El final de Norma: Tercera parte: Capítulo II


Así viví hasta los veinte años.

Esta Naturaleza pálida y enfermiza hablaba ya dulcemente a mi corazón, y, al llegar el verano, me complacía en subir a la plataforma del castillo a contemplar los grandes fenómenos polares...

El valle de Silly despertaba de su letargo; el torrente volvía a mugir; el Océano suspiraba de nuevo al pie de la fortaleza; los ánades revolaban sobre los lagos; los rengíferos pastaban en los abismos, y los árboles ofrecían al cansado cuervo una rama nueva en que posar su pie...

Incesantemente se deslizaban por el Océano, viniendo del Norte, enormes témpanos de hielo, que pasaban ante el castillo como islas flotantes que huyeran de los rigores del Polo, o como los esqueletos de las embarcaciones que el mar había sepultado. Aquellos ejércitos de sombras, que provenían de los derretimientos del mar Glacial, se tropezaban en su errante camino, produciendo ruidos fragorosos; un hielo encallaba en otro hielo; deteníanse un instante; eran alcanzados por otros; formábase una mole gigantesca, capaz de tocar con sus extremos en los dos mundos, y aquel monolito inmenso bajaba luego por el Atlántico, rugiente, formidable, amenazador... Pero un solo dardo del sol primaveral bastaba para herir de muerte al coloso, que se liquidaba y desaparecía insensiblemente, como una gigantesca nube se deshace en rocío... ¡Bendita, bendita la primavera! ¡Bendito el aliento del Mediodía! ¡Bendita la zona en que algún día hube de conoceros!...

Pero volvamos al origen de mis desventuras.

Una tarde (recuerdo que era el primero de Mayo) paseaba yo por la almenada plataforma de Silly.

El sol se había ocultado... para reaparecer al cabo de dos horas.

Llegaba una de esas rápidas noches que preceden a nuestro continuo día de siete semanas.

El crepúsculo vespertino duraba aún en el ocaso... y ya lucía el crepúsculo matinal.

Mas, como entonces el sol se pone y sale casi por el Norte, resultaba que entre aquellos dos crepúsculos, cuya claridad se fundía ca una sola, brillaba un tercer fulgor, que también se mezclaba con ellos: ¡el fulgor de la maravillosa aurora boreal!

Absorta estaba en su contemplación cuando llegó a mis oídos lejana música, que salía del barranco donde rugía el torrente.

Era el gemido de una flauta.

Miré hacia aquella parte, y a la luz del naciente día vi un cazador montañés vestido lujosamente, recostado en altísimo abeto y con los ojos fijos en el castillo.

A sus pies había una carabina de dos cañones.

Él era quien tocaba.

Luego que salió el sol, pude distinguir su cabellera rubia, larga y ondulante, sus ojos azules y su tez descolorida. Cosa rara en aquel país: era de elevada estatura.

Ya hacía muchos días que aquel cazador rondaba al castillo, y, no sé por qué, desde el primer momento me inspiró una aversión que había de convertirse en odio.

Acaso era porque siempre lo veía perseguir y matar a los pájaros cuyo canto más me agradaba; acaso era por la audacia que revelaba su impasible rostro... En suma: no sólo me disgustaban los agasajos del montañés, sino que su vista me infundía terror; de tal manera, que hasta en sueños aquella figura, siempre clavada enfrente del castillo, me perseguía como genio maléfico, enemigo de mi felicidad.

El desconocido debió de darse cuenta de mi desdén al observar que, siempre que él aparecía en el valle, huía yo de la plataforma. Pero él tornaba, sin embargo, al día siguiente.

En la ocasión que os digo me apartaba ya de las almenas al punto que lo reconocí, cuando divisé a la parte del mar un cuadro que me agradó vivamente.

Al pie del castillo mecíase sobre las aguas una especie de góndola, tripulada por dos remeros y por un joven que, sentado en la popa, tenía entre sus brazos un arpa escandinava.

¡Misteriosos instintos del corazón! Aquel joven me interesó desde luego. Sus ojos y sus cabellos negros, verdadera singularidad en esta tierra, y los primeros que yo veía, llamaron mucho mi atención. Vestía de blanco como los antiguos noruegos, y destacábase admirablemente sobre su túnica el gracioso perfil de un arpa negra con remates de oro.

No diré que fue amor lo que inspiró aquel hombre a mi alma, virgen aún de afectos; pero sí declaro que oí con emoción su serenata; que lo vi partir con pena, y que cuando allá, a lo lejos, me saludó descubriendo su cabeza, abandoné la plataforma como diciéndole: Adiós.

El odioso montañés presenció esta escena muda, y no volvió en muchos días.

También habían pasado dos semanas, cuando torné a ver al desconocido del arpa...

Pero no ya en góndola, sino a bordo de una urca de gran porte.

Apareció por detrás de la isla de Loppen, que está enfrente de Silly, como a una legua de distancia, y cruzó casi por debajo del castillo.

El joven de los cabellos negros venía en la proa, con la mirada fija en mí.

Al pasar por Silly me hizo un saludo, al cual yo contesté.

Al mismo tiempo sonó un tiro en el torrente.

Un marinero que estaba próximo al joven del arpa, cayó herido.

Miré al valle buscando al cazador (pues desde luego supuse que sus celos eran causa de todo), y no lo vi por ninguna parte.

Entretanto saltó a tierra el joven de la urca, seguido de algunos marineros; pero, por más que registraron todo el valle, peña por peña, mata por mata, no encontraron al agresor.

Entonces volvieron a embarcarse.

La urca desapareció al poco tiempo con dirección al Norte.

Lo último que vi fue el humo de un cañonazo, que luego retumbó como lejano trueno...

Era su postrer adiós.

Cuatro años han transcurrido sin que yo vuelva a verle, y el corazón me dice que ha muerto asesinado...