El final de Norma: Segunda parte: Capítulo II
Hemos dejado a Serafín en su cámara, poseído de un humor infernal.
Al poco tiempo de estar allí conoció que se aburría, y se puso a arreglar su desaliñado traje.
Hallábase aún ocupado en esta operación, cuando aparecieron por la escotilla dos enanos anchos de hombros, rojos de puro rubios y con ojos casi verdes a fuerza de ser azules.
Traían el almuerzo.
-¡Está visto! -pensó Serafín-. ¡Este tipo nuevo de hombres ha dado en perseguirme!
Y sin más reflexiones, trató de entablar conversación con sus camareros; pero a las primeras palabras le indicaron con gestos que no entendían el español, el francés, ni el italiano, y probaron a hablarle en su idioma.
Érase éste una jerigonza áspera y nasal, que ni el mismo Diablo Cojuelo hubiera traducido.
Serafín les repitió la seña que ellos le habían hecho para expresar que no comprendían.
Encogiéronse todos de hombros, y Serafín se puso a almorzar.
Luego que concluyó, dio la última mano a su traje y subió sobre cubierta.
Estaban en alta mar.
Serafín buscó en vano con la vista las costas de su patria...
Olas y olas eslabonadas interminablemente: he aquí lo único que distinguieron sus ojos.
Hacía un día magnífico. La luz, el aire y el agua, confundiéndose amorosamente, componían aquel cuadro grandioso, donde no había montañas, ni selvas, ni ríos, ni nubes...; nada que limitase ni dividiera la distancia. El cielo y el océano, las dos majestades de la inmensidad, se miraban en silencio y como asombradas de su poder, de su grandeza, de su extensión. Aquella soledad era sublime-. Perdíanse en ella la vista y el pensamiento; pero atravesábala la esperanza, simbolizada para Serafín en el Leviathan.
¡Me queda el consuelo de ver a Italia! -se dijo dando un hondo suspiro.
En seguida miró en torno suyo, y vio cerca del palo mayor doce robustos marineros ¡cosa extraña! todos rubios, jóvenes, de reducida estatura, muy colorados, anchos de espalda, cortos de piernas y vestidos con blusas azules.
Estos hombres, pertenecientes al tipo que perseguía a Serafín, fumaban en silencio, tendidos sobre cubierta, fijando en nuestro joven veinticuatro ojos más verdes que el mar y más inmóviles que el cielo.
-¡Hola, muchachos! ¿Cuántas leguas irán ya? -preguntoles Serafín, incomodado con la atención estúpida que despertaba.
Los doce enanos se levantaron a un mismo tiempo y le hicieron un saludo uniforme.
-¡Bien, bien!... ¡Sentaos! -repuso Serafín, encendiendo un cigarro-. Conque... decidme: ¿cuándo llegaremos a Italia?
Los doce se miraron simultáneamente, dijeron cierta palabra unísona en un idioma desconocido, y se llevaron a los dientes la uña del dedo pulgar, haciéndola crujir contra ellos.
-¡Vamos! -exclamó Serafín, volviéndoles la espalda-. ¡Ya que los hombres han dispuesto no hablar todos un mismo idioma, a lo menos usan una mímica igual! ¡Nadie me comprende a bordo! ¡Estoy divertido! ¡Tendré que reducirme a hablar con el Capitán, lo cual no me conviene mucho! Pero ¿y Alberto? -pensó en seguida el joven-: ¿qué será de él? ¡Buena locura hicimos con achisparnos! ¡Ni aun recuerdo que nos hayamos despedido, a pesar de lo muy expuesto de su viaje! ¡Qué haya hombres con suficiente humor para ir al Polo! ¿Cuánto más agradable no serán las lagunas de Venecia, las tardes de Nápoles, las noches de Roma?...
Todo afán del músico era no pensar en aquella Hija del Cielo, que con tan negros colores le había pintado el Capitán; pero al cabo vinieron a parar en ella sus reflexiones.
-¿Y Norma? -se dijo-. ¡Es una aventurera, una cómica! ¡Tiene treinta y cinco años! ¡Se llama Jacoba! ¡Y es inglesa! ¡Es decir, tendrá los pies grandes! ¡Y esto es lo de menos! Pero ¡tener marido! ¡Tener señor de vida y hacienda! ¡Cuerno! ¡Y además un amante!... ¡Cuerno dos veces! ¡Esa mujer es peor que Lucrecia Borgia! ¡Resulta de todo: que moriré célibe!
Después de este ultimátum, Serafín procuró rechazar tantos y tan contradictorios pensamientos como le ocurrían.
Para conseguirlo decidió tocar el violín.
Bajó a su cámara, y con indecible asombro encontró en ella a un negrito de catorce a quince años, vestido de blanco, el cual lo saludó, entregándole un billete muy plegado.
Abriolo Serafín, y leyó estas palabras, escritas en italiano y con una letra muy menuda y bien trazada:
«Vivid sobre aviso: es probable que de un momento a otro se atente contra vuestra vida.»
El joven se estremeció, y alzó la vista para buscar al mensajero de un papel tan interesante y raro.
El mensajero había desaparecido.
-«¡Diablo!» -exclamaría Alberto... -dijo Serafín-. ¡Esto se complica! ¿Quién me querrá matar? ¿Quién me dará este aviso? ¿Si será otro medicamento del Capitán para distraerme de mi desventurado amor?
Aunque semejantes reflexiones parecían tranquilizadoras, no dejó el músico de tomar alguna medida de precaución, como fue buscar sus pistolas inglesas, examinar si estaban corrientes y metérselas en los bolsillos de su gabán.
Este incidente le quitó la gana de tocar el violín. Púsose, pues, a deshacer sus maletas, a hacerlas de nuevo, a arreglar papeles y a leer alguna música.
Así le sorprendió la noche.
Según obscurecía, empezaron a asaltar a Serafín siniestros temores: volvió a pensar en el billete anónimo y en los peligros que le anunciaba: la imagen fatídica del Capitán se le apareció tal como la había visto aquella mañana entre sueños, y sumergíale en mil reflexiones aún más fantásticas el recuerdo del ser desconocido que velaba por él dentro del buque...
Y creyose transportado a un mundo de espectros. Y toda aquella tripulación de rubios enanos, y el Capitán, y el negrito, y el mascarón de proa del Leviathan, empezaron a girar en su imaginación, y a hacerle muecas, y a mirarle con odio, y a reírse de él, y a predecirle su muerte.
La cámara se hallaba sumergida en tinieblas.
Las olas gemían tristemente al estrellarse en los costados del buque.
El viento silbaba con eco funeral.
En aquel instante oyó ruido sobre su cabeza, y la cámara se inundó de una claridad vivísima.
Serafín dio un grito de guerra y se puso de pie, montando una pistola.
Sintió pasos que se acercaban... y creyose muerto.
Indudablemente dos hombres bajaban la escalera...
Cada paso que daban hacía resonar una cosa metálica, estridente, como el choque de dos espadas...
Serafín montó la otra pistola.
Acabaron de bajar los aparecidos, y dejaron sobre la mesa varios cuchillos.
También había cucharas y tenedores.
Eran sus camareros, que le traían luces y la comida.
Serafín ocultó las pistolas avergonzado, y volvió a sentarse, murmurando entre un último temblor y una sonrisa de confianza:
-¡Soy un imbécil!
Era su segundo ultimátum de aquel día.
Pero, a pesar de ser un imbécil, no probó la comida hasta que sus camareros admitieron varias finezas que les hizo.