SEGUNDA PARTE

En el campo. Antigua capilla, ruinosa, abandonada, con paredes cubiertas de musgo. Cerca de la capilla, un pozo. Esparcidos por el suelo, restos de viejas tumbas. Un banco de madera roído por el tiempo. Camino que conduce a la finca de Lubova Andreievna. Bosque de tilos. A la izquierda comienza el jardín de los cerezos, en el ángulo del cual existe un pabellón o glorieta. En perspectiva, postes telegráficos, marcando una línea de ferrocarril. A lo lejos, a través de la neblina, el panorama de una pequeña ciudad, con sus cúpulas y campanarios. Se aproxima el ocaso. Carlota, Gaief y Duniascha están sentados en el banco. Junto a ellos, Epifotof tañe la guitarra, ejecutando un aire triste. Todos aparecen pensativos. Carlota está con equipo de caza, y la escopeta descansa entre sus rodillas.


Carlota.

Yo no tengo pasaporte, yo ignoro mi edad. Figúrome que soy todavía joven. En mis tiempos de infancia, mi padre y mi madre recorrían las ferias, dando representaciones: yo brincaba como un diablillo, y hasta daba saltos mortales. Así aprendí y practiqué el oficio de titiritera. A la muerte de mis padres, una señora alemana me tomó en su casa, y me educó. Crecí. Me convertí en aya. Pero ¿qué soy yo en realidad? No lo sé. ¿Quiénes fueron mis padres? ¿Estaban casados? (Saca del bolsillo un pepino y lo come ávidamente.) Yo no sé nada, nada, de lo que fueron mis padres y de lo que yo soy. (Pausa.) Me devoran las ganas de hablar con alguien, y nadie tiene interés en escucharme.

Epifotof. (Cantando al son de la guitarra.)

Yo me burlo de todo el mundo.
¡Qué me importan los amigos y los enemigos!

¡Qué cosa tan agradable expresar los propios sentimientos en música!

Duniascha. (Empolvándose el rostro.)

Canta, canta...

Epifotof.

La vida es una eterna canción.

Carlota. (Tomando su escopeta.)

Tú, Epifotoſ, eres muy completo, muy sabio; pero me inspiras miedo. ¡Todos los sabios se me antojan tan imbéciles!

Epifotof.

Carlota, piense usted de mí lo que quiera. Pero debo decirle que la suerte no me ha sido propicia. (Llegan Lubova Andreieuna y Lopakhin.)

Lopakhin.

Ahora bien; urge decidirse. El tiempo vuela. La cuestión es bien sencilla. Déme usted su consentimiento, y yo me las arreglaré para realizar el negocio de las parcelas. ¿Sí, o no?

Lubova.

Malos augurios corren por acá.

Gaief.

La línea férrea va a ser puesta en explotación. Ello constituirá una gran comodidad.

Lopakhin.

Una palabra, Lubova, una simple respuesta. ¿Sí, o no?

Gaief. (Bostezando.)

¿Responder? ¿A qué?

Lubova. (Examinando su portamonedas.)

Ayer me quedaba aún bastante dinero. Hoy, muy poco. Mi pobre Varia, hay que economizar: Danos de comer a todos sopas de leche. Los criados se contentarán con un plato de guisantes. ¡Y decir que yo gasto mi dinero tontamente! (Deja caer el portamonedas, del cual salen, rodando por el suelo, algunas piezas de oro.) ¡Ea! Ya veis cómo ruedan.

Yascha. (Que llega en este mismo momento.)

Déjeme; voy a recogerlas una por una. (Las recoge.)

Lubova.

Gracias, Yascha.

Gaief.

¿De qué te ríes, Yascha?

Yascha.

Yo no puedo escuchar la voz de usted sin reir.

Lubova. (A Yascha.)

¡Vete de ahí!

Yascha. (Entregándole el portamonedas.)

Me iré.

Lopakhin.

Derejanof, el ricachón, desea comprar vuestra propiedad; piensa tomar parte en la subasta.

Lubova.

¿Por dónde lo sabe usted?

Lopakhin.

Lo he oído decir en la ciudad.

Gaief.

La tía de Yaroslaf prometió enviarnos fondos. Cuándo los enviará. Dios lo sabe.

Lopakhin.

¿Cuánto? Cien, doscientos, mil.

Lubova.

Diez o quince mil. Eso vendrá muy bien.

Lopakhin.

Excúseme por lo que voy a decir. Yo no he visto jamás personas más negligentes y ligeras que ustedes, personas tan nulas, tan negadas en lo que se refiere a los negocios. Se les advierte en ruso, de una manera explícita y clara, que su propiedad será puesta en venta, y ustedes como si tal cosa.

Lubova.

¿Qué debemos hacer? Dígalo.

Lopakhin.

Yo se lo estoy diciendo, en todos los tonos, todas las mañanas, todos los días, y ustedes aparentan no entender mi lenguaje. Su jardín de los cerezos y toda su finca deben ser transformados en terreno de datchas. Esto debe ser realizado sin tardanza, con la mayor prontitud posible. El día de la subasta se aproxima. ¿Comprende? Si se decide a arrendar la tierra para las datchas, podrá salvarse. Yo no sé ya cómo repetirlo; métase bien en la cabeza la idea de que no hay otro medio de salvación.

Lubova.

Siempre los datcha y los datchnik. ¡Qué vulgaridad!

Gaief.

Soy enteramente de tu opinión.

Lopakhin.

Voy a llorar, a gritar, a desmayarme. Me atormentáis demasiado. Me voy, me voy lejos de aquí...

Lubova. (Deteniéndole.)

No se vaya usted. Acaso haya modo de arreglar algo.

Lopakhin.

¿Se le ha ocurrido alguna idea?

Lubova.

Se lo suplico, no se aleje... Su presencia nos consuela. He gastado más de lo que debía. Mi marido murió, y quedé tan joven y tan sola... Cometí una grave falta casándome por segunda vez... En ese río se ahogó mi único hijo, mi pobre Grischa. Loca de dolor, me fui al extranjero para no volver a ver más ese río fatal. Entonces cerré los ojos a la realidad y huí en busca de nuevos horizontes, y mi segundo marido me siguió; era un ser grosero, que me trataba sin piedad. Compré la «villa» cerca de Menton porque él había caído enfermo y necesitaba un clima templado, y por espacio de tres años no tuve reposo, ni de día ni de noche. Este año último, la villa fué vendida por reclamación de mis acreedores. Me instalé en París. Mi segundo marido, el infame, robóme lo que pudo, y me abandonó, para irse con otra. Traté de envenenarme... Luego me asaltó el ansia de regresar a mi país. ¡Dios misericordioso, no me castigues más! (Saca de su bolsillo un telegrama.) He aquí que el miserable me suplica que vuelva cerca de él y que le perdone. (Rompe el telegrama. A lo lejos, óyese una música.)

Gaief.

Es nuestra célebre orquesta judía: cuatro violines y un contrabajo.

Lubova.

Habría que invitarlos para una pequeña fiesta.

Lopakhin.

La historia de usted me interesa; siga su relato.

Lubova. (A Lopakhin.)

Y usted, ¿por qué no se ha casado? Ahí está nuestra Varia, buena muchacha, excelente por todos conceptos.

Lopakhin.

Sí.

Lubova.

Laboriosa, sencilla, y que, además, siente por usted cierto cariño.

Lopakhin.

No digo que no; Varia es una buenísima muchacha.

Gaief.

Se me propone un empleo en un Banco; sesenta mil rublos por año.

Lubova.

No digas majaderías.

Firz. (Con el abrigo de Gaief.)

Tenga la bondad de ponerse el abrigo. Temo que se resfríe.

Gaief.

¡Me aburres, hombre!

Firz.

No importa.

Lubova.

Firz, ¡cómo has envejecido!

Firz.

¿Qué desea la señora?

Lopakhin.

La señora dice que tú has envejecido.

Firz.

En efecto. Mi vida es ya larga. Nuestro padre no había nacido aún cuando ya me querían casar. (Ríe.) Entonces nos emanciparon de la servidumbre. Yo era el jefe de camareros, y no quise aprovecharme de mi libertad. Me quedé como estaba, ni más ni menos; seguí sirviendo fielmente a mi amo... (Pausa.) Me acuerdo muy bien. Todos mis camaradas rebosaban de gozo; todos estaban contentísimos. ¿De qué? Ellos mismos no lo sabían.

Lopakhin.

¡Oh! Antes se estaba mucho mejor. Había latigazos... ¡Qué delicia!

Firz. (Que no había entendido bien las anteriores frases.)

Sin duda; los mujiks andaban entonces con los propietarios, y los propietarios, con los mujiks; mientras que ahora cada cual anda por su lado.

Gaief.

¡Cállate ya! (A Lopakhin:) Mañana intentaré en la ciudad pedir fondos prestados.

Lopakhin.

Sépalo usted de antemano. Fracasará usted. No se podrá pagar la contribución. Es inútil forjarse ilusiones. (Llegan Trofimof, Ania y Varia.)

Lubova.

Siéntense ustedes.

Lopakhin.

Nuestro estudiante perpetuo está siempre con las jóvenes.

Trofimof.

Cosa es ésta que no te atañe.

Lopakhin.

Pronto tendrá cincuenta años, y todavía estudia.

Trofimof.

Tú, en cambio, eres una plaga social.

Lopakhin.

Yo trabajo desde por la mañana hasta la noche. Levántome de la cama a las seis, y antes, si es preciso. Nunca me falta dinero: el mío o el de los demás. Alrededor de mí observo a los hombres y veo cómo se desenvuelven. Es preciso trabajar. Trabajando, compréndese cuán reducido es el número de las personas honradas. A veces, cuando no puedo conciliar el sueño, me pongo a pensar: «Dios mío, tú nos has deparado los grandes bosques, los inmensos campos, los horizontes profundos; y, en nuestra calidad de habitantes de esta tierra enorme y prodigiosa, nosotros debiéramos ser gigantes...»

Gaief.

Déjanos en paz con tus gigantes. Los gigantes no caben sino en los cuentos de hadas. (Epifotof pasa tocando una melodía melancólica. Todos escuchan. Larga pausa.)

Lubova.

Epifotof viene...

Ania. (Pensativa.)

Epifotof viene...

Gaief.

El sol se pone.

Trofimof.

Sí.

Gaief. (A media voz, y como declamando.)

¡Oh, Naturaleza! Tú brillas con tu eterno esplendor.

Varia. (Suplicante.)

¡Tío!

Ania.

¿Otra vez? ¡Tío, tío...! (Tranquilidad, silencio. Malestar latente. Firz balbucea confusamente no se sabe qué. Ruido misterioso en el aire; como el son de una cuerda que se rompe.)

Lubova.

¿Qué es eso?

Lopakhin.

No sé.

Lubova. (Con sobresalto.)

Es desagradable.

Firz.

La víspera de la desgracia, ya saben cuándo digo, la víspera de la liberación de los mujiks, se produjo el mismo fenómeno. Hubo más: el buho gritó; el samovar hirvió con un ruido extraño.

Gaief. (Murmurando.)

Yo escuché algo parecido cuando el pobre Frischa... (Pausa.)

Lubova. (Muy impresionada.)

Vámonos, amigos míos, es tarde. (A Ania.) Lágrimas corren por tus mejillas. ¿Qué tienes, niña?

Ania.

Nada, mamá.

Trofimof.

Alguien viene. (Pasa un transeunte, con una gorra vieja, un vestido mugriento; camina como si estuviera borracho.)

El transeunte.

¿Pueden decirme si por este camino voy derecho a la estación?

Gaief.

Sí; siga por ahí.

El transeunte.

Gracias mil. (Tosiendo.) El tiempo es magnífico. (A Varia.) Señorita, préstele usted a un hambriento treinta kopeks. (Varia, asustada, profiere un grito.)

Lopakhin.

¡Qué molestia! La impertinencia tiene también sus límites.

Lubova. (Sacando una pieza de su portamonedas.)

¡Tome! No tengo ninguna moneda de plata. Ahí va una de oro.

El transeunte.

Muchas gracias. (Vase.)

Varia.

No puedo más. ¡Qué locura! En casa, las gentes de servicio no tienen qué comer, y usted da, tan fácilmente, diez rublos en oro.

Lubova.

¿Qué le voy a hacer? Soy tonta. En casa, te entregaré todo lo que tengo. Yermolai Alexievitch, présteme aún...

Lopakhin.

Bien.

Lubova.

Es hora de que nos vayamos. ¿Sabes, Varia? Hemos arreglado ya tu matrimonio. Mi enhorabuena.

Varia.

Con estas cosas, mamá, no se bromea.

Lopakhin.

Le advierto una vez más que el día veintidos de agosto, vuestro jardín de los cerezos será sacado a subasta. (Todos se van, excepto Ania y Trofimof.)

Ania.

Gracias a ese desconocido, que asustó a Varia, nos hemos quedado solos.

Trofimof.

Varia teme que nos amemos. No la deja a usted sola ni un minuto. Su espíritu estrecho no le permite comprender la elevación de nuestro amor. (Ania le mira con ternura.)

Ania.

Hoy se está bien aquí.

Trofimof.

El tiempo es hermoso.

Ania.

¿Qué ha hecho usted de mi, Pietcha? ¿Por qué no admiro ya tanto como antes ese jardín de los cerezos? ¿Por qué ese jardín no me inspira la misma afección que me inspiraba antes de ahora? Yo lo amaba tiernamente. Parecíame que, en la tierra, no existía paraje más bello.

Trofimof.

Toda Rusia es actualmente su jardín. La tierra es vasta y magnífica. Los bellos lugares abundan en todas partes. (Pausa.) Reflexione bien, querida mía. Su padre, su abuelo y su bisabuelo eran señores que poseían, en plena propiedad, almas humanas. ¿No ve cómo de cada cereza, de cada hoja y de cada árbol se desprenden seres humanos que la contemplan? ¿No escucha sus voces...? Oh, es terrible. Vuestro jardín de cerezos me llena de pavor. De noche, cuando uno pasa por ese jardín, la vetusta corteza de los árboles brilla con una luz opaca. Diríase que los cerezos viven, en el sueño, lo que acontecía doscientos años ha. Una trágica pesadilla los abruma. Nosotros debemos expiar nuestro pasado. Debemos acabar con él. Los tormentos se nos imponen. Fíjese bien en lo que digo.

Ania.

La casa que habitamos no nos pertenece ya, en realidad, desde hace mucho tiempo.

Trofimof.

Tire usted muy lejos las llaves domésticas. ¡Salga de aquí! ¡Sea libre como el viento!

Ania.

¡Qué bien habla!

Trofimof.

Créame, Ania, créame. Todavía no he cumplido treinta años; pero ya he sufrido mucho. A la entrada del invierno, tengo hambre, tengo frío, estoy enfermo, nervioso, soy pobre como un mendigo. El Destino me arrastro de un lado para otro. Y por doquiera, y siempre, mi alma fué invadida por los presentimientos. Yo presiento la felicidad, Ania, yo la veo de cerca.

Ania.

La Luna asoma. (A lo lejos, resuena la canción melancólica de Epifotof. La Luna surge en el horizonte.)

Varia. (Desde el bosque de los tilos.)

¡Ania! ¿Dónde estás?

Trofimof.

Mire la Luna. (Pausa.) La dicha se acerca. Oigo sus pasos. Sí; es la dicha, por fin.

Varia. (De entre los árboles.)

¡Ania! ¿Dónde estás?

Trofimof. (Con enfado.)

¡Al diablo, Varia! ¡Qué fastidio!

Ania.

¿Qué hacer? Encaminémonos hacia el río.

Trofimof.

Tienes razón, vámonos de aquí. (Ambos se levantan del banco, y en dirección opuesta al lado de donde parten las voces, aléjanse muy lentamente.)

Varia. (Desde la arboleda.)

¡Ania! ¡Ania...!