El final de Norma: Primera parte: Capítulo VII

El final de Norma de Pedro Antonio de Alarcón
Capítulo VII: El final de Norma


Alzose el telón y apareció la desconocida.

Serafín miró al palco de los personajes misteriosos y no los halló en él.

Volvió los ojos al escenario, y sorprendió una mirada que le dirigía la Hija del Cielo.

Ya sabéis el magnífico argumento de la primera escena del segundo acto.

Norma, la impura sacerdotisa, va a matar a sus hijos para borrar las huellas de su sacrílego amor.

Allí hubierais visto a aquella mujer tan hermosa e inspirada, interpretar los tenebrosos pensamientos de la celosa druida con un canto alternativamente lúgubre, tierno y salvaje lanzado de un pecho convulso por unos labios crispados, cual si fuera la estatua viva de la implacable Medea.

El público, poseído del horror de la situación, estaba tan mudo, tan atento, tan inmóvil, que se hubiera sentido la caída de una hoja en medio de aquellos mil espectadores sobrecogidos de espanto.

Pero cuando el corazón de la madre respondió al grito de la Naturaleza, que le hablaba con los suspiros de sus hijos; cuando la garganta de aquella mujer moduló el divino acento de amor a los pedazos de su alma y de horror al crimen que había concebido; cuando aquel rostro airado y convulso se dilató con la ternura maternal y se iluminó con la llama de la virtud; cuando la Hija del Cielo, en fin, arrojó el puñal infanticida... entonces estremeció el teatro un murmullo universal, un aplauso unánime, una detonación de vivas y bravos que ensordeció el aire por mucho tiempo.

¿Para qué os he de cansar con la relación de todas las maravillosas dotes que desplegó aquella mujer y de todas las emociones que experimentó Serafín?

Sólo os hablaré del final de la ópera.

La Hija del Cielo comprendía demasiado todas las bellezas de aquellos últimos cantos de Norma, en que el amor a un hombre se sobrepone al amor a la vida, al amor maternal, a todo sentimiento humano...; y así fue que, elevándose a una inspiración verdaderamente sublime, hizo sentir al público dolores y delicias inexplicables.

Serafín no estaba en el mundo. Flotaba en el empíreo como aquellos cantos, y navegaba al propio tiempo en un mar de infinita melancolía.

Dábase cuenta, en medio de su locura, de que aquella sala, llena de los acentos de un ángel, iba a quedarse muda, de que Norma iba a morir, de que la ópera terminaba, de que el encanto iba a romperse; y oía ya a la hermosa como se oye el quejido de un recuerdo: en el fondo del alma... Seguía tocando el violín; pero maquinalmente, como un autómata, como un sonámbulo.

En cuanto a ella, no apartaba sus azules ojos de los negros del artista... Le decía ¡adiós! en todas las notas que articulaba; ¡adiós! le repetía su rostro contristado; ¡adiós! clamaban sus manos cruzadas con desesperación... En lugar de despedirse de la vida, parecía que Norma se despedía de Serafín.

Después fue extinguiéndose aquella lámpara de plata, desvaneciéndose aquel sueño de gloria, borrándose aquel meteoro, evaporándose aquel aroma, alejándose aquella nave, doblándose aquella flor, muriendo aquel sonido...

Y cayó el telón, como es costumbre en todos los teatros del mundo.