El gallo de Sócrates (1901)/Aprensiones

El gallo de Sócrates: (Colección de cuentos) (1901)
de Leopoldo Alas, Clarín
Aprensiones




APRENSIONES





XI

APRENSIONES



La hermosísima Amparo vivía, durante el invierno, en una ciudad no muy alegre del centro de España; y por el verano, dejando á su marido atado á su empleo, se marchaba como una golondrina á buscar tierra fresca, alegría, allá al Norte. Vivía entonces con su madre, cuya benevolencia excesiva había pervertido, sin querer, el alma de aquella moza garrida, desde muy temprano. La pobre anciana, que había empezado por madre descuidada, de extremada tolerancia, acababa por ser poco menos que la trotaconventos de las aventuras galantes de su hija, loca, apasionada y violenta. Amparo, que había sido refractaria al matrimonio, porque prefería la flirtation cosmopolita á que vivía entregada viajando por Francia, Suiza, Bélgica, Italia y España, acabó, porque exigencias económicas la obligaron á escoger uno entre docenas de pretendientes, por jugar el marido á cara y cruz, como quien dice. Era supersticiosa y pidió consejo á no sé qué agüeros pseudopiadosos para elegir esposo. Y se casó con el que la suerte quiso, aunque ella achacó la elección á voluntad ó diabólica, ó divina: no estaba segura. Por supuesto que á su marido, á quien dominaba por la seducción carnal y por la energía del egoismo ansioso de placeres, le impuso la obligación de mimarla como su madre había hecho; de tratarla á lo gran señora; y según ella, las grandes señoras tenían que vivir con gran independencia y muy por encima de ciertas preocupaciones morales, buenas para las cursis de la clase media provinciana. Por culpa de este tratado, bochornoso para el pobre director de la sucursal del Banco de la ciudad de X, Amparo dedicaba el verano á la vida menos propia de una casada honesta. Guardaba, es claro, ciertas formas... pero otras nó; no era casta, pero era cauta á veces. A su madre le exigía tolerancia para sus devaneos como antes le había exigido muñecas, viajes, sombreros, cintas, teatros, bailes, lujo y alegría. La vieja infeliz de buen grado hubiera puesto coto á las locuras de su hija (locuras: nunca les dió peor nombre) pero ya era tarde: su debilidad física ayudaba á su debilidad moral á ceder, á transigir, á hacer la vista gorda. Una escena con Amparo la horrorizaba; estaba segura de que precipitaría su muerte; la de la madre infeliz, enferma del corazón, sin saberlo la hija.

Llegó un año en que Amparo, en vez de adelantar el viaje al Norte algunos días, como era ya costumbre, lo retrasó unas cuantas semanas. ¡Cosa más rara!, pensaba la madre. ¿Qué es lo que detiene á esa loca en X? Por fin llegó Amparo. Se divirtió aquel año en las playas de lujo y elegancia como otras veces, pero con menos afán; y, más hubo; no tuvo ninguna aventura seria, como las llamaba la madre, siempre amiga del eufemismo.

Al mediar Septiembre Amparo anunció que se volvía á sus cuarteles de invierno. Otros años tomaba por verano gran parte de Otoño. ¡Cosa más rara!, pensaba la madre, dejándola partir...

¿Qué era ello? Era que Amparo había encontrado en X lo que nunca hubiera podido sospechar que existía allí... Un género de adoración completamente nuevo, picante por lo extraño; en fin, una manera de flirtation del todo desconocida para ella. Es de advertir que Amparo usaba con poca exactitud el barbarismo flirtation pues seguía denominando así la aventura más pecaminosa. Se trataba de una especie de Josef que ni dejaba la capa ni se entregaba. Amparo no concebía que un hombre á quien ella quisiera volver loco, se le resistiera. Menos concebía que se le resistiera un hombre á quien ella, por relaciones íntimas de amistad entre las respectivas familias, tenía ocasión frecuente de poner en graves apuros con tentaciones de la soledad más insinuante... Y, por último, lo que le parecía rematadamente imposible, era... la realidad que estaba tocando, que no se le declarase, arrojándose á sus pies, loco, furioso de pasión, un hombre que la veía todos los días, á quien ella ponía el más apretado cerco... y del que podía asegurar que la deseaba con todas las potencias del alma concupiscente. Y este era el caso; y por este caso extraordinario encontraba ya Amparo más interés y atractivo en su vida invernal de X que en las alegrías locas del verano.

Se trataba del interventor del mismo establecimiento que el marido de Amparo dirigía. Era Emilio Serrano joven todavía, casado, con tres ó cuatro hijos, regular de figura, no descuidado en el vestir; madrileño que se aburría en una provincia de tercer orden; hombre de vida espiritual, amigo de libros, artes, filosofías y aún teologías, que en X no tenía con quien hablar apenas de aquellas cosas superiores.

Amparo, aunque no tenía de Jorge Sand nada más que el latitudinarismo ético, que en ella no ofrecía las explicaciones que había para el de la ilustre escritora, se creía mujer algo superior, capaz de comprender cosas hondas y raras, si acababan, apurada la cuenta, en placer y apasionamiento materiales.

Emilio Serrano era de los que opinan que la única tentación seria es la Mujer. Fuera del Arte, de la Filosofía, que en X no se podían cultivar más que á lo solitario, no había más que la Mujer. Lástima que en la mayor parte de las circunstancias, el amor fuera fruta prohibida. Amparo le pareció muy bien desde el primer día que la vió. A la segunda visita los dos comprendieron que entre ellos tenía que haber algo, aunque ese algo acabara por no ser nada. Esto de acabar así no era Amparo quien lo suponía posible, sino Emilio, que había tenido muchos amoríos de cabeza, por el estilo. Su imaginación necesitaba mucho más de esta clase de recreos que su corazón y sus sentidos. Amparo no estaba acostumbrada á tener adoradores tan escogidos, por lo que toca á los refinamientos espirituales. La novedad de aquellas cosas que había en el mundo de las almas, de las ideas, la atraía; hasta en lo moral, en el sacrificio, en la abstinencia reconocía ya que podía haber algo distinguido, chic. ¡Y qué hombre era aquel Serrano! Era un predicador, sin parecerlo; no era un hipócrita, pues no escondía sus debilidades, pero daba á entender que para él había pecados y que había que resistir las tentaciones. Esto último era de la más alta novedad para Amparo, y por nuevo le gustaba. En fin, que aunque lo hubiera hecho apropósito, según arte, Emilio no hubiera podido inventar nada mejor que aquel ten con ten, para engolosinar á la señora del director del Banco.

Llegaron á tratarse con gran intimidad; siempre estaban hablando en tercera persona de asuntos de amor, de relaciones de mujeres casadas, de lo que podía la naturaleza y de lo que podía el deber, etcétera, etc. A veces, es claro, la cosa se ponía seria, se empezaba á prescindir de la tercera persona... pero Emilio siempre se detenía á tiempo.

De sobra sabía ella que él la deseaba; mil insinuaciones, miles y miles de miradas, gestos, entonaciones, lo habían dicho todo; hasta contactos rápidos; pero cargados de sensaciones fuertes, los tenían como ligados implícitamente; mas declararse, lo que se llama declararse jamás. Hasta había dado á entender el interventor que á eso no llegaría nunca. Y era el paso de chancillería indispensable, según Amparo, para llegar á donde naturalmente, en su opinión, tenían que logar esta clase de asuntos.

«¡Hombre más raro!—Nó; pero él caería.»—Unas veces, coqueterías demasiado atrevidas: otras veces conversaciones verdes, con pimienta; otras desdenes, indiferencia, frialdad! todo inútil. Emilio ni huía del peligro ni perecía en él.

Al cabo Amparo supo en qué consistía el talismán de aquella resistencia; por qué Emilio, que no era santo, ni casto, ni asceta, ni cosa que lo valga, constantemente volaba alrededor de la llama sin quemarse las alas.

Hablaban de las corazonadas, de las supersticiones. Amparo desde su vida de colegiala, era supersticiosa, creía en agüeros; se hacía echar las cartas, daba crédito á las mesas giratorias; y todo esto lo mezclaba ella con la fe religiosa, con los avisos providenciales y otras cosas muy dignas de respeto.

Y con este motivo, hablando de las aprensiones de cada cual, Emilio le dijo muy serio, devorándola con los ojos, el secreto de aquella fortaleza con que él sabía huir del abismo, al llegar á sus bordes.

«Nó, no es que sea un santo; ni siquiera un hombre completamente honrado, pues éste no peca ni siquiera con la intención; es otra cosa: es que vivo condenado al tormento de sentir muy vivamente las tentaciones, de amar el pecado... y no poder caer en él de una vez; ni gozo las delicias de la virtud, ni las del crimen. Cuando usted se burla de mí dándome á entender que me tiene por frío, ó por inocente, ó por tímido... ó hasta por algo peor... ¡Qué mal me entiende! ¡qué injusta es conmigo! Lo que otros desean, yo lo deseo con más fuerza que nadie; yo sabría gozar del fruto prohibido con más intenso placer que cualquiera... pero... hay una barrera... moral... y al mismo tiempo así... como... si dijéramos mecánica, infranqueable. Tengo la seguridad de que no pasaré por encima de esta dificultad, de este obstáculo, nunca, aunque después de pasada la ocasión, me irrite y desespere.»

Amparo, anhelante, oía; comprendía, es claro, todo lo que Emilio quería decir. ¿Qué obstáculo era aquel? Por qué se hablaba de él con motivo de las aprensiones, de la superstición, de miedo á los castigos providenciales? A ver, á ver; quería ella conocer aquel enemigo para luchar con él cara á cara. Un obstáculo que podía más que su hermosura, sus insinuaciones... su amor propio! ¿Qué podría ser?

Lo supo; Emilio con absoluta sinceridad y tono sencillo, que la encantaba, se lo explicó: era esto, en resúmen:

Se le había metido en la cabeza... y en el corazón, que él no gozaría jamás de un gran placer, de una gloria deslumbrante, del amor de una mujer muy apetecida, de una inmensa riqueza, de un poderío enorme; pero que, en cambio, jamás tampoco, padecería el tormento de una de esas desgracias terribles que hacen maldecir la existencia. Tenía mucho miedo á los grandes dolores morales, porque sabía por experiencia que su sensibilidad para esta clase de males era refinada, carne viva. Ahora, decía, lo que me horroriza más es la muerte de un hijo. Solo pensando en la agonía de uno de mis churumbeles... me pongo malo. Pues bien, como si lo supiera por revelación particular, directa, creo firmemente que la Providencia me propone este pacto: no perderás ningún hijo si no cometes ningún gran pecado; si no matas, si no robas, si no engañas, si no ofendes el honor de un padre, de un marido. Si te dejas vencer, si sucumbes, por gozar las delicias de la pasión victoriosa, á una gran tentación... como otros muchos han sucumbido, perderás un hijo, como otros muchos lo han perdido. Los he tenido enfermos, muy enfermitos: y en los trances apurados siempre sentí el remordimiento de no huir del mal, de no romper con la tentación... pero ofrecí siempre á Dios el sacrificio de las grandes delicias del crimen; ofrecí vencerme siempre al llegar á poner por obra mis ansias concupiscentes... y los hijos no se me han muerto; han llegado al borde del sepulcro... pero siempre han vuelto á la vida. ¡Oh, no hay dogma para mí tan claro, tan cierto como éste: si yo gozo de lo que más deseo, que es una mujer, de que no sé, de que no puedo huir; si llega á ser mía... delicia infinita... se me muere un hijo, dolor infinito. Estoy seguro... vendrá la enfermedad y no se dejará vencer como otras veces... nó... vencerá ella... morirá el hijo; porque satisfizo su pasión el padre.

—¡Qué aprensiones! ¡Qué raro es usted!,—dijo Amparo, triste de repente, fría, seca. La habían hecho entrever el mundo de las penas que son castigo; mundo que la horrorizaba, en que jamás había querido pensar. ¡Qué cosas imaginaba aquel hombre! Si la pasión pecaminosa, satisfecha, debía traer consigo una desgracia inmensa, qué infierno la aguardaba á ella! Pero además, la muerte de otros á ella no le parecía tan inmenso dolor. ¡Hombre más raro!

Pasó algún tiempo. Aquella especie de impedimento dirimente que se había descubierto apartó un poco de Emilio á Amparo, que necesitaba, en amor, sacar las consecuencias, una vez sentadas las premisas. Sin embargo, ni uno ni otro daban por concluida aquella extraña manera de relaciones que los acercaba... uno á otro... pero no los juntaba. Cuando más conocían que algo seguía habiendo entre ellos, era en las largas ausencias. Se echaban mucho de menos; y el primer apretón de manos al volver á verse, hablaba de esto.

A Serrano se le murió un hijo. El padre, con el dolor, cayó enfermo. Ya convaleciente, Amparo fué á verle, con su marido. Quedaron solos aquellos buenos amigos, un momento. Los dos callaban. Amparo, aprovechando una mirada de Emilio sonrió de esa manera que anuncia palabras solemnes, confianzas íntimas:

—Pobre Emilio,—dijo,—ya vé usted... de todas maneras... se le ha muerto á usted uno. No se puede creer en aprensiones.

Emilio poniéndose en pie, con voz dulce, pero que á ella le pareció agria, helada, contestó:

—Amparo, sí: he perdido un hijo. Como los pierden los malos... y los buenos. El pacto que yo creía un dogma... era impío. Mi dolor es muy grande. Pero ¿sabe usted lo que mitiga mi pena? Pensar que no padezco el suplicio infernal que sería haber caido en la tentación y creer que era yo, por mi pecado, quien mataba á mi hijo. Lo que Dios me da á cambio de no gozar el crímen, no es la vida de mis hijos, que no puede ser mía; sino la paz de mi conciencia... que es lo único mío.