El médico rural: 09

El médico rural
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo IX

Capítulo IX

Un mes después, cuando ya Esteban jugaba al sol alegremente con Luis y con Jacinta; cuando terminaba aquel tráfago de enfermos, aquella lucha sin reposo con que afrontó las epidemias..., pudo darse cuenta de lo enorme de su triunfo.

A sus libros, a su aplicación, a su tenaz constancia en el trabajo, al rígido concepto de su dignidad y sus deberes, debíanle la existencia muchos niños y muchos atados por la fiebre, y, sin embargo, habían vuelto a cruzar las calles diez o doce entierros. De éstos, sólo uno correspondió a un cliente que a Esteban recurrió casi en la agonía, traspasado del médico de Orbaz; los otros, empezando por el tío Marín el Disparao y por Rigodón, y siguiendo por una jovencita, por tres o cuatro mocetones y por unos cuantos chicos a quienes hubo de ahogar la difteria entre mantas de algodón y cataplasmas, fueron víctimas de la torpeza del médico -que así en la competencia entablada por él mismo, y a pesar de su antigua amistad con estas gentes, cayó al descrédito con plena rapidez desde lo alto de la autoridad de su caballo y de sus fachendas de cacique y de gordo labrador y ganadero. Una tarde, delante del último ataúd, se le vio partir en fuga; el potro conducíale a Orbaz tan briosamente como le trajo tantas veces; pero él iba con menos gallardía. Preocupado con los cerdos y los campos, aunque ansioso de aumentarse las ganancias, no importara cómo, en las visitas, debía de desconocer los baños, los sueros e inyecciones, los preciosos sistemas curativos de que al principio maldijo y se mofó, sabiendo que Esteban los usaba.

Bien. No le quedaba al joven ningún remordimiento. Con malas artes, el compañero descortés y falso aspiró a desprestigiarle; en liza abierta, él había sabido reconquistarse la clientela, humillándole con la fuerza de los hechos y debiéndole, además, por la pública comparación de los tan distintos resultados, la fe que le faltaba para ejercer su profesión.

El vecindario todo, sin distinción de políticos partidos, admiraba y respetaba al simpático muchacho que habíale unido a su modestia y a su afable juventud los altos timbres de su ciencia. Esteban supo, pues, gracias a la ola de infortunio tendida sobre el pueblo por aquel colega sin conciencia, que hubo de exagerar insensatamente los terrores de la suya al despreciarse como un necio y un malvado porque no pudo curar a una vieja centenaria y a un borracho. Supo, pudo así saber, que había médicos para quienes una defunción, o ciento, no implicaban sino la contrariedad de tener que firmar con la misma mano y en el mismo instante el certificado judicial y la nota de honorarios...; y esto, al hombre de sutil sensibilidad y gran corazón que Esteban era, resultábale un bien inestimable,

En cambio, y además, habíasele ofrecido la ocasión de ser como definitivamente consagrado por otro médico de fama. Un comprador de granos, residente en Oyarzábal, y venido al pueblo por sus compras, en la posada cayó repentinamente enfermo con una terrible enfermedad que le agarrotaba todo el cuerpo en espasmos convulsivos. Las piernas, los brazos, los músculos del pecho y de la cara, contraíansele a cada contacto con calambres espantosos. No podía tragar ni respirar. Si en los trismos se cogía la lengua con los dientes, partiásela y se desangraba. El tétanos, el horrible y espantoso tétanos, en fin. Grave, dispuso Esteban que se avisara a su familia, luego de ver la impotencia del cloral y los baños que dispuso. Peor al cuarto día, le anunció a la recién llegada esposa la necesidad de que trajeran suero antitetánico de las farmacias de Oyarzábal, y, a no haberlo, de Madrid. La afligida señora mandó un propio, y éste, al mismo tiempo que el suero, trajo al doctor Peña -el doctor de más renombre en la comarca-. Consulta. Un poco azorado sentíase Esteban al principio, tanto por la multitud de gente que la presenciaba, pues era para el pueblo un acontecimiento la presencia del doctor y del coche del doctor, como por su ignorancia de la forma profesional de las consultas (que nadie jamás le había enseñado) y por su científica modestia ante el ilustre compañero; y claro es, anduvo torpe en si debía o no con sus observaciones ilustrarle a la cabecera de la cama, y en quién debía después hablar primero; mas así que salvó sagaz estas levísimas torpezas, y expuso tan modernamente razonados la historia clínica, el diagnóstico, el pronóstico y el tratamiento, tuvo la sorpresa de oír que el viejo y elegante doctor Peña rompía su silencio casi adusto con estas frases dirigidas al concurso y a la esposa del paciente: «Señoras; señores: Me felicito de no poder añadir ni una palabra a las que acabo de oír, y os felicito por tener un joven médico de tanta inteligencia y tanta ilustración. Procurad que os dure mucho, lo cual dudo, porque es de la talla de los que pueden ejercer no importa dónde.»

El enfermo curó. El crédito de Esteban quedó asentado con firmeza inconmovible.

Ahora, vagando otra vez por el pueblo en la descansada normalidad de sus visitas, reanudaba una serenísima amistad con el sol y con los libros, con los verdes campos, con la vida. Feliz al lado de su hijo y su mujer, mirábalos en los paseos gozosos lo mismo que si acabasen de salir a una eterna aurora desde un túnel del infierno.

Jacinta, arcángel rubio, con su cándida expresión, hacíale pensar frecuentemente, y más en el misterio de las noches, contemplándola dormida, que acaso Dios, el gran Dios de ella (el gran Dios de él también en otros tiempos, hundido y borrado actualmente entre sus dudas), habría querido tocar el alma del incrédulo, abrumándole a infortunios, para hacer de ellos resurgir tal redención -en prueba de su poder y de sus recónditos designios contra la mísera razón humana.

Porque, sí, a la vida; tornaba a la vida, victorioso, el cándido niño luchador que por segunda vez había sufrido la sorpresa de verla sobre su frente misma conjurársele en horrores; pero victorioso, con una victoria de triste majestad, de melancólicos dolores impregnados en hondas y desorientadas angustias de infinito. Dijérase que el negro torbellino le había cogido y alzado en su vértice para alzarle a una salvación que estaba por encima de las nubes; para dejarle, sin saber cómo, en las alturas de una azul montaña de paz y de silencio, de soledad, de augustas meditaciones capaces de dominar y comparar la pequeñez de la humana existencia deleznable con la sideral y eterna grandeza de los cielos... Allá en Madrid, cuando la lucha fue de amor junto a su Antonia, la lucha aquélla, aunque brutal, cruel, harto cruel, correspondió al mundo toda entera, a la vida, y realizóse dentro de la vida y en el ardiente afán de un poco de ideal y un poco de belleza que los mismos absurdos de la vida obstináronse en negarle; sin embargo, hasta en el dolor de la derrota quedóle la evidencia de que resultó el vencido como pudo resultar el vencedor, sin que ello dependiese (según vino pronto a confirmárselo en gentil lauro su Jacinta) sino del mayor o menor brío del corazón, que en nuevos ímpetus supiese disputarle su afán a los prejuicios, a los odios, a los tremendos engaños y torpezas de las gentes. Ahora, aquí, no; la batalla, en la que él había sido testigo e instrumento casi pasivo de acción aturdida víctima a la vez, entablóse lúgubre y terrible entre la tierra y los espacios, entre lo tangible y lo incorpóreo, entre la Vida y la Muerte; y la vida, la pobre vida, frágil y fugaz, había saltado rota a cada golpe del invisible adversario formidable, rodando con sordos ruidos siniestros al torrente de la nada, al mar de lo infinito, donde acaban y se funden las ansias que en el mundo nos agitan por un poco de placer... ¿Cuál poderío, ¡ah!, cuál tremendo poderío fuese el que así ostentábase a su arbitrio capaz de disponer en un momento de tanto orgullo o tanto ensueño, de tanta dicha o tanta rabiosa desventura, de tanta loca sensación de perennidad, de todos modos, con que en medio de las flores o los áridos peñascos cada ser constituye su existencia?... ¡Para comprenderle a esta su efímera insignificancia, no bastaba el espectáculo que a un hombre le ofreciese de tarde en tarde el despojo de otro, como aislada víctima digna del olvido en la constante y perpetua batalla universal, sino que hacía falta haber asistido a la pavorosísima batalla como él, como Esteban, en los mismos confines de lo eterno!

¡Bah!, la vida, tan llena de desgracia, y a menos de tornarse a cada paso inexplicable, necesitaría prender la fe y los débiles amores de sí propia en el inmortal aliento de otra fe, de otros amores perpetuos, poderosos, únicos capaces de mantener encendida la esperanza sobre el fondo mismo del sufrir; y Dios, el gran Dios que refulgía en la pálida mirada noble y en los fervorosos rezos de Jacinta, habría querido demostrárselo a Esteban con la extraña paradoja de esta salvación a que le hubo de llevar rebosándole con un dolor terrible su colmo de tortura: por no poder resistir más, deseó matarse en la tarde inolvidable..., y, sin embargo, la gran desgracia nueva de ver a su hijo en el peligro le volvió al mundo plenamente.

¡Providencial, sin duda, cuanto le venía ocurriendo!

Providencial, tal vez, asimismo, y sólo para él dispuesto por una magna voluntad, el hecho de encontrarse a la sazón dos misioneros recorriendo la comarca.

Una tarde, cuando él, dichoso (y en su dicha agradecidamente reflexivo) marchaba por el campo detrás de Jacinta y de Luisín, que cogían en los ribazos margaritas y amapolas -por el astroso buhonero aquel a quien hubo de envidiar en otros días, y a quien ahora, satisfecho de sí propio, reducía piadoso a su piedad, supo que estaban en Orbaz los misioneros...; es decir, precisamente en el pueblo que le pareció nefasto, porque de él le vino el imprudentísimo rival, el médico enemigo que trató de aniquilarle: y en tal dato de situación, por asociación de ideas, de presentimientos, ya que también de Orbaz, y de tan raro modo, habíale llegado el gozo de sus materiales triunfos, creyó ver claro un nuevo indicio de la caridad divina que asimismo quisiera colmarle el alma de victorias...

Tratando de afianzarle la fe, su pobre razón, desde la áspera y ya un poco lejana época de estudiante madrileño, habíase extraviado por una multitud de libros de teología y de catequismo, que sólo consiguieron asaeteársela de dudas...; pero los sabios libros no podían con su impasible método salirle al encuentro de las dudas que ellos mismos suscitaban; y esto debía de serle fácil a un teólogo, a un experto jesuita (maestros todos en deshacer heréticos errores), con el cual pudiese larga y entregadamente departir.

Tal deseo, esta tarde, le arraigó y crecíale en el corazón sobre una beata humildad de predispuesto. Veía a su Jacinta coger flores, guiada por el niño, y sonreía él, sin querer decirla nada de su empeño, siguiéndola siempre con su agradecida y muda reflexión, en abandono de delicias, cual si el ángel inocente y la santa de bondad que le habían sacado de los yertos infortunios, le fuesen ahora conduciendo a la mansión de los amores suprahumanos por la idílica pradera... Caía el sol, en glorias rosa de fulgor suave, y de un arroyo cuya trenza de cristal rompía sonora entre las piedras, surgían el canto como eterno de las ranas y aromas de tréboles, de juncos, de mastranzos... de esas hierbas de todos los selváticos arroyos que huelen a creación, a eternidad, a Jueves Santo, a jugosas y eucarísticas honradeces de la gloria.

Al volver al pueblo, hallábase resuelto enteramente.

Amigo del cura, por haberle asistido como enfermo, fue en seguida a visitarle. El cura estaba viendo cómo el ama asaba unos torreznos. Sin descubrirle su cuita le encomió Esteban la conveniencia de que los misioneros viniesen a Palomas. ¿Cómo? ¡ah!... Más hecho el viejo cazador al gusto de su comodidad silvestre, a las manchas de su ropa, a sus uñas negras, a su buen fuego de sarmiento y a su perro y su perdiz, que no a la redención de feligreses, se mostró contrariado y sorprendido: lo primero, porque pobre, y con una vieja ama que no entendía de cocinera, pondríase en el caso de alojar a los padres jesuitas sin hacerlo con decoro; y lo segundo, porque jamás había visto a Esteban en misa, ni un domingo. Sin embargo, insistía el médico, aludiendo a la rudeza de los aldeanos, por nada nunca ni por nadie invitados como no fuese a las tabernas, y no supo el cura dignamente resistir. El propio Esteban redactó y púsole a la firma la petición para el obispo.