El médano

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Una línea suavemente quebrada azulea en el horizonte, rompiendo la monotonía de la llanura sin fin, de la inmensa pradera argentina.

¿Que serán? ¿montañas? -Montañas no son.

¿Colinas? -Tampoco; apenas pequeñas ondulaciones como las que puede producir la respiración de un mar tranquilo.

No son más que montones de arena; olas inmóviles y silenciosas que miran pasar con indiferencia al viajero, tendidas en perezosa quietud. Son médanos, con sus laderas apenas cubiertas por algunas matas ralas de un pasto duro, gris y seco; formados de arena sutil, estriada por el viento en la superficie, de color amarillento y triste.

Unos, solitarios; otros, encadenados, de cima redonda o puntiaguda; algunos, -como si quisieran dominar a los compañeros echados en la planicie,- erguidos como centinelas, dragones o mudas esfinges encargadas de cuidar tesoros imaginarios: todos de aspecto tan árido que parecen la imagen de la Sed implacable y del Hambre sin recurso, estos dos hijos del desierto.

Y sin embargo, envuelto en la densa nube de tierra que levanta el incansable troteo de la tropilla, sediento, quemado por los rayos oblicuos de un sol ardiente; fastidiado y dolorido por el largo galope; sostenido en la cruzada, más que por la fuerza de su voluntad adormecida, por la idea que, una vez en el camino, hay que llegar, el viajero, de repente silba la madrina, arrolla los fletes, y los hace trepar al galope, jadeantes, enterrados en la arena hasta la rodilla, resbalando y haciendo fuerza, hasta la cumbre del médano, donde se paran, con relinches de alegría.

¿Quién hubiera creído?

-En el medio del médano, desolado, estéril, árido, caliente como un horno, hay un hueco; y en el hueco, alfombrado de un hermoso pasto fresco y tupido, verde como una esmeralda, brilla un manantial de agua cristalina que refleja el azul del cielo.

Tal un alma generosa escondida, por tosco semblante.