El final de Norma: Segunda parte: Capítulo IX


Serafín era dichoso, sin embargo de tener mucho frío.

No sólo había vencido al Capitán, sino que le había, arrancado las uñas.

Nada tenía que temer, por consiguiente, y sí mucho que esperar en beneficio de su amor.

Pasó, pues, el día sumido en los más dulces pensamientos.

-¡Va aquí! -decía-, ¡a mi lado! ¡conmigo! ¡a diez pasos de esta cámara! ¡Me ha salvado la vida, después de avisarme dos veces el peligro! ¡Me ama, me ama sin duda alguna! ¡Pero yo necesito verla otra vez; yo necesito hablarle; decirle que sigo este viaje sólo por ella; saber lo que me resta que sufrir, lo que debo esperar de su amor, lo que debo hacer para no separarme nunca de su lado!

¡Mas, pesárale a su impaciencia, Serafín no podía hacer más que aguardar los acontecimientos!

Conociolo así, y dejó de atormentarse con estériles cavilaciones.

Al anochecer se acostó.

Empezaba ya a dormirse, cuando oyó de pronto un mugido largo, inmenso, atronador.

El bergantín dio un espantoso tumbo.

Al mismo tiempo oyó un ruido infernal sobre cubierta.

La bocina de mando sobresalió entre aquel formidable estruendo.

El Leviathan recibió otra violenta sacudida.

-¡La tempestad! -exclamó Serafín saltando de la cama y vistiéndose como pudo.

Las olas rugían espantosamente al estrellarse contra los costados del buque.

El viento silbaba en la arboladura, remedando gritos, lamentos, imprecaciones.

Serafín tuvo miedo y subió a la cubierta.

Reinaba la más completa obscuridad, que interrumpían a veces los relámpagos y algunos farolillos colgados acá y allá.

El Océano brillaba, en medio de su espantosa agitación, como los ojos de un monstruo inconmensurable.

Llovía, tronaba, relampagueaba.

El cielo y el espacio eran un solo caos de amenazas y horrores.

Las olas asaltaban la cubierta del bergantín.

En medio de aquel cuadro fúnebre, en el centro de aquella cólera, de aquel estrago, de aquella devastación, vio Serafín, a la luz de un relámpago, a Rurico de Cálix, solo, de pie en la popa, con el timón en una mano y la bocina en la otra, haciendo frente a los elementos, calado por el mar y la lluvia, sin doblarse al empuje de la tormenta, exaltado, radiante, sublime.

¡Era su hora! El trueno estallaba sobre su frente; el mar bramaba a sus pies como una leona hambrienta; el barco crujía y saltaba sobre las olas como una serpiente sobre peñascos.

Pero el barco era él: él lo gobernaba, lo espoleaba, lo detenía como un árabe a su caballo. Él era, en fin, el alma de la tempestad. La sombra lo envolvía y el rayo lo revelaba. Estaba verdaderamente hermoso.

Serafín no pudo menos de admirarlo, y hasta sintió celos de él...

-¡Si ella lo viera en este instante -se dijo-, lo admiraría como yo!

Al pensar Serafín de este modo, recordó la angustia y el temor que la Hija del Cielo experimentaría en medio de tan horrible tempestad; reflexionó en que acaso era aquélla la última hora de cuantos se hallaban a bordo, y un estremecimiento de terror circuló por todo su cuerpo.

¡Sólo temblaba por ella!

Acaso también por ella desplegaba Rurico aquel valor salvaje.

-¡Oh! Si él consigue salvarla -pensó Serafín-, dejaré de odiarlo... o le aborreceré menos.

Meditando así, habíase acercado instintivamente a la cámara de la Hija del Cielo.

Un grito, en que reconoció la voz de ella, vino a herir sus oídos.

Ya no vaciló...

Rápido como el pensamiento descendió por la escotilla.

Luego que estuvo en la cámara del Capitán, se paró un instante, admirado de lo que llegó a percibir.

En efecto: el grito que escuchó desde la cubierta fue lanzado por la joven; pero no era un grito de terror, sino un eco melodioso, una ráfaga de armonía...

La Hija del Cielo cantaba al compás de la tormenta.

¡Magnífico acompañamiento para semejante voz!

He aquí por qué hemos dicho que el mar es un contrabajo.

Pero ¿qué cantaba la desconocida?

¡Cantaba el final de Norma!

Serafín permaneció atónito por un instante.

¡Nada tan sublime como aquella voz de ángel acompañada por el bramido del Océano; nada tan heroico como aquella inspiración artística en medio del peligro; nada tan pavoroso como aquel canto profano respondiendo a la cólera de Dios; nada tan dulce como aquel recuerdo de Serafín, acariciado por la joven en la misma hora de la muerte!

El músico no vaciló ni un momento: abrió la vidriera de colores, a través de la cual se oía aquel canto supremo, y penetró en una lujosa antecámara, en cuyo fondo percibió otra puerta, también de cristales, por la cual se escapaba una débil claridad...

Detúvose entonces, como si profanase un templo.

Pero un vaivén más terrible del barco, un silbido más fúnebre del viento, un clamor más desesperado del mar, le recordaron que se trataba de morir al lado de la extranjera, de salvarle la vida acaso...

Empujó, pues, la segunda vidriera, y entró.

En el fondo del aposento estaba la Hija del Cielo, de espaldas a la puerta, sentada ante el piano.

La joven cantaba en aquel mismo instante estas sublimes palabras:


Cual cor tradisti,
cual cor perdesti
quest'ora orrenda
ti manifesti.