El maniquí de mimbre: III

El maniquí de mimbre de Anatole France
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El señor Bergeret abandonó el paseo por no aguantar el viento del Norte, que lo combatía sobre la tierra helada bajo los olmos deshojados, y se encaminó hacia la cuesta Duroc. Por la calzada ponía el pie sobre los pedruscos desiguales; más allá de la fragua del herrador de la vaquería, en cuya pared hay pintadas con bermellón dos vaquitas, y de los bajos muros de las huertas, iba derecho a un límite borroso, que cerraba el horizonte con una sombra violácea. Después de preparar la décima y última lección acerca del octavo libro de la Eneida, repasaba maquinalmente de memoria las particularidades métricas y gramaticales que habían merecido fijar su atención, y ajustando la cadencia de sus pensamientos a la de sus pasos, repetíase acompasadamente, al andar, estas palabras: Patrio vocat agmina sistro... Pero con frecuencia, en su imaginación curiosa y varia, surgían apreciaciones críticas algo extemporáneas. Le abrumaba la retórica militar de aquel octavo libro y le parecía ridículo qué Venus entregase a Eneas un escudo cuyos relieves representaban escenas de la historia romana desde su principio hasta la batalla de Actium y la huida de Cleopatra. Patrio vocat agmina sistro. En la glorieta de las Zagalas, que domina el monte Duroc, frente al ventorrillo del tío Maillard, sucio, desierto, cerrado y lóbrego, se le ocurrió que los romanos, a cuyo estudio consagraba su vida, eran insoportables por su énfasis y su insuficiencia. Con el progreso de las edades y del gusto, solamente le parecían admisibles Catulo y Petronio; pero ya no tenía más remedio que insistir en la senda que se había marcado. Patrio vocal agmina sistro. "Virgilio y Propercio —reflexionaba— dan a entender que el sistro, cuyas notas agudas acompasaban las danzas frenéticas y piadosas de los sacerdotes egipcios, era también la música de los marinos y de los guerreros. Y no se concibe."

Al bajar por el camino de las Zagalas dejó a su espalda el monte Duroc, y se sintió de pronto envuelto en un ambiente suave. Por aquella parte se hundía el camino en un terreno calcáreo, donde arraigaban con dificultad pequeñas encinas. Al abrigo del viento, bajo el sol de diciembre, que lucía en el cielo sin fulgores y sin lumbre, repitió el catedrático plácidamente: Patrio vocat agmina sistro. Sin duda, Cleopatra escapó de Actium hacia Egipto; pero escapó burlando a la flota de Octavio y de Agripa, que pretendía cerrarle el paso.

Y, complacido por lo apacible de aquel paraje resguardado, el señor Bergeret sentóse para descansar en una de las piedras que, arrancadas en otro tiempo de la montaña, se cubrían lentamente de un musgo negro. A través de las ramas veía el cielo violáceo con salpicaduras de niebla oscura, y le producía un triste sosiego comentar sus reflexiones en aquella soledad.

"Antonio y Cleopatra —se decía— sólo se propusieron abrirse paso al atacar a las galeras de Agripa, que los rodeaban. Y esto precisamente fue logrado por Cleopatra, que pudo escapar con sus sesenta naves al bloqueo que las ponían." Y el señor Bergeret, en la hondura del camino disfrutaba la inocente gloria de precisar la fortuna de los héroes en las famosas aguas de Acarnania. Pero cuando alzó los ojos, vio sentado frente a él, sobre un montón de hojarasca, a un viejo que apoyaba su cabeza en el muro gris. Era una fisonomía tan agreste, que apenas se diferenciaba de los objetos circundantes. Su rostro, sus barbas y sus andrajos presentaban los mismos tonos de la piedra negruzca y de las hojas caídas. Se entretenía en raspar tranquilamente un palo con un cuchillo roto y muy desgastado por la piedra de afilar.

—Buenos días —murmuró el viejo— El sol calienta poco. Sin embargo, no lloverá.

El señor Bergeret reconoció a Pie de Alondra, el vagabundo a quien el juez de instrucción, Roquincourd, había complicado en el crimen de la casa de la reina Margarita sin razón alguna, y al que tuvo encerrado seis meses en la cárcel con la esperanza de que apareciesen cargos imprevistos. La detención se justificaba sólo con prolongarse, acaso por malquerencia contra un inocente que hizo sufrir una equivocación a la Justicia. El señor Bergeret simpatizaba mucho con los miserables, y respondió bondadosamente a las palabras afectuosas de Pie de Alondra.

—Buenos días, amigo. Conoce usted los parajes más deliciosos. Aquí puede uno guarecerse contra el viento, y se respira un aire tibio.

Pie de Alondra, después de un breve silencio, respondió:

—Sí; conozco los mejores parajes; pero están lejos. Para frecuentarlos, hay que ser bastante andarín. Con los pies descalzos ando perfectamente; con botas, me cansaría. No resisto unas buenas botas, porque no estoy acostumbrado a llevarlas. Cuando me dan unas botas, las rajo si no lo están ya.

Alzó el pie, que tenía hundido entre la hojarasca, para mostrar un dedo que asomaba envuelto en trapos.

Callóse, y prosiguió su tarea. Raspaba el duro palo.

El señor Bergeret volvió a sumergirse de nuevo en sus preocupaciones:

"Pallentem morta futura. Los galeones de Agripa no pudieron cortar el paso a la escuadra con velamen purpurino de Antonio. Por lo menos, aquella vez la paloma escapó al gavilán."

Pie de Alondra dijo:

—Me han quitado la navaja.

—¿Quién?

El vagabundo alzó el brazo y señaló con el índice hacia la ciudad, sin dar otra respuesta; pero proseguía el desarrollo tardo y sencillo de su pensamiento, porque luego añadió:

—Y no me la devuelven.

Quedóse perplejo, mudo, impotente para expresar las ideas que mariposeaban en su inteligencia oscura. Su navaja y su pipa eran los únicos bienes que poseía en el mundo. Con la navaja partía el pan duro y las cortezas de tocino que le daban en los cortijos, los alimentos que sus encías desdentadas no podían masticar; también picaba con su navaja las colillas del puro, cuyo tabaco le servía para cebar la pipa, y con su navaja raspaba la parte mala de las frutas podridas y escarbaba entre los desperdicios a la rebusca de cosas comestibles. Con su navaja cortaba los palos en que apoyarse al ir de camino, y ramas con que hacer un lecho de hojas para dormir en el bosque. La navaja le servía también para labrar en una corteza de encina barquitos, que daba a los niños, y en blanca madera de pino muñequitas, que daba a las niñas. Le servía para todo su navaja; con ella ejercía todas las artes, las más precisas y las más sutiles; hambriento a todas horas y con frecuencia ingenioso, se valía de su navaja para satisfacer muchas necesidades, y a veces con un trozo de caña convertía un manantial en límpida y sonora fuente, que los señores de la ciudad aprovechaban luego muy complacidos.

Porque aquel hombre, rebelde al trabajo, ejercía todos los oficios. Al salir de la cárcel, no consiguió que le devolvieran su navaja, y tornó a sus andanzas, desarmado y desprovisto, más débil que un chicuelo miserable y errabundo. Aquello le hizo llorar.

Lágrimas incoloras, menudas, abrasaron sus ojos enrojecidos. Luego recobró sus bríos, y en los arrabales de la ciudad tuvo la suerte de descubrir, entre un montón de basura, un cuchillo roto. Le hizo un mango de laya con una rama que cortó en el bosque de las Zagalas.

Lo dicho acerca de su navaja le recordó su pipa:

—La pipa no me la quitaron.

Y sacó de una funda mugrienta, que llevaba en el pecho, un pequeño recipiente pegajoso y negruzco, sin rastro de cañón ni boquilla.

—Señor mío —exclamó Bergeret—, tiene usted trazas de criminal muy temible. ¿Cómo se las compone para que le metan en la cárcel a cada momento?

Pie de Alondra no tenía costumbre de sostener un diálogo. Gracias que respondiese a sencillas preguntas o manifestase alguna idea. Y, a pesar de ser grande su penetración, le costaba mucho, tal vez por falta de práctica, descifrar el sentido de las frases que le dirigían. No respondió inmediatamente al señor Bergeret, el cual hacía rayas con la contera de su bastón en el blanco polvo del camino.

Al fin, Pie de Alondra le dijo:

—Yo no cometo maldades. Me castigan por otras causas.

Y la conversación comenzó a encadenarse más rápida y sin tropiezo.

—¿Supone usted que se encarcela a un hombre que no cometió actos punibles?

—Yo sé quiénes realizan actos punibles; pero si lo dijera, sería peor.

—¿Conoce usted a los vagabundos y malhechores?

—Usted quiere sonsacarme. ¿Conoce usted al señor juez Roquincourd?

—Un poco. Es muy severo, ¿verdad?

—El señor juez Roquincourd habla bien. No he oído a nadie hablar tan bien y tan de prisa. No se le puede responder siquiera. Ninguno habla tanto, ni tan serio, ni tan bien.

—¿Le tuvo en la cárcel varios meses y usted no le guarda rencor? ¡Qué ignorado ejemplo de clemencia y de magnanimidad!

Pie de Alondra volvió a ocuparse en raspar su mango de cuchillo. A medida que su trabajo avanzaba, se le veía más contento, como si recobrase la paz de su alma. De pronto, preguntó:

—¿Conoce usted a uno que le llaman Corbón?

—¿Quién es Corbón?

Le resultaba difícil explicarlo. Pie de Alondra hizo un movimiento indescifrable; con el brazo extendido señaló a varios puntos del horizonte. Debía de preocuparle aquella persona que acababa de nombrar, porque repitió:

—Corbón.

—Pie de Alondra —le dijo entonces el catedrático—, según mis informes carece usted de todo, y nunca roba nada; es usted un vagabundo extraño a pesar de vivir entre ladrones y de conocer asesinos.

Pie de Alondra respondió:

—Unos piensan de un modo, y otros piensan de otro. Antes de hacer nada malo, si tuviese yo un mal pensamiento, abriría un hoyo al pie de un árbol del monte Durco, y enterraría la navaja. Los que hacen daño, lo hacen porque se dejan convencer por su navaja, que los empuja; también su orgullo los empuja. Yo, desde muy joven, perdí el orgullo, porque los hombres me hacían burla, y las mujeres, y los muchachos, y todos me hacían burla.

—¿Nunca sintió usted un impulso violento, una perversidad?

—Sí; cuando encontraba una moza en un camino, por la idea que tenía yo de las tales mozas. Pero todo pasa.

—¿Y aquello no vuelve, no le ciega ya nunca?

—Sí, a veces.

—Pie de Alondra, usted profesa una libertad bien entendida. Vive sin trabajar, es dichoso.

—Hay otras gentes dichosas; yo, no.

—¿Dónde imagina usted que viven los dichosos?

—En los cortijos.

El señor Bergeret se levantó, dio cincuenta céntimos al menesteroso, y le dijo:

—Pie de Alondra, supone usted que la dicha está bajo techado, junto a la chimenea y en una cama de plumas... Le creía más cuerdo.