TERCERA PARTE

Saloncito separado por una arcada de otro salón grande. Óyese una orquesta de algunos violines y un contrabajo, desafinada: es la orquesta judía de la localidad. Hay baile en el salón grande. Vienen los bailarines en círculo. La voz de Simenof Pitschik grita, en francés: «Promenade à dame! Pitschik dirige la danza. Desfilan, por parejas, Pitschik y Carlota, Trofimof y Lubova Andreievna, Ania y un empleado de Correos, Varia y el jefe de estación. Varia tiene los ojos llorosos. En último término pasan Duniascha y otras parejas insignificantes. Pitschik vocea: «Grand rond...!» «Balancez...!» «Les cavaliers, à genoux remercient leurs dames!» Firz, de frac, trae en una bandeja agua de Seltz y vasos. Pitschik y Trofimof penetran solos en el gabinete.


Pitschik.
Bailo con mucho trabajo. Estoy apoplético. A pesar de eso, tengo una salud de caballo. Mi difunto padre, hablando de nuestros predecesores, aseguraba que la familia Simenof Pitschik procedía del caballo que Calígula hizo sentar en el Senado. (Siéntase.) Pero aquí está lo malo. Me falta dinero. Un perro hambriento no piensa sino en su trozo de carne. (Pitschik, de repente, se duerme, lanza un ronquido y se despierta.) Y yo, hambriento a mi modo, no pienso sino en el dinero. ¿Qué hacer? Esto de no tener dinero es una gran desgracia
Trofimof. (Observando su fisonomía.)

Realmente, hay en el rostro de usted algo de caballar.

Pitschik.

Siquiera el caballo es un animal vendible, que se puede convertir en dinero.

(En una sala vecina, ruido de bolas de billar. Varia aparece bajo la arcada.)

Trofimof.

Señora Lopakhin... Señora Lopakhin...

Varia. (Con muestras de agrado.)

Señor tiñoso...

Trofimof.

Me enorgullezco de ello.

Varia. (Después de una pausa.)

Ahí están los músicos, que vienen a pedir su salario. ¿Pero cómo se les pagará?

Trofimof. (A Pitschik.)

Si en lugar de gastar su energía buscando fondos la emplease usted en cualquier otra cosa, hubiera ya, probablemente, solucionado el Universo.

Pitschik.

Se expresa usted como Nietzsche. Tiene usted, en verdad, mucho talento.

Trofimof.

¿Ha leído usted a Nietzsche? ¿Por dónde se ha enterado de Nietzsche?

Pitschik.

Daschinka me habla de él de vez en cuando... Créalo, tan apurado me hallo de dinero, que me siento capaz de fabricar billetes de Banco... Pasado mañana debo pagar trescientos diez rublos. He podido hallar ciento treinta. ¿Cómo procurarme el resto? (Explorando sus bolsillos, con angustia.) El dinero se evaporo. Lo perdí. ¡Vive Dios! ¿Dónde están mis ciento treinta rublos...? ¡Ah! (Triunfante.) Helos aquí en el forro. ¡Qué susto me llevé!

(Entran Lubova Andreievna y Carlota.)

Lubova. (Cantando, a media voz, la «lezguimka»)[1]

¿Qué ocurre con Leónidas? (A Duniascha, que anda por allí.) Ofrece te a los músicos.

Trofimof.

La subasta, según parece, no se efectuará.

Lubova.

En mal hora vinieron los músicos. Y la idea de bailar, en estas circunstancias, fué una idea absurda... Pero no importa... (Siéntase, y vuelve a cantar a media voz...) ¿Qué se ha hecho de Leónidas? Todo ha terminado. La finca será vendida. La subasta, ¿no se ha verificado todavía? ¿A qué ocultármelo?

Varia. (Tratando de consolarla.)

El tío fué quien se quedó con la propiedad. Estoy segura de ello.

Trofimof. (Riendo.)

¡Muy bien!

Varia.

La abuela envió, probablemente, a nuestro tío los fondos necesarios para rescatar la tierra a nombre de Ania. Con la ayuda de Dios, todo se arreglará a nuestra satisfacción.

Lubova.

La abuela de Yaroslaov debió enviar quince mil rublos para comprar la propiedad a nombre suyo. Ella no tiene confianza en nosotros. Pero con esta suma no habrá ni para pagar las contribuciones. (Cúbrese el rostro con las manos.) Hoy va a decidirse mi suerte.

Trofimof. (A Varia, cínicamente.)

¡Señora Lopakhin...!

Varia. (Fastidiada.)

¡Estudiante perpetuo!

Lubova.

¿Por qué te enfadas? Él te da broma con Lopakhin. ¿No te halagaría llamarte la señora Lopakhin? Es un buen partido... Si tú no le quieres, nadie te manda que lo tomes.

Varia.

Este asunto es serio. Lopakhin me gusta. Es una excelente persona. Yo le amo...

Lubova.

¡Cásate con él! ¿Qué esperas?

Varia.

Yo no puedo, sin embargo, tomar la iniciativa; él no me dice, no me insinúa nada. Es un hombre que trabaja, que se enriquece. Sus negocios le absorben. No piensa en mí... ¡Dios mío! Si yo dispusiera siquiera de un centenar de rublos, lo abandonaría todo y me encerraría en un convento.

Trofimof.

¡Magnifico!

Lubova.

¿Por qué tarda tanto Leónidas? Estoy inquieta. ¿Han vendido mis bienes, o no?

Trofimof.

Vendidos o no, resulta lo mismo. Mire bien, por una vez, las cosas cara a cara.

Lubova.

Usted juzga la cuestión desde un punto de vista que no puede ser el mío. Yo nací en esta casa. Mi padre y mi madre residieron aquí y mis antepasados lo propio. Yo adoro esta vivienda y ese jardín de los cerezos. Yo no concibo mi existencia sin ese jardín. Si hay que venderlo, que me vendan a mí con el jardín. (Toma entre sus manos la cabeza de Trofimof y le besa la frente.) Mi hijo Grischa corrió frecuentemente entre esos cerezos. Me parece que le estoy viendo. Grischa se ahogó en estas cercanías. (Llorando.) Tenga, compasión de mí...

Trofimof.

Harto sabe usted, Lubova Andreievna, que yo comparto sus infortunios.

Lubova.

Sí, en efecto; pero convendría que los compartiese de otro modo. (Saca su pañuelo del bolsillo; un telegrama cae al suelo...) Yo quisiera concederle la mano de Ania; pero usted no se ocupa de nada, no hace nada. Camina de una Universidad a otra. Pierde el tiempo lamentablemente. Divaga sin rumbo fijo. Yo no sé qué pensar de usted, Trofimof. Es usted un tipo singular.

Trofimof. (Después de recoger el telegrama.)

Yo no tengo empeño en ser una perfección.

Lubova. (Estrujando el telegrama.)

Otro despacho de París. Cada día uno nuevo... Yo le quiero, le quiero... Un gran peso llevo sobre mis hombros. Este peso me aplasta. No sé vivir sin él. (Estrecha la mano de Trofimof.)

Trofimof. (Con ternura.)

Excuse mi franqueza. Él la robó, por él ha sido usted despojada de parte de su fortuna.

Lubova.

No, no. (Se tapa los oídos.) No diga usted eso.

Trofimof.

Es un tunante. Usted es la única que no se da cuenta de ello. Cierra los ojos a la evidencia.

Lubova. (Molesta, conteniéndose.)

A la edad de usted, veintiséis o veintisiete años, se expresa como un alumno de segunda enseñanza.

Trofimof.

Tanto peor.

Lubova.

A su edad debiera ser ya un hombre; comprender la vida. Carece usted de pureza de alma. Siempre estará en ridículo.

Trofimof. (Aterrado.)

¿Qué es lo que dice?

Lubova.

Yo me siento más alta que el amor... Usted no está, no, por encima del amor. Como dice Firz, es usted un ser acabado. ¡A su edad, y no tener siquiera una amante...!

Trofimof.

Lo que dice es horrible. (Desaparece por el gran salón, la cabeza entre las manos. Lubova permanece silenciosa. Trofimof, al cabo de un rato, vuelve.) Entre nosotros, Lubova Andreievna, todo ha terminado. (Vase.)

Lubova. (Riendo.)

Pietcha, aguarde. Es usted tonto. Quise bromear.

(Ruido de alguien que baja rápidamente por las escaleras. Ania y Varia, en las estancias interiores, ríen a carcajadas.) Qué suceder (Ania entra a la carrera, riendo.)

Ania.

Pietcha rueda por las escaleras. (Huye.)

(Resuenan las notas de un vals. Ania y Pietcha pasan por el fondo del salón.)

Lubova.

Pietcha, perdóneme. Venga a bailar conmigo.

(Ania y Varia bailan juntas. Pietcha baila con Lubova Andreievna. Entra Firz, quien coloca su bastón en un ángulo de la pieza. Yascha le sigue. Ambos contemplan el baile.)

Yascha.

¿Qué tal, viejo Firz?

Firz.

No me siento bien... Antaño había almirantes y generales que tomaban parte en el baile. Hoy se ha invitado al jefe de estación y al empleado de Correos; y ni aun esos vienen con gran apresuramiento... Estoy muy débil. No sé ya qué medicina tomar. El difunto amo, abuelo de la señora, trataba todas las enfermedades por el lacre. Ésta era toda su farmacopea. Yo lo tomo desde hace veinte años, y, acaso por este motivo, me hallo todavía vivo.

Yascha.

¿Qué aburrido eres, Firz? Puedes reventar cuando quieras.

Firz.

¿Y tú...? (Balbucea algunas frases.)

(Trofimof y Ania entran, bailando, en el gabinete.)

Lubova.

Gracias..., voy a sentarme. Estoy algo cansada.

(Ania, que había vuelto a salir, bailando con Trofimof, torna, presa de gran turbación.)

Ania.

Un hombre acaba de decir en la cocina que el jardín de los cerezos ha sido vendido.

Lubova.

Vendido, ¿a quién?

Ania.

No dijo a quién. Dió la noticia, y partió.

(Ania reanuda la danza con Trofimof, y ambos desaparecen en la sala.)

Yascha.

Es un desconocido, un anciano: el que charló en la cocina.

Firz.

¡Y Leónidas Andreievitch, que todavía no está de vuelta! Se fué, llevando gabán de entretiempo. Temo que se resfríe.

Lubova.

Me consumo. Ardo en ansias por saber noticias. Yascha, vaya inmediatamente a informarse si es verdad que han vendido el jardín de los cerezos.

Yascha. (Riendo.)

El viejo que trajo la noticia partió hace tiempo.

Lubova. (Confusa.)

¿De qué se ríe? Explique la razón de su júbilo. (A Firz.) Oye, Firz; y si venden la finca, ¿dónde irás tú?

Firz.

Iré donde usted me mande.

Lubova.

¿Qué significa esa cara? ¿No te encuentras bien? Mejor harías yendo a descansar un rato.

Firz. (Sonriendo.)

Sí; me iré a dormir. Pero cuando yo duerma, ¿quién me reemplazará en mis quehaceres? Hay que tener en cuenta que estoy solo en la casa.

Yascha.

Lubova Andreievna, permítame que le dirija un ruego. Cuando regrese a París, haga por que yo la acompañe. Aquí me aburro.

(Pitschik entra.)

Pitschik. (A Lubova Andreievna.)

Concédame usted un valsecito. (Lubova Andreierna sale del brazo con él.) Mi querida amiga, necesito todavía ciento ochenta rublos. ¿Puedo contar con ellos? (Ambos se alejan bailando. Óyense voces en la gran sala. Llega Lopakhin. Pistchik le besa y le dice:) Tú hueles a cognac. Nosotros, ya lo ves, nos divertimos.

(Entra Lubova Andreievna.)

Lubova.

¿Es usted, Yermolai Alexievitch? ¿Cómo ha tardado tanto? ¿Dónde está Leónidas?

Lopakhin.

Leónidas Andreievitch ha llegado antes que yo.

Gaief. (Entrando.)

Me encuentro terriblemente fatigado, Firz; voy a cambiar de traje. (Firz le sigue.)

Pitschik. (A Lopakhin.)

Hable; hable.

Lubova.

¿Y el jardín de los cerezos? ¿Lo han vendido?

Lopakhin.

Sí.

Lubova. (Ansiosamente.)

¿Quién lo ha comprado?

Lopakhin.

Yo.

(Pausa prolongada.)

Lubova.

(Desfallecida, tiene que apoyarse en una mesa para no caer.)

¡Vendido...!

Varia.

(Desprende el manojo de llaves de su cintura y lo arroja al suelo. Parte en silencio.)

Lopakhin.

Yo lo compré. Atención, señores. Háganme el favor... Mi cabeza vacila. (Ríe.) Yo llegué a la subasta. Derejanof se me había anticipado. Leónidas Andreievitch no poseía más que quince mil rublos..., los de la tía de Yaroslaov. Derejanof ofreció, además del importe de las deudas, treinta mil. Yo, excluídas las deudas, pujé hasta noventa mil; y el jardín de los cerezos me fué adjudicado, con el resto. El jardín de los cerezos es mío. (Da saltos de alegría.) ¡Si mi padre y mi abuelo, desde el fondo de sus tumbas, pudieran asistir a este acontecimiento! ¡El pequeño Yermolai, que ellos dejaron en el mundo sin saber apenas leer y escribir, aquel mozalbete que durante el invierno caminaba descalzo, ha comprado esta vasta propiedad! Mi padre y mi abuelo eran siervos. ¿No parece esto un sueño? (Recoge del suelo las llaves, contemplándolas con amor.) Ha tirado las llaves. Ha reconocido, por este gesto, que la propiedad ya no les pertenece. El amo soy yo. (Hace sonar las llaves.) ¿Qué se me da de lo que puedan ellos pensar? (La orquesta afina sus instrumentos.) ¡Vengan acá; quiero oirles! ¡Mañana se oirá otra música: la del hacha de Yermolai Lopakhin cortando los cerezos, en cuyo ex jardín se elevarán las datchas. Una vida nueva renacerá en estos parajes. (La música suena. Lubova, sentada en una silla, llora amargamente.) ¿Por qué no ha escuchado usted mis consejos? Ahora ya es tarde.

Pitschik. (Estrechándole en sus brazos y besándole.)

Lubova Andreievna llora. Dejémosla sola. Vámonos.

Lopakhin.

¿Qué es eso? Músicos, tocad fuerte. Que se os oiga. Yo quiero que todo se efectúe con arreglo a mis instrucciones... (Con arrogancia.) Aquí está el nuevo propietario del jardín de los cerezos. (Yendo de un lado para otro, henchido de satisfacción, tropieza con un velador y derriba un candelabro.) ¡No es nada! Lo pagaré. Yo puedo pagar cuantos desperfectos se originen por mi causa. (Vase con Pitschik. En el salón no queda sino Lubova Andreievna, sentada y llorando. La orquesta toca a la sordina. Ania entra y se arrodilla ante su madre.)

Ania.

Mamá, no llores..., yo te quiero. Yo te bendigo... El jardín de los cerezos ya no es nuestro. Para nosotros, este jardín no existe ya. ¡No importa! No llores más. Miremos al porvenir. Ven conmigo. Cultivaremos un nuevo jardín de los cerezos, que será mucho más hermoso que el otro. Una nueva felicidad descenderá sobre tu alma. Vámonos, mi querida mamá, vámonos.


  1. Aire caucasiano.