El maniquí de mimbre: IV
Por ser el primer día de año, el señor Bergeret, desde que se levantó, se puso la levita, que se había deslucido ya mucho, y sobre la cual se reflejaba la claridad mustia de un día nublado con tonos cenicientos. Las palmas de oro pendientes del ojal por una cinta morada brillaban chillonamente, como si pregonaran que no era quien aquello lucía caballero de la Legión de Honor. Envuelto en aquella ropa, sentíase más que nunca pobre y desmedrado. Su corbata blanca le parecía un pingajo miserable, y es cierto que su blancura dejaba mucho que apetecer. Cuando hubo luchado vanamente con la pechera de su camisa, se convenció de la imposibilidad absoluta de mantener sujetos los botones de nácar en los ojales ensanchados por el uso. Esto le afligía: lamentaba no ser un hombre de buena sociedad; sentóse, y meditó:
"¿Hay, realmente, una sociedad escogida y hombres de buena sociedad? Me parece que lo llamado «buena sociedad» es algo como esas nubes de oro y de plata suspendidas en el azul del cielo. A distancia, brillan; pero si estuviéramos dentro, nos parecerían sólo una oscura niebla. En realidad, las agrupaciones sociales son muy confusas. Agrúpanse los hombres con arreglo a sus prejuicios y a sus gustos; pero los gustos combaten, con frecuencia, los prejuicios, y el azar lo arrolla todo. Sin duda, una buena fortuna y el ocio de que se acompaña determinan costumbres y un género de vida especial. La característica de los hombres de buena sociedad se reduce a manifestaciones de cortesía, a cuidados higiénicos y a ciertos ejercicios inútiles. Hay, pues, costumbres de buena sociedad, pero sólo son exteriores, y por esto más divertidas. Hay modales y palabras de buena sociedad, pero no hay almas de buena sociedad. Lo que nos caracteriza: pasiones, ideas, ternuras, no puede llevar el sello de la buena sociedad, que no se refleja en lo íntimo, en lo profundo, en lo verdaderamente humano."
Y, a pesar de semejantes reflexiones, le producían alguna inquietud las deficiencias de su corbata y de su camisa. Fue al salón para ponerse delante del espejo. La imagen pareció confusa en el fondo tras una enorme canastilla de flores, colocada sobre el piano entre dos bomboneras. Tenía la forma de un carro construido con mimbres, la adornaban cintas de seda roja y relucían sus ruedas con dorado brillo de purpurina. Sujetaba un alfiler una tarjeta de Roux en el punto más visible, por ser la canastilla un obsequio a la señora Bergeret.
El catedrático no se decidió a quitar de allí aquella enramada, y le bastó verse en el espejo un ojo entre las flores para juzgarse benévolamente. No creía que nadie sintiera estimación hacia él en este mundo ni en los otros, y acaso por esto se trataba a sí mismo con piedad y simpatía. Era cariñoso consigo, como lo era con los desdichados. Renunció a un estudio más detenido acerca de su corbata y de su camisa, y reflexionó:
"Tú, Bergeret, explicas el escudo de Eneas, y tu corbata está sucia y ajada. Caes dos veces en ridículo. No eres un hombre de buena sociedad. ¡Si al menos vivieras de tu vida interior y cultivaras en ti mismo un hermoso jardín!"
Aquel día, primero de año, le sobraban motivos para quejarse de su fortuna, porque se veía obligado a visitar y atender a hombres tan brutales y descorteses como el rector y el decano de la Facultad. El primero, señor Leterrier, no podía soportarle. Su antipatía era de tal naturaleza, que iba en aumento sucesivamente como un vegetal, y daba de año en año sus frutos. El señor Leterrier, catedrático de Filosofía y autor de un Manual donde se juzgaban todos los sistemas filosóficos, profesaba las rígidas convicciones de la doctrina oficial. No concebía jamás pequeña duda respecto a las determinaciones de lo bello, lo bueno y lo verdadero, cuyos caracteres había definido punto por punto en su obra (páginas 216 a 262). Consideraba hombre peligroso y perverso a Bergeret, quien reconocía la sinceridad perfecta de los juicios del señor Leterrier, y no se rebelaba contra ellos; hasta le hicieron sonreír, a veces, con indulgencia. Pero sentía un desasosiego cruel cuando tropezaba con el decano de la Facultad, señor Torquet, exento de aprensiones intelectuales y que, atiborrado hasta no poder más de literatura, conservaba el espíritu de un ignorante. Aquel hombre barrigudo, con el cráneo reducido y la frente muy estrecha, se ocupaba, sobre todo, en contar los terrones de azúcar almacenados en su despensa y la fruta de su jardín; pero al recibir la visita de uno de sus colegas de Facultad, ponía paño al pulpito para desplegar enfadosamente su actividad y un género de inteligencia que al señor Bergeret le dejaba confundido. Esto reflexionó el catedrático mientras se ponía el gabán para ir a casa del señor Torquet y decirle que le deseaba un venturoso Año Nuevo.
A pesar de todo, alegróse al salir de su casa, porque al aire libre se le ofrecía la más grata ventura: la libertad filosófica. En la esquina de la calle de Tintelleries, frente a los Dos Sátiros, detúvose para contemplar cariñosamente la acacia del jardín de Lafolie, que asomaba por encima del muro su copa desnuda ya de verdores, y pensó:
"En invierno, los árboles muestran una hermosura íntima que no aparece jamás en ellos cuando se cubren de hojas y de flores. Muestran su delicada estructura, sus abundantes ramificaciones, que no tienen las apariencias de un esqueleto, sino de múltiples miembros, en los cuales reposa la vida. Si yo fuera pintor de paisajes..."
Mientras hacía estas reflexiones, un hombrachón pronunció su nombre al tiempo que, sin detenerse, lo cogía por un brazo. Era el señor Compagnón, el más popular de los catedráticos, el maestro preferido, que daba su curso de Matemáticas en el espacioso anfiteatro de la Universidad.
—¡Eh!, le deseo mil felicidades, amigo mío. Apuesto a que va usted, como yo, a casa del decano. Iremos juntos.
—Me place —respondió el señor Bergeret—, Así me acercaré apaciblemente a un fin desagradable; porque, lo confieso: de buena gana me volvería sin visitar al señor Torquet.
Al oír esta confidencia que no había provocado, el señor Compagnón retiró, fuera por casualidad o por instinto, la mano que apoyaba en el brazo de su colega.
—No lo ignoro; ya sé que tiene algún disgustillo con el decano; pero el señor Torquet no es un hombre de mal carácter.
—Con mi franqueza de costumbre le diré — repuso el señor Bergeret— que ni remotamente me preocupa la inquina con que me trata el decano. Me desconsuela y me anonada hallarme cerca de una persona falta en absoluto de imaginación. No son las injusticias ni los odios lo que abruma y entristece, ni el espectáculo de los dolores humanos. Al contrario: las desdichas del prójimo nos harán reír en cuanto se nos presenten sin hacernos temer. Pero los espíritus macilentos y sin reflejo alguno, las almas en que parece ya extinguido todo el Universo, me desuelan y me desesperan. Verme obligado a relacionarme con el señor Torquet es una de las más crueles desventuras de mi vida.
—Se preocupa usted por muy poco —dijo el señor Compagnón—. Es nuestra Facultad una de las más brillantes de Francia, por el saber de sus catedráticos y por la buena disposición de sus locales. Únicamente dejan aún algo que desear los laboratorios; pero es justo suponer que, gracias a la solicitud constante del rector y a la de un político tan influyente como Laprat-Teulet, este lamentable descuido se verá remediado.
—También sería bueno —añadió el señor Bergeret— que no se diera el curso de Literatura latina en un sótano malsano y oscuro. Al cruzar la plaza de San Exuperio, el señor Compagnón señaló con el brazo extendido hacia la casa de los Deniseaux:
—Ya nadie se preocupa de la iluminada que tenía relaciones directas con Santa Radegunda y con otros santos del Paraíso. ¿No fue usted a verla, señor Bergeret? Yo estuve cuando más daba que decir; me llevó Lacarelle, secretario del prefecto. Vi a la iluminada en un sillón, con los ojos cerrados y una docena de personas la interrogaban acerca de la salud del Papa, sobre las consecuencias que tendría la alianza franco-rusa; si se votaría por fin, el impuesto sobre la renta, y si era posible hallar un remedio contra la tisis. Ella contestaba en estilo poético y con cierta facilidad. Cuando me llegó el turno de interrogarla me limité a preguntar una cosa muy sencilla: "¿Cuál es el logaritmo de nueve?" ¿Y usted supone que me respondió 0,954?
—No lo supongo —dijo el señor Bergeret.
—No respondió nada —prosiguió el señor Compagnón—, absolutamente nada. Quedóse muda. Y entonces yo insistí: "¿Es posible que Santa Radegunda ignore cuál es el logaritmo de nueve?" Allí había coroneles retirados, curas, médicos y señoras mayores. Adiviné una consternación profunda en sus rostros; y la nariz de Lacarelle como si repentinamente se marchitara, se le desplomó hacia el ombligo. Fui objeto de una censura general.
Mientras el señor Compagnón y el señor Bergeret atravesaban la plaza y discurrían tranquilamente, vieron pagar a Roux, que sembraba de tarjetas la ciudad, por ser hombre de muchas relaciones.
—Ahí va mi discípulo predilecto —dijo el señor Bergeret.
—Parece un mozo robusto —advirtió el señor Compagnón, partidario de la preponderancia física— Un hombre así no debiera estudiar latines.
Al oír esto, el señor Bergeret preguntó irónicamente al matemático si creía oportuno reservar el estudio de las lenguas clásicas a los tullidos, a los enfermos, a los enclenques y a los deformes.
Pero ya el joven los abordaba, y al saludar, sonriente, lucía su blanca dentadura de lobo. Se mostraba muy satisfecho. Su perspicacia feliz, que antes le descubrió el secreto del servicio militar, acababa de proporcionarle un triunfo nuevo: había obtenido aquella mañana una licencia de quince días para curarse un imaginario dolor en la rodilla.
—¡Hombre dichoso! —esclamó Bergeret—. Para engañar no le hace falta mentir. —Y dirigiendose al catedrático de Matemáticas, prosiguió—: Mi discípulo Roux es una esperanza de la métrica latina. Por su extraño contraste, este joven humanista, que mide tan escrupulosamente los versos de Horacio y de Catulo, compone versos franceses desiguales, cuyo ritmo indeterminado, lo confieso, no pude nunca precisar. En una palabra: mi discípulo Roux hace versos libres.
—¿Versos libres? —repitió el señor Compagnón amablemente.
El señor Bergeret, dispuesto siempre a instruirse y amigo de novedades, rogó a Roux que recitara su reciente poema, La metamorfosis de la ninfa del cual hasta entonces sólo tuvo el catedrático de Literatura vagas referencias.
—A ver, a ver eso —dijo el señor Compagnón —Me pondré a la izquierda, porque del otro lado tengo el oído torpe.
Acordaron que recitaría Roux el poema de La metamorfosis mientras iban hacia la casa del decano, el cual vivía en lo alto de los Torreones. La pendiente, muy suave, no era un obstáculo, pues al poeta le sobraban alientos.
Roux comenzó a recitar con lentas, prolongadas y armoniosas entonaciones, La metamorfosis de la ninfa, cuyos versos frecuentemente cortaba el rodar estruendoso de los carros:
La ninfa blanca
deslizábase presurosa
por la curva orilla del río;
en la isla de sauces grises
se vestía como Eva
con hojas ovaladas,
y huía pálida.
Luego se muestran sutiles en cuadros cambiantes:
Verdes ribazos
con sus figones,
y las frituras de pececillos.
Naturalmente, la ninfa escapa, inquieta, recelosa. Y en la ciudad se verifica la metamorfosis.
La dura piedra de malecón, desgasta
y borra las curvas de sus caderas.
En su pecho, una mata de crin bravia crece
y el sudor, amasado con polvo, la ennegrece...
La ninfa
se transforma ya...
Descarga en la estación
carbón.
Y el poeta canta el río que atraviesa la ciudad:
El río, desde allí municipal e histórico,
digna corona de archivos, de anales, de fastos,
¡de gloria!
Solemnemente, y a veces con pereza, refleja muros grises: y se arrastra bajo la sombra pesada y abacial
donde aún reviven Eudes y Adalbertos
entre la riqueza ornamental;
obispos, que no bendicen a los ahogados anónimos,
anónimos
no de cuerpo, sino de alma;
su alma de ahogados, que ninguno entiende:
y van allende,
tropezando en las islas que tú bordeas
en todo semejante a embarcaciones planas
que tuvieron por mástiles tubo de chimeneas.
¡Y los ahogados van allende!
Párate, río, junto a los doctos parapetos
en cuyas rendijas duermen los secretos
de la magia.
Sus franjas rojas
las cubre un plátano con la lluvia de sus hojas
marchitas.
Acaso nos reveles inscripciones felices
en las piedras mohosas, o en aceros escritas
porque tú no ignoras el mérito de las ruinas
y tampoco la importancia de rasgos cabalísticos.
Hasta llegar a la puerta del decano prosiguió la descripción del río ilustre. Allí puso fin al poema.
—Me parece muy bien —dijo el señor Compagnón, benévolo con toda clase de literatura; pero tan poco aficionado a ella que no hubiera distinguido un verso de Racine de uno de Mallarmé.
Y el señor Bergeret reflexionó:
"¿Y si, a pesar de todo, fuese una obra maestra?" Por temor a profanar una belleza oculta, estrechó, en silencio, la mano de su discípulo.