciones tan metódicamente razonadas poco antes por el catedrático. No carecía el señor Bergeret de la facultad que se distingue con el nombre de memoria visual, y sin que los ojos le ofrecieran una riqueza de recuerdos, como al pintor que almacena inmensos e innumerables cuadros en un repliegue de su cerebro, representaba, sin esfuerzo alguno y con bastante precisión, visiones de objetos que le habían interesado; cuidadosamente guardaba en el álbum de su memoria el diseño de un árbol magnífico, de una mujer atractiva, que sólo una vez se reflejaron en sus ojos.

Pero nunca una imagen mental se le apareció tan clara, tan precisa, tan brillante, minuciosa, intensa, compacta sólida y potente como se le aparecía la de su discípulo Rous enlazado a la señora. Aquella representación, del todo conforme a la realidad, era odiosa, era inicua, porque prolongaba indefinidamente un acto de suyo pasajero. La ilusión perfecta que determinaba revestía todos los caracteres de una cínica obsesión y de una intolerable insistencia. De nuevo el señor Bergeret sintió impulsos de muerte contra su discípulo Roux, y aquel pensamiento, desarrollado con toda entereza de un acto que se realiza, le dejó abatido.

Reflexionó, y, lentamente, suavemente, se perdió luego en un laberinto de incertidumbres y contradicciones. Sus ideas, poco a poco, se diluían, se mezclaban, se desleían como los colores de acuarela en un vaso de agua; y, al fin, perdió hasta la emoción de aquel suceso.

Al tender en torno una mirada, observó que los ramajes de papel de la pared estaban mal ajustados en varias partes y a diferentes alturas, de tal suerte, que las dos mitades de un clavel no se unían. Contempló después los libros alineados en los estantes de pino sin barnizar y la bola de crochet que le había hecho Amelia muchos años antes para que limpiase las plumas, regalo de un día de santo. Emocionóse ante la intimidad, ya para siempre destrozada. Nunca estuvo enamorado de su mujer; se casó con ella conforme a las indicaciones de algunos amigos, incapaz de semejante decisión por cuenta propia. No la quería, y, sin embargo, Amelia representaba una gran parte de su existencia. Pensó en sus hijas, que se hallaban con su tía en Arcachón, y le preocupó más la mayor, que se le parecía y era su predilecta. Se le cubrieron los ojos de lágrimas.

De pronto, a través de su llanto, vio el maniquí de mimbre donde la señora de Bergeret entallaba sus vestidos y que tenía la costumbre de colocar en el estudio, frente a la biblioteca, sin atender las quejas del catedrático, el cual se lamentaba de que le obligasen a danzar con la muñeca de mimbre cada vez que necesitaba un libro del estante. Siempre había molestado al señor Bergeret aquel armatoste, que aun tiempo le recordaba las polleras de los campesinos y un ídolo de junco trenzado que de niño vio dibujado en el Manual de Historia antigua, usado, según cuentan, por los fenicios para quemar a sus esclavos; pero, sobre todo, le recordaba a la señora, y —aun cuando el maniquí no tenía cabeza— esperaba que de un momento a otro comenzase a gruñir y a regañar. Aquel día el maniquí le pareció la propia señora en cuerpo y alma, la señora de Bergeret odiosa y grotesca. Lanzóse a ella, la oprimió, hizo crujir entre sus brazos los mimbres resecos, la derribó, la pisoteó, la mutiló y, al fin, cogióla en alto, la tiró por la ventana y la vio caer en el patio del tonelero Lenfant, donde quedó aplastada entre los cubos y las artesas. Tenía el convencimiento de haber realizado un acto verdaderamente simbólico, aunque no menos absurdo y ridículo; y era indudable que le produjo cierta satisfacción. Cuando Eufemia entró en el estudio para decirle que la comida estaba en la mesa, el señor Bergeret encogióse de hombros, atravesó resueltamente el comedor solitario, descolgó el sombrero de la percha de la antesala y bajó la escalera.

En el portal se le ocurrió que no sabía qué hacer ni adonde ir, y que no había tomado ninguna resolución. En la calle notó que llovía y que no llevaba su paraguas. Aquella minúscula contrariedad le distrajo. Mientras dudaba si se lanzaría o no a recibir el chubasco, descubrió en la fachada, por debajo del tirador de la campanilla, un dibujo hecho, al parecer, por un chiquillo. Era un muñeco. Dos puntos y dos rayas dentro de un óvalo formaban la cara, y un óvalo más alargado servíale de cuerpo; los brazos y las piernas eran sencillas rayas que, por su disposición, daban un aspecto cómico a la figura, ejecutada en el estilo clásico de las grotescas ilustraciones murales. No era obra reciente, a juzgar por lo borrosos que aparecían algunos rasgos; pero el señor Bergeret sólo en aquel momento reparó en ella, tal vez porque sus facultades observadoras se habían exaltado de pronto.

"¡Un grafitto!", exclamó el catedrático mentalmente.

Y pudo notar que adornaba la cabeza del muñeco una cornamenta, sobre la cual se leía su nombre: "Bergeret".

"¡Ya lo sabían! —reflexionó—. Los pilluelos que van a la escuela se burlan de mí, lo publican en las paredes, y soy el escarnio de la ciudad. Es posible que Amelia me haya engañado mucho tiempo y con toda clase de gentes. El grafitto me instruye más que una larga y minuciosa investigación."

Bajo la lluvia, con los pies hundidos en el barro, examinó el grafitto; pudo apreciar que las letras de la inscripción eran irregulares, y los trazos del dibujo análogos a los de la escritura.

Y al irse calle arriba, sin preocuparse de la mojadura, recordaba los grafittos de la antigüedad trazados por manos ignorantes en los muros de Pompeya, que se descifraban siglos después, recogidos e ilustrados por los filólogos. Recordó también el grafitto del Palatino, los rasgos informes hechos con las uñas en la pared del Cuerpo de guardia.

"Dieciocho siglos transcurrieron desde que aquel romano hizo la caricatura de su camarada Alexandros en adoración delante de un Dios crucificado y con cabeza de burro. Ningún monumento ha sido tan minuciosamente analizado como el grafitto del Palatino. Se halla reproducido en una infinidad de colecciones y documentos, Ahora ya tengo, como Alexandros, mi grafitto. Si un cataclismo sumergiera mañana esta sucia y triste ciudad, ¿qué dirían los arqueólogos del siglo XXX al descubrir mi grafitto? ¿Comprenderán su grosero simbolismo? ¿Hallarían la equivalencia de mi nombre trazado en caracteres de un alfabeto perdido?"

Cuando el señor Bergeret llegó a la plaza de San Exuperio llovía menudo, y al ver entre dos contrafuertes de la iglesia el barracón donde había de muestra una bota encarnada, recordó que las suelas de sus botas, desgastadas por el uso, le hacían sentir la humedad. Pensó que, en lo sucesivo, debería preocuparse de su ropa y de su calzado, atenciones que hasta entonces correspondieron a Amelia, y se dirigió derechamente al tabuco del zapatero, que claveteaba unos tacones.

—Buenos días, Piedagnel.

—Muy buenos los tenga, señor Bergeret. ¿En qué puedo servirle, señor Bergeret?

Y el pobre viejo alzó su angulosa cabeza para dedicar al cliente una sonrisa de su boca desdentada. Su rostro flaco, donde se marcaban unas ojeras profundas, rematado por una barbilla saliente, correspondía, por su miseria, por sus tonalidades amarillentas, por su aspecto desdichado, al estilo duro de las figuras de piedra esculpidas en el pórtico de aquella vetusta iglesia, junto a la cual nació, junto a la cual vivía, y moriría, sin duda.

—Conservo las medidas, y no he olvidado que le gustan las botas anchas. No lo he olvidado, señor Bergeret. Obra usted con acierto, señor Bergeret, cuando prefiere su comodidad a presumir de pie pequeño.

—Pero ya sabe que tengo el empeine muy alto y la planta del pie arqueada. Cuide bien de la hechura —objetó el señor Bergeret.

Al catedrático no le envanecía la forma de sus pies. Había leído que Lamartine mostraba orgullosamente su pie desnudo, con el empeine muy pronunciado y la planta muy arqueada; y ante el ejemplo del hombre ilustre sentía el señor Bergeret alguna complacencia, porque sus pies no eran lisos y planos. Sentóse en una silla de anea, y contempló la bota encarnada pendiente del dintel. En la pared, blanqueada y resquebrajada, un ramito de boj asomaba entre los brazos de una cruz negra; y el pequeño Cristo de cobre clavado en aquella cruz inclinaba la cabeza sobre un zapatero clavado en su taburete, detrás del mostrador donde se amontonaban trozos de suela y hormas con suplementos de cuero indicadores de las excrecencias dolorosas que tenían los pies de los clientes. Una estufilla de hierro fundido calentaba el cajón, donde se aspiraba un penetrante olor de pieles curtidas y de guisado.

—Veo con gusto —dijo el señor Bergeret— que tiene usted trabajo de sobra.

Pero el zapatero dejó escapar sus lamentaciones confusas, indecisas y sinceras. No trabajaba como en otros tiempos. Hacíase difícil, cada vez más difícil, competir con la fabricación de calzado. Muchos compraban ya en los almacenes las botas hechas, lo mismo que se acostumbra en París. Se me muere la clientela —añadió—. Acabo de perder al párroco señor Rieu. Apenas hago más que remiendos. Este trabajo no luce. Ante aquel miserable zapatero de gótica fisonomía que se lamentaba, resignado, al pie de su crucifijo, el señor Bergeret se entristeció, y, con alguna inquietud, le preguntó:

—Su hijo, ¿tiene ya veinte años? ¿Qué hace?

—¿Fermín? Acaso no ignora usted —respondió el pobre hombre— que salió del Seminario porque no tenía vocación. Pero los curas tuvieron la bondad de interesarse por él, después de prohibirle que acabase la carrera. El padre Lantaigne le proporcionó un empleo de ayo en casa de un marqués de Poitou. Fermín, rabioso, no quiso aceptarlo; se fue a París, y está de pasante en un colegio; pero gana muy poco.

El zapatero añadió tristemente:

—Lo que me convendría...

Interrumpióse, y luego prosiguió:

—Enviudé hace doce años. Lo que me convendría es una mujer, porque sin una mujer no hay casa posible. La mujer es el sostén de la casa.

En silencio puso tres clavos en la suela, y después dijo:

—...cuando es una mujer seria.

Aplicóse a su trabajo. De pronto, alzó su rostro macilento y enfermizo hacia el cielo encapotado:

—¡Es muy triste vivir solo! —dijo.

El señor Bergeret tuvo un movimiento de satisfacción. Acababa de ver a Paillot asomado a la puerta de su librería.

Levantóse, y dijo:

—Buenos días, Piedagnel. Sobre todo, el empeine muy alto.

Pero el zapatero le retuvo con una mirada suplicante, y le preguntó si conocería, por ventura, cualquiera mujer, ya no muy joven, hacendosa, viuda, que aceptase los ofrecimientos de un viudo con una modesta industria.

El señor Bergeret miró estupefacto al infeliz que pretendía casarse.

Y el zapatero prosiguió:

—He pensado en la repartidora de la tahona de la calle de Tintelleries; pero le gusta el aguardiente. No es despreciable para mí la criada del difunto párroco de Santa Águeda, pero está muy orgullosa de su posición; tiene bastantes ahorros.

—Piedagnel —dijo el señor Bergeret—, écheles medias suelas a las botas de nuestros conciudadanos; continúe solo, recluido, satisfecho en su barracón, y no se case, no se case, Piedagnel; sería una imprudencia.

Empujó la vidriera para salir, atravesó la plaza de San Exuperio y entró en la librería.

Paillot estaba solo. Era un hombre adusto y nada instruido; corto de palabras, y preocupado únicamente por su comercio y su casa de campo del monte Duroc. Pero al señor Bergeret le inspiraban la librería y el librero un encanto inexplicable; allí estaba siempre satisfecho, y sus ideas fluían con mayor abundancia.

El señor Paillot era rico, y no se quejaba nunca. A lo sumo, indicó alguna vez que ya no se ganaba tanto como antes con los libros de texto. La costumbre de remesar en firme disminuía el negocio, y las continuas reformas de los programas dificultaban la adquisición de material para escuelas.

—En otro tiempo —decía— todo era más duradero.

—No opino lo mismo —afirmaba el señor Bergeret—, El edificio de nuestras enseñanzas clásicas está en constante reparación. Es un monumento vetusto en cuya estructura se hallan vestigios de todas las épocas. Luce un frontón del estilo Imperio sobre un pórtico jesuítico; tiene galerías de rocalla y columnatas como las del Louvre, salones góticos, una cripta romana, escaleras del Renacimiento, y si hurgáramos en la base, hallaríamos el opus spicatum y el cemento romano. Sobre cada una de las diferentes partes pudiéramos poner una inscripción conmemorativa de su origen: "Universidad Imperial de 1808." "Rollín." "El Oratorio." "Port-Royal." "Jesuitismo." "Retóricos latinos de Autun y de Burdeos." Cada generación hizo alguna reforma, dio algún ensanche al Palacio de la Sabiduría.

Paillot miraba estúpidamente al señor Bergeret y acariciaba sus barbas rojas sobre su mandíbula enorme. Luego, abrumado, fue a cobijarse tras el mostrador. El señor Bergeret abrevió su discurso:

—Gracias a las adaptaciones sucesivas el edificio se conserva en pie. Se derrumbaría en cuanto dejaran de reformarlo constantemente. Conviene reparar lo ruinoso y añadir algunas dependencias de arquitectura reciente; pero son de temer desplomes funestos.

Como el honrado Paillot se libraba mucho de contestar a estas consideraciones tenebrosas, que le asustaban, el señor Bergeret hundióse, mudo, en el rincón de pergaminos y pastas viejas.

Aquel día, como todos los días, cogió el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes. Aquel día, como todos los días, el libro se abrió por la página 212. En aquella página se le aparecieron al señor Bergeret, enlazadas, las imágenes de Amelia y de Roux..., y releyó el texto, mil veces leído, sin reparar en su lectura, embargado por la reflexión de sus actuales circunstancias:

"...trar un camino hacia el Norte. A este contratiempo, dijo..." (No es una situación extraordinaria ni singular que pueda sorprender y aturdir a un espíritu filosófico.) "...debemos la fortuna de haber podido visitar de nuevo las islas Sandwich..." (Es un fracaso doméstico. Destruye mi casa. Ya no tengo casa.) "...y enriquecer nuestro viaje con un descubrimiento..." (Ya no tengo casa, no tengo casa.) "...que, a pesar de ser el último..." (Moralmente recobro mi libertad. Esto merece ser tomado en consideración.) "...tiene muchas trazas de ser el más importante que los europeos hicieran en toda la extensión del Océano Pacífico"

El señor Bergeret cerró el volumen. Había entrevisto su rescate, su libertad, una vida nueva, un resplandor en su camino tenebroso; lejano, pero brillante y persistente. ¿Cómo saldría del túnel? ¿Cómo? Lo ignoraba. Era siempre un consuelo vislumbrar algo de luz en alguna parte. Aún conservaba la impresión visual de Amelia enlazada con Roux, pero esa imagen incongruente ya no le producía repugnancia ni odio; se le aparecía como el frontispicio belga de un libro lascivo, como un dibujo cualquiera. Sacó el reloj: eran las dos. Había necesitado noventa minutos para llegar a un convencimiento prudente.