Dicha breve
Dicha breve
editarTodo en él era largo: la nariz, el pescuezo, la cabeza, el cuerpo, las piernas y los brazos; hasta el nombre y el apellido también eran regulares, pues se llamaba Saturnino Llaureguiberry; pero como pertenecía a la variedad de los vascos flacos, lo conocían exclusivamente por el nombre de Bacalao, y esto a tal punto que si a alguno se le hubiera ocurrido llamarlo Llaureguiberry, es muy probable que no se hubiera acordado de contestar.
En todo, era anguloso y huesoso, menos en el genio; muy bonachón, capaz de soportar con alegre resignación los titeos más porfiados y las bromas menos delicadas, y de reírse el primero de ellas, con tantas más ganas cuanto menos las había entendido.
Ocupaba un puestito, donde cuidaba una majada que le había dado a interés un compatriota suyo, y ahí, solo en su rancho, sin más compañeros que sus perros y su inseparable pito de barro, de caño largo y de hornillo chico, pasaba la vida sin sobresaltos cocinando él mismo su pucherito, cebando su mate, cuidando su ropa, no sintiendo, probablemente, la necesidad, a los cuarenta y cinco años que por lo menos tenía, de formar familia, ni de complicar su vida tranquila con elementos de afuera.
Los domingos se empaquetaba; se ponía boina nueva, bombachas y camisa limpias, reemplazaba las alpargatas por botas engrasadas, y, completamente afeitado, como lo acostumbran los vascos, iba a dar una vueltita a la pulpería, a charlar con los amigos, tomar unas copas y hacer ese intercambio de pensamientos elevados que distingue las reuniones de campesino. Por lo demás, hablaba el español como un vasco francés que, probablemente, era, pues interrogado al respecto, había contestado: «Uí, musiú», todo lo que sabía del idioma de su patria legal.
Y después de este rato de inocente solaz, transformación inconsciente de la misa dominical del villorio nativo, se volvía a sus ovejas, pastor fiel, asiduo, diligente, celoso; y si las dejaba, a veces, al cuidado de algún vecino, era para ir a ganar algunos pesos cavando un jahuel o erigiendo artísticamente una parva de pasto.
Una tarde, al volver del campo y después de haber encerrado la majada en el corral, encontró, sentada en una de las dos cabezas de buey que formaban el juego de asientos del único cuarto del rancho, cerca del fogón, en el cual había dejado cantando sobre las brasas la pava para el mate, una mujer, joven, no mal parecida, vestida pobremente, pero ni más ni menos que la generalidad de los habitantes del campo.
Bacalao no le preguntó de dónde venía, ni a dónde iba, ni ella se lo dijo tampoco. Él le dio las buenas noches, como si todas las tardes, a la misma hora, después de haber desensillado, la hubiera encontrado sentada en su cuarto; ella le pidió permiso para pasar la noche en el rancho, a que accedió buenamente, como que, entre pobres, no hay mucho cumplimiento.
No se excusó mayormente por la falta de comodidades, pensando probablemente -y con razón- que no había de haber dejado ningún palacio para venir, de modo tan singular, a pedirle hospitalidad.
Y la mujer cebó mate, aprontó en la olla la carne, el arroz, una tajada de zapallo y la sal, y echó leña al fogón.
Bien pensaba Bacalao, el día siguiente, que al volver de repuntar la majada, no la encontraría más en la casa, y no dejó de quedar algo sorprendido, pero de ningún modo disgustado, al verla parada debajo de un sauce, delante de una batea y lavándole los trapos, lo mismo que si hubiera sido la dueña de casa.
Pasaron así los meses; el rancho parecía más alegre; algunas aves vagaban por el patio, la ropa lavada lo embanderaba, los perros se habían hecho más sociables, y, al ver que en el rancho había quién los atendiera, algunos transeúntes solían pararse en el palenque a pedir un vaso de agua o alguna indicación.
Mejor que nunca, el vasco cuidaba sus ovejas; tenía que suplir el gasto ahora mayor de la casa, y no perdía ocasión de hacer algún trabajo suplementario para aliviar la situación.
Una noche, desató de prisa el mancarrón atado a soga detrás del rancho, saltó en pelo y agarró a todo correr para la casa de doña Simona. Una hora después, volvía con ella; en el cuarto se oían lamentos: la matrona se apeó y entró en él majestuosamente, cerrando sobre sí la puerta y dejando a Bacalao soñar en el patio con los nuevos deberes que le iban a corresponder. Medio azorado el pobre por tanta felicidad, no sabía muy bien si debía renegar de su suerte o bendecir al Cielo. De rato en rato, un grito de dolor llegaba a su oído, y entonces dejaba de mandar al demonio a la mujer esa, que se había metido en su vida sin ser llamada, y al hijo que también iba a venir a duplicar el trastorno, para tenerle compasión a la pobre, y enternecerse a la vez con la idea de su tardía e inesperada paternidad.
Doña Simona abrió por fin la puerta y le anunció que era padre de un varón, agregando:
-Es una monada, y se parece mucho a usted -lo que, a pesar de su modestia nativa, no dejó de gustarle algo al vasco; y, orgulloso, ensilló para ir a visitar a su vecino y amigo don Pedro Belloque, ofrecerle ese nuevo servidor y pedirle de ser su compadre.
Cerca de tres años, vivieron así; él, cuidando sus ovejas, con el chico, muchas veces, sentado por delante; ella, cuidando la casa, cocinando, lavando, sin salir más que para visitar de cuando en cuando a una vecina, cuyo rancho quedaba bastante cerca para ir de a pie.
Una tarde, salió Bacalao a repuntar la majada. Cuando volvió, a las dos, no estaba la mujer; el chiquilín dormía. Pensó que estaba en casa de la vecina y no hizo caso. Volvió al campo, quedándose con la majada hasta encerrarla, y, al desensillar, encontró al muchacho dormido en el suelo, con lágrimas a medio secar en las mejillas; lo puso en la cuna que colgaba del techo; buscó, en el rancho y afuera, las huellas de la desaparecida, y por ciertos indicios inequívocos, empezó a sospechar que lo mismo que había venido, lo mismo se había ido.
Pasó la noche, pasaron los días, las semanas y los meses; no supo, ni quiso saber nada de la desconocida que así había cruzado su vida, más bien que brillante meteoro, caprichoso candil, de luz empañada; ni se informó siquiera de lo que hubiera sido fácil indagar, conformándose con vivir como lo había hecho antes, pero no tan solo, ya que tenía un compañerito; aceptando con su jovial indiferencia de siempre las bromas sobre sus pasajeros amores, su paternidad y su viudez, cuidando como madre cariñosa a la pobre criatura que la suerte burlona le había regalado.
Y no era risible, sino conmovedor, el ver a este hombre tan alto, doblado en forma de Z mayúscula hasta la altura del chiquilín, para sonarle las narices.
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