Primor VI

Eminencia en lo mejor


Abarcar toda perfección solo se concede al Primer Ser que, por no recibirlo de otro, no sufre limitaciones.

De las prendas, unas da el cielo, otras libra a la industria; una ni dos no bastan a realzar un sujeto; cuanto destituyó el cielo de las naturales, supla la diligencia en las adquisitas. Aquellas son hijas del favor, estas de la loable industria, y no suelen ser las menos nobles.

Poco es menester para individuo, mucho para universal; y son tan raros estos, que se niegan comúnmente a la realidad si se conceden al concepto.

No es uno solo el que vale por muchos. Grande excelencia en una intensa singularidad, cifrar toda una categoría y equivalerla.

No toda arte merece estimación, ni todo empleo logra crédito. Saberlo todo no se censura; platicarlo todo sería pecar contra la reputación.

Ser eminente en profesión humilde es ser grande en lo poco, es ser algo en nada. Quedarse en una medianía apoya la universalidad; pasar a eminencia desluce el crédito.

Distaron mucho los dos Filipos: el de España y Macedonia. Estrañó, el primero en todo y segundo en el renombre, al príncipe el cantar en su retrete, y abonó el macedón a Alejandro el correr en el estadio. Fue aquella, puntualidad de un prudente, fue este, descuido de la grandeza. Pero, corrido Alejandro antes que corredor, acudió bien; que a competir con reyes, aún, aún.

Lo que tiene más de lo deleitable tiene menos de lo heroico comúnmente.

No debe un varón máximo limitarse a una ni a otra perfección, sino con ambiciones de infinidad aspirar a una universalidad plausible, correspondiendo la intensión de las noticias a la excelencia de las artes.

Ni basta cualquiera ligera cognición, empeño de corrida, que suele ser más nota de vana locuacidad que crédito de fundamental entereza.

Alcanzar eminencia en todo no es el menor de los imposibles; no por flojedad de la ambición, sí de la diligencia y aun de la vida. Es el ejercicio el medio para la consumación en lo que se profesa, y falta a lo mejor el tiempo, y más presto el gusto en tan prolija práctica.

Muchas medianías no bastan a agregar una grandeza, y sobra sola una eminencia a asegurar superioridad.

No ha habido héroe sin eminencia en algo, porque es carácter de la grandeza; y cuanto más calificado el empleo, más gloriosa la plausibilidad. Es la eminencia en aventajada prenda parte de soberanía, pues llega a pretender su modo de veneración.

Y si el regir un globo de viento con eminencia triunfa de la admiración, ¿qué será regir con ella un acero, una pluma, una vara, un bastón, un cetro, una tiara?

Aquel Marte castellano por quien se dijo «Castilla capitanes, si Aragón reyes», don Diego Pérez de Vargas, con más hazañas que días, retirose a acabarlos en Jerez de la Frontera. Retirose él, mas no su fama, que cada día se estendía más por el teatro universo. Solicitado de ella Alfonso, rey novel, pero antiguo apreciador de una eminencia, y más en armas, fue a buscarle disfrazado con solos cuatro caballeros.

Que la eminencia es imán de voluntades, es hechizo del afecto.

Llegado el rey a Jerez y a su casa, no le halló en ella, porque el Vargas, enseñado a campear, engañaba en el campo su generosa inclinación. El rey, a quien no se le había hecho de mal ir desde la corte a Jerez, no estrañó el ir desde allí a la alquería. Descubriéronle desde lejos, que con una hoz en la mano iba descabezando vides con más dificultad que en otro tiempo vidas. Mandó Alfonso hacer alto y emboscarse los suyos. Apeose del caballo y, con majestuosa galantería, comenzó a recoger los sarmientos que el Vargas, descuidado, derribaba. Acertó este a volver la cabeza, avisado de algún ruido que hizo el rey, o, lo que es más cierto, de algún impulso fiel de su corazón. Y, cuando conoció a su majestad, arrojándose a sus plantas, a lo de aquel tiempo, dijo: «Señor, ¿qué hacéis aquí?». «Proseguid, Vargas -dijo Alfonso-, que a tal podador, tal sarmentador».

¡Oh, triunfo de una eminencia!

Anhele a ella el varón raro, con seguridad de que lo que le costará de fatiga lo logrará de celebridad.

Que no sin propiedad consagró la gentilidad a Hércules el buey, en misterio de que el loable trabajo es una sementera de hazañas que promete cosecha de fama, de aplauso, de inmortalidad.