El final de Norma: Cuarta parte: Capítulo VIII


Era el día 7 de Agosto; el día de la boda.

El sol apareció después de brevísima noche.

Alberto y Serafín lo vieron salir con inmensa emoción desde una banda de la urca Matilde.

-¿Cuánto queda? ¿Cuándo llegamos? -preguntaban a cada instante los dos jóvenes a todos los marineros.

-Dentro de diez horas... Dentro de ocho... Dentro de seis... Dentro de cuatro... Dentro de dos... -iban respondiendo éstos, según que el sol adelantaba en su carrera casi horizontal.

-¿Cuándo llegamos? -repetía Alberto, arrojando puñados de dinero a la absorta tripulación.

-Dentro de una hora.

-¿Qué hora es?

-Las doce...

-¡Las doce! ¡las doce! ¡Vela! ¡vela! ¡más vela! -exclamaba Serafín.

-¡Ya vemos a Silly! -gritó un marinero.

-¡Silly! -repitieron los dos jóvenes.

-¡Miradlo!... Aquel castillo negro que asoma entre la nieve, es Silly...

-¡Silly!.. -exclamaba Serafín-. ¡Allí está Brunilda! ¡Allí nació la Hija del Cielo!

-¡Siete de Agosto!... ¡Las doce y media! -gritaba el capitán de la Matilde-. ¡Si a la una no hemos saltado a tierra, echo a pique la embarcación! ¡Preparad ese ancla!... ¡Arría, arría! ¡Un abrazo, Serafín!... ¡Esperanza! ¡ánimo!... Hemos llegado.

¡Era la una y media!

Alberto y Serafín entraron en una lancha, que los dejó en tierra en dos minutos.

-¡Corramos!... -exclamaron a un tiempo.

Y se dirigieron al castillo, que se enseñoreaba de una aldea.

Silly estaba sombrío, silencioso.

Algunos criados lujosamente vestidos dejaron pasar a nuestros jóvenes, creyéndolos convidados a la boda...

-¿Se han casado? -preguntaba Serafín en italiano, en francés, en español, en latín...

La servidumbre se encogía de hombros.

No le comprendían.

-¿Se ha casado ya? -preguntaba Alberto en inglés, en alemán, en griego, en árabe, en portugués?...

¡Tampoco le entendía nadie!

¡Qué instantes tan angustiosos!

Guiados por la servidumbre, penetraron en un salón, luego en una galería, luego en otro salón, todos desiertos.

Al fin llegaron a la antecámara, en cuyo fondo había una puerta entornada, a través de la cual se oía murmullo de gente y se percibía profusa iluminación.

Serafín temblaba como un epiléptico.

-¡Entra tú! -le dijo a su amigo.

-¡Diablo! ¡Pues no he de entrar! ¡Sígueme! -exclamó Alberto.

Y arrojando el sombrero, empujó con resolución aquella puerta.

Serafín penetró detrás de él. Estaban en la capilla.