El médico rural: 10

El médico rural
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo X

Capítulo X

Y a la mañana siguiente, a pie, precedidos por su fama y esperados en las afueras del lugar por el alcalde, el juez, algunos concejales y todas las mujeres y chiquillos, llegaron los dos ilustres jesuitas, el P. Galcerán y el P. Sartos. Acompañábanles los párrocos de Orbaz, de Valleleón y Medinilla. Encaminados a la iglesia, viéronse favorecidos desde luego con un lleno rebosante.

Lo que más atrajo para ellos la atención, hasta que hablaron, fueron los fajines, las gafas de oro, que aumentábanle un diáfano centelleo de inteligencia y de dominio a sus limpios rostros afeitados, y las tejas... felpudas, pequeñas y redondas, casi como sombreros de paisano, tan distintas de aquellas otras grandes tejas de los curas.

¡Ah, pero cuando hablaron!... el éxito, el entusiasmo que subrayó a las gentes fue tan colosal, que Esteban, perdido y apretujado por la muchedumbre en el rincón del baptisterio, tuvo que reconocer el poderío de la elocuencia.

Sí, elocuentes, cada uno a su manera. La fuerte voz de trompeta del P. Sartos y la voz susurradora y persuasiva del P. Galcerán, dijérase que habían rodado en esta primer noche por los ámbitos del templo y por las almas.

Al nuevo día, no se habló sino de ellos en Palomas.

Los poquísimos vecinos y vecinas que no habían acudido a la función formaban grupos con los otros, oyéndoles elogios. «¿Qué tenían que ver los títeres?... ¡Qui t'allá malemo!» -argüíanle en todas partes al tuerto barberillo, que no se asomó a la iglesia («Pa qué») pensando que no habría ido don Esteban. Y así que supo que su ídolo, su maestro, don Esteban, concurrió y pensaba no faltar, él también resolvió no negarles a los padres, «¡me caso en diez!», su herética presencia.

Tratábase, realmente, de algo que turbaba la estúpida calma como secular del pueblecillo. Quitando los comisionados de apremio y los candidatos en tiempo electoral, nadie venía a él de cuanto andaba por el mundo.

Inicióse una semana de gran fiesta. Al anochecer sonaba alegremente el esquilón del Camposanto. El templo, cuyas telarañas colgaban en las bóvedas, pero cuyo suelo y cuyo altar luchase casi sin mujeres, se iba llenando de mujeres, que acudían en profusión con su negro manto a la cabeza. Había hasta forasteras, llegando de otros pueblos donde aún no había estado la misión. Los hombres, en retraso al volver del campo, se agolpaban por las puertas.

Esteban sentábase con el señor Porras en el banco del Concejo. Acaso reconfortando más su fe en la rubia y viva imagen de Jacinta, allá siempre arrodillada bajo el púlpito, que no en la misma imagen de la Virgen, un poco pregonadora de la sordidez del cura, con su roto manto azul, no tardó en formar juicio acerca de la complexión mental de uno y otro misionero. El P. Sartos pertenecía al tipo de orador tonante y emotivo; gran pintor, y a grandes trazos, o a grandes voces, de horripilantes cuadros del infierno, con sus múltiples acentos, poderosos como una trompetería de apocalipsis, pasaba sin cesar una especie de electrización de despeluzno sobre la ingenua concurrencia: «¡Es él! ¡Miradle allí! ¡Luzbel! ¡El mismísimo demonio!», y miraban las mujeres al sitio imaginario del Averno que aquel terrible dedo señalaba, y asomábase el terror a los semblantes y se encogían los corazones. El P. Galcerán, menos corpulento y tronador, venía de catequista y cuadraba en su papel perfectamente; las palabras fluían como una miel invitadora de sus labios, de su alma, de su propio pensamiento hecho verbo convencido de la hermosa redención; lejos de abusar de la simplicidad de sus oyentes (como hubiérale sido harto sencillo) captándoles la razón entre sofismas, ponía y afrontaba los teológicos problemas en su medio justo, resolviéndolos con lógica intachable; sin perder su intensidad y su sutileza, manteníase claro y al alcance del rústico auditorio; esta modestia, además, de los campesinos que le oían, creyérase (y bien al revés que al P. Sartos, aristocrático orador cuyos sermones tenían aquí un poco de desdén condescendiente) que le gustaba, por una excelsa estirpe de su espíritu, capaz de comprender que tanto valen el pobre como el rico, el ignorante como el sabio, en la amorosa compasión, reflejo de la de Dios mismo, hacia la bondad de todas las criaturas.

Nunca descendía de sus dulces discreciones el padre Galcerán. El otro, sí; juzgándose autorizado por su fama, hecha acaso entre reyes y entre duques, si ya no por su hercúlea humanidad y por sus años, en que aventajaba mucho al compañero, desde la tercer noche, y viendo que era el médico la única persona importante que aún no había ido a visitarlos, se obstinó en dirigirle desde el púlpito transparentes alusiones. Le adulaba, le halagaba, con pretextos de comparar la medicina del alma y del cuerpo a que uno y otro consagrábanse; pensando que el joven fuese un volteriano, concurrente a los sermones por el gusto de ridiculizarlos después entre las gentes, anticipábase a desarmarle con elogios excesivos, buscando en su presunta vanidad su gratitud, o, al revés, lanzándole retos tanto más pérfidamente infantiles cuanto que el retado no podría subirse a contestar en el púlpito de enfrente. «¿Queréis fe?... Pues tenedla en mí, en mis palabras, como la tenéis en vuestro médico, cuya ciencia es para vosotros un misterio, lo mismo que la mía.» «¿Pensáis que el hombre por sí solo se basta a saber nada del mundo?... ¿Por qué llueve entonces? ¿Por qué truena? ¡Decídmelo! Y si creéis que no pudieseis contestar porque os falte la cultura, ¡ahí tenéis a vuestro médico...!, y a él también se lo pregunto, a él que nos escucha...; ¡y ya veis que tampoco sabe responderme!... «Sus argumentos terminaban en las voces estentóreas que atraían el terror sobre los fieles con aquellas evocaciones pavorosas del demonio, de Luzbel...; y la iglesia entera, entre el tufo de los cirios, el sudar de las mujeres y el olor a estiércol y a colillas de los buenos labradores, parecía llenarse de rojos llamarazos y de azufres encendidos al rudo choque de las alas y cuernos y pezuñas demoníacas por muros y por bóvedas...

-Y bueno, don Esteban -le dijo el juez una mañana-, y han güerto a preguntarme los Padres que y usté qué y por qué y no ha dío a velos entavía.

Se dispuso a visitarlos. Tenía ya bien conocido el mérito del P. Galcerán y bien forjado su deseo de elegirle confidente.

Iba viendo a los enfermos. Miró el reloj: las doce y media... ¡Un poco tarde! Sin embargo, partió hacia la casa de don Roque.

Según acercábase, le apuraba la elección de las palabras en que hubiera de exponerles, sin jactancia, pero con franqueza plena, su conflicto.

A juzgar por las medias frases que de ellos le habían traído el alcalde, el juez y el señor Porras, que asimismo como prohombre habíase visto en la cortés obligación de cortejarlos, insistían los misioneros en creerle un presumidillo lector de España Nueva, de Las Dominicales y El Motín, pronto a discutir lo humano y lo divino; ahora, al verle efectivamente llegar en guisa de polemista, corría el riesgo de que le confirmaran en concepto tan ridículo -y debía evitarlo a todo trance.

Llegó. Aunque estaban de par en par las puertas, golpeó con los nudillos. El corazón latíale como en la inminencia de la cita de una novia. También venía buscando amores..., amores para el alma, y que, no menos que los del corazón, pudieran oponerle los obstáculos y equívocos humanos a sus ansias inefables. Si por no entenderle el P. Sartos y el P. Galcerán, piadosamente se burlasen de sus dudas, él llevaríase de junto a ellos un tremendo desconsuelo, una última y horrible sensación de desamparo.

Volvió a llamar.

La vieja ama apareció, sacando de la sala platos sucios.

-¡Ah! ¿Vi usté a velos, don Esteban?... ¡Pase! ¡Están comiendo!

A gritos anunció:

-¡El señor médico está aquí!... ¡Pase, don Esteban! ¡Pase!

Cruzaron un polvoriento despacho lleno de santos y escopetas. En la sala, modestísima, vio a los misioneros y a don Roque sentados a la mesa y rodeados de tres perros y dos gatos, que roían huesos con gran ruido de colmillos. Por la dificultad de levantarse entre tantos animales, o por el recelo que el tardío visitador les inspiraba, los Padres, lanzando unos «¡Hola! ¡Hola!» de reserva e inquietud, limitáronse a enfocarle en el diáfano campo de sus gafas.

El cura se hizo paso a puntapiés, y fue por una silla.

-¡Siéntese, amiguito! ¡Corcio, que ya de veras le esperábamos! ¿Quiere usted melón?

-¡Gracias! -repuso Esteban, sintiéndose observado por ambos jesuitas.

Aun en la pobreza de la estancia y de aquella mesita baja y de mantel gordo, más propia de patanes, saltaba indiscutible el hábito principesco de los dos.

-¡Bueno, bueno, bueno, señor médico! -dijo al fin con plena impertinencia el P. Sartos, aplicándose a comer-. ¡Caramba, y con lo amigo que a mí me gusta ser de los doctores! ¿Podría saberse a qué se debe su tardanza?

Tosió el médico. Comprendió que el Padre confirmábale como un pobre pedantuelo, tras su examen ligerísimo. Pero la pregunta le brindaba la oportunidad de sincerarse y de empezar a descubrirles sus anhelos, y no la desaprovechó.

-He tardado -dijo- y, sin embargo, aquí don Roque sabe que soy la causa de que estén ustedes en Palomas.

-¡Cómo! ¡A ver, a ver!

-Yo, Padres, que necesitaba oírles y hablarles (si ustedes quieren dispensarme esta merced), hablar con ustedes largamente en una especie de sincera confesión... vine a pedírselo. Vean, pues -terminó con su acento de modestia-, si por lo que pudiese parecer descortesía no está mi tardanza disculpada.

Los Padres habían vuelto a contemplarle; luego, buscando comprobar la revelación insólita, miraron a don Roque, y cuando éste, adusto y franco como viejo cazador, y ocupado ahora en la para él ardua tarea de prepararse un cigarrillo, afirmó con la cabeza, quedáronse perplejos.

Se le esperaba en la expectación despertada por él mismo, y Esteban terminó:

-Deseaba hablarles y escucharles, para que me disipen ciertas dudas. Yo he leído algo, inútilmente, con tal fin, y más que nada, yo, ¡ah, sí, he sufrido mucho. Quiero volver a creer lo mismo que de niño, y las dudas me lo impiden. Entonces he pensado que sólo a ustedes podría deberles ese infinito bien que ansío con toda el alma.

Hízose otro silencio de meditación y de rectificación de posiciones. Don Roque fue esta vez quien traslucía la sorpresa más ingenua: no esperaba descubrir un tal atormentado en el cortés incrédulo que no iba a misa ni le habló jamás de estos problemas; sin embargo, su atención, débil para cuanto no se refiriese a conejos y perdices, volvió a ser reclamada por la gigantesca y resobadísima petaca a cuyo interior restituía los chisques y el librito de fumar.

El P. Sartos sonreía, a la vez que limpiábase las manos con una servilleta, porque había acabado de comer.

Luego recostóse atrás en su incómoda silla de madroño, y comentó:

-¡Hombre, hombre, de modo que... dudas! ¡Tenemos nuestras dudas, grandes dudas, de seguro y, por otra parte, deseos más grandes de creer! ¡Bueno, bueno, bueno, bueno... bueno!

Se afirmó las gafas, prosiguiendo:

-Es natural. ¡Los libros! Tratamos de explicar las cosas por la ciencia, prescindiendo del misterio, prescindiendo de Dios, que quiso que las desconozcamos; pues claro está que en otro caso habríalas dispuesto de manera que sin ciencia se entendiesen, y no es otro para la soberbia de la Humanidad el absurdo resultado. Fíjese -continuó, aumentando el torrente de su voz, como siempre que hablaba del demonio- en que ángel y todo, criatura de Dios predilecta, ése fue el caso de Luzbel... cuya inicua rebeldía...

Pero tosió, sofocadísimo, porque hablaba con un palillo entre los dientes y habíalo absorbido hasta las fauces en una aspiración de su discurso..., y el padre Galcerán aprovechó la coyuntura para preguntarle a Esteban suavemente.

-¿Quiere el señor médico decirnos cuáles son sus dudas?

Agradecido el joven a la oportuna intervención del catequista, accedió, reconcentrando su atención y su humildad:

-Son varias; por ejemplo, una, respectiva a la armonía entre la definición del libre arbitrio y la posibilidad de que sean libres Dios y el hombre; otra, relativa a la concordancia de la presciencia y la eternidad divinas con la Creación, como tal hecho en el tiempo; otra, referente a cómo deba conciliarse que, siendo todo lo creado obra de la suprema bondad, de la suma perfección, resultara la Creación tan imperfecta, tan absurda (puesto que Dios entonces fuese el creador del mal) que el mal surgiese en ella por la rebeldía de Lucifer.

-¡De Lucifer! -atrapóle el P. Sartos el vocablo, como eléctrico, pues todo esto del demonio correspondía a su negociado, a no dudar-. ¿Y usted ve en ello imperfección? ¿Concibe usted siquiera que la perfección, precisamente, pueda surgir de otro modo para el hombre que en su lucha contra el mal, por tanto, necesario?... No habría concepto posible de justicia sin premio, sin castigo, sin los libres merecimientos de cada uno en la tendencia al mal o al bien; y Dios, justo ante todo, nos creó imperfectos y dejó así que el mal apareciese.

-Pero el mal, entonces... -fue Esteban a argüir, tímido ante la autoritaria voz del jesuita.

-¡Qué!

-¡Oh, no! nada... No sé si a ustedes les molestará que yo, a menos de guardarles el respeto de un silencio o de una falsa convicción que dejase íntegras mis dudas, con mayor respeto aún me permita alguna réplica cuyo objeto no sería más que exponerlas en toda su extensión, para que aún más fácilmente puedan destruirlas...

-Sí, sí, ¡habla! ¡Qué! -excitó rudo el misionero.

Había en su tono tal exasperado desafío, que Esteban, lejos de contestar, bajó los ojos.

Por suerte volvió a acudir en su amparo el padre Galcerán.

-¡Basta! -le oyó decir al tiempo que se levantaba, y con decisión tan suave, pero tan firme, que pareció incluso dominar al vehemente compañero-.-Son problemas que han preocupado a cien cónclaves de sabios y que no debemos tratar de sobremesa. Señor médico, nosotros paseamos por las tardes. ¿Quiere usted desde hoy acompañarnos?

Esteban se levantó a su vez y agradeció:

-Con mucho gusto.

-A las cinco -puntualizó el Padre tendiéndole la mano-. Nos vamos al campo, por ahí.

Era un cordial emplazamiento y una despedida. Los jesuitas, atareadísimos con sus devociones, y buenos regladores del tiempo y del descanso, dormirían siesta... Saludó Esteban. Se marchó.

No iba descontento. El P. Galcerán parecía expedito y dulce, en su rápida y certera comprensión: forma de la autoridad algo agradable; el otro, quizá un poco intemperante por exceso de fervores. Tanto como la esperanza en las racionales persuasiones que hubiera de deberles, predisponíanle a la fe esta inmensa paz, esta mansedumbre, esta resignación con la errante vida que ambos arrastraban. Hombres de talento, y cuyos tipos acusaban la originaria distinción de sus familias acaso nobles, no se comprendería que sin un pleno y gran convencimiento hacia la religiosa idea, hacia la verdad, hubiesen renunciado a todas las comodidades y placeres mundanos para pasarse la existencia viajando a pie, comiendo mal, rezando a todas horas y diciendo de pueblo en pueblo sus sermones...

Esteban, ya en la mesa aguardado por Jacinta, la dijo, sí, que venía de visitarlos; mas no el afán que le acuitaba. Para volver con ella a la gran intimidad, desde la de él rota en sus almas por cien secretos de vergüenza y cobardía, juzgaba preferible llegar primero a la redención espiritual que habría de dignificarle, que hubiese nuevamente de igualarlos. ¡Sólo entonces podría alzarse hasta ella en fuerza de sinceridad y de arrepentimiento..., obteniendo su perdón!