El gallo de Sócrates (1901)/En el tren
EN EL TREN
El duque del Pergamino, marqués de Numancia, conde de Peñasarriba, consejero de ferrocarriles de vía ancha y de vía estrecha, ex ministro de Estado y de Ultramar... está que bufa y coge el cielo... raso del coche de primera con las manos; y á su juicio tiene razón que le sobra. Figúrense ustedes que él viene desde Madrid solo, tumbado cuan largo es en un reservado, con que ha tenido que contentarse, porque no hubo á su disposición, por torpeza de los empleados, ni coche-cama, ni cosa parecida. Y ahora, á lo mejor del sueño, á media noche, en mitad de Castilla, le abren la puerta de su departamento y le piden mil perdones... porque tiene que admitir la compañía de dos viajeros nada menos: una señora enlutada, cubierta con un velo espeso, y un teniente de artillería.
¡De ninguna manera! No hay cortesía que valga; el noble español es muy inglés cuando viaja y no se anda con miramientos medioevales: defiende el home de su reservado poco menos que con el sport que ha aprendido en Eton, en Inglaterra, el noble duque castellano, estudiante inglés.
¡Un consejero, un senador, un duque, un ex-ministro, consentir que entren dos desconocidos en su coche, después de haber consentido en prescindir de una berlina-cama, á que tiene derecho! ¡Imposible! ¡Allí no entra una mosca!
La dama de luto, avergonzada, confusa, procura desaparecer, buscar refugio en cualquier furgón donde pueda haber perros más finos... pero el teniente de artillería le cierra el paso ocupando la salida, y con mucha tranquilidad y finura defiende su derecho, el de ambos.
—Caballero, no niego el derecho de usted á reclamar contra los descuidos de la Compañía... pero yo, y por lo visto esta señora también, tengo billete de primera; todos los demás coches de esta clase vienen llenos; en esta estación no hay modo de aumentar el servicio... aquí hay asientos de sobra, y aquí nos metemos.
El jefe de la estación apoya con timidez la pretensión del teniente; el duque se crece, el jefe cede... y el artillero llama á un cabo de la Guardia civil, que, enterado del caso, aplica la ley marcial al reglamento de ferrocarriles, y decreta que la viuda (él la hace viuda) y su teniente se queden en el reservado del duque, sin perjuicio de que éste se llame á engaño ante quien corresponda.
Pergamino protesta; pero acaba por calmarse y hasta por ofrecer un magnífico puro al militar, del cual acaba de saber, accidentalmente, que va en el expreso á incorporarse á su regimiento, que se embarca para Cuba.
—¿Con que va usted á Ultramar á defender la integridad de la patria?
—Sí señor, en el último sorteo me ha tocado el chinazo.
—¿Cómo chinazo?
—Dejo á mi madre y á mi mujer enfermas y dejo dos niños de menos de cinco años.
—Bien, sí; es lamentable... ¡Pero la patria, el país, la bandera!
Ya lo creo, señor duque. Eso es lo primero. Por eso voy. Pero siento separarme de lo segundo. Y usted, señor duque, ¿á dónde bueno?
—Phs... por de pronto á Biarritz, después al Norte de Francia... pero todo eso está muy visto; pasaré el Canal y repartiré el mes de Agosto y de Septiembre entre la isla de Wight, Cowes, Ventnor, Ryde y Osborn...
La dama del luto y del velo, ocupa silenciosa un rincón del reservado. El duque no repara en ella. Después de repasar un periódico, reanuda la conversación con el artillero, que es de pocas palabras.
—Aquello está muy malo. Cuando yo, allá en mi novatada de ministro, admití la cartera de Ultramar, por vía de aprendizaje, me convencí de que tenemos que aplicar el cauterio á la administración ultramarina, si ha de salvarse aquello.
—¿Y usted ¿no pudo aplicarlo?
—No tuve tiempo. Pasé á Estado, por mis méritos y servicios. Y además... ¡hay tantos compromisos! Oh, pero la insensata rebelión no prevalecerá; nuestros héroes defienden aquello como leones; mire usted que es magnífica la muerte del general Zutano... víctima de su arrojo en la acción de Tal... Zutano y otro valiente, un capitán... el capitán... no sé cuántos, perecieron allí con el mismo valor y el mismo patriotismo que los más renombrados mártires de la guerra. Zutano y el otro, el capitán aquél, merecen estatuas; letras de oro en una lápida del Congreso... Pero de todas maneras, aquello está muy malo... No tenemos una administración...
—Conque ¿usted se queda aquí para tomar el tren que le lleve á Santander? Pues ea; buena suerte, muchos laureles y pocos balazos... Y si quiere usted algo por acá... ya sabe usted, mi teniente, durante el verano, isla de Wight, Cowes, Ryde, Ventnor y Osborn...
El duque y la dama del luto y el velo quedan solos en el reservado. El ex-ministro procura, con discreción relativa, entablar conversación.
La dama contesta con monosílabos, y á veces con señas.
El de Pergamino, despechado, se aburre. En una estación, la enlutada mira con impaciencia por la ventanilla.
—¡Aquí, aquí!—grita de pronto;—Fernando, Adela, aquí...
Una pareja, también de luto, entra en el reservado: la enlutada del coche los abraza, sobre el pecho de la otra mujer llora, sofocando los sollozos.
El tren sigue su viaje. Despedida, abrazos otra vez, llanto...
Quedaron de nuevo solos la dama y el duque.
Pergamino, muerto de impaciencia, se aventura en el terreno de las posibles indiscreciones. Quiere saber á toda costa el origen de aquellas penas, la causa de aquel luto... Y obtiene fría, seca, irónica, entre lágrimas, esta breve respuesta:
—Soy la viuda del otro... del capitán Fernández.