El final de Norma: Cuarta parte: Capítulo IX
-¡Deteneos!... -gritó Alberto al penetrar en el sagrado recinto.
Brunilda, Rurico de Cálix, el conde Gustavo, el sacerdote, el notario y los testigos, únicas personas que había en aquel lugar, volvieron la cabeza admirados.
Rurico vio a Alberto, y reconoció en él al hombre del desafío.
Brunilda no lo conocía, pero presintió algo extraordinario.
Entonces apareció Serafín.
Al verlo Brunilda; al hallarlo allí, cuando lo creía en medio de los mares; al pensar que quebrantaba todos sus juramentos; al contemplar de nuevo al que era su vida, su alma, su único amor, sintió enojo, sorpresa, dicha, desesperación y cuanto no pudiéramos explicar.
-¡Serafín! -exclamó, cayendo en brazos de su tío.
-¡Serafín! -repitió Rurico, que lo creía muerto hacía dos meses.
-¡Caballero! -exclamó el conde Gustavo lleno de indignación.
Pero Serafín no existía más que para Brunilda.
La miraba con indecible angustia, con delirante amor...
¿Era libre todavía?
¿Se había casado ya?
La joven estaba pálida y mustia, como una sombra de lo que había sido.
Aquellos dos meses de sufrimiento habían dejado en su rostro profunda huella.
Vestía de blanco y ceñía dos coronas: la condal y la de desposada.
Acaso también la del martirio.
-¡Deteneos! -volvió a decir Alberto con tanta audacia, que todos quedaron suspensos de sus labios.
Brunilda se había recobrado, y miraba aquella escena sin adivinar lo que iba a suceder.
Rurico, lívido de cólera, acariciaba su puñal, temiéndolo todo, conteniéndose apenas.
El conde Gustavo se adelantó hacia los dos jóvenes y dijo con severidad:
-¿Cómo os atrevéis a turbar de este modo la paz de una familia, la quietud de mi casa, la solemnidad de esta ceremonia? ¡Idos de aquí con vuestro temerario amor! ¡Dejad a una buena hija cumplir lo que juró a su padre!
-Acabemos... -añadió Rurico, dirigiéndose al sacerdote-. Estos señores presenciarán el desposorio, y luego nos dirán a qué han venido.
Serafín oyó estas palabras con inexplicable júbilo.
-¡Llegamos a tiempo! -exclamó.
-¡No se ha casado! -dijo Alberto, sacando las Memorias de Rurico de Cálix.
-¿Qué significa eso? -gritó Rurico, desenvainando el puñal al ver aquellos papeles que, sin saber por qué, le auguraban algo muy horrible.
-¡Estáis en un templo! -advirtió el sacerdote.
Rurico envainó el puñal, trémulo, confundido, tartamudeando una excusa.
-¡Escuchad todos! -dijo Serafín con voz solemne-. Este casamiento no puede verificarse. ¡La hija del jarl de Silly tiene jurado dar su mano al jarl Rurico de Cálix, y no debe faltar a su juramento!
Todos se miraron asombrados, creyendo que aquel extranjero estaba loco.
Rurico vio que la tormenta se le venía encima, y miró hacia la puerta.
Alberto le enseñaba disimuladamente una pistola.
-Explicaos, joven... -dijo el conde Gustavo-. Mi pupila juró casarse con el jarl de Cálix, y se dispone, como veis, a cumplir su juramento, casándose...
-¿Con quién?
-Con Rurico de Cálix...
-Y ¿dónde está ese hombre? Yo no lo veo aquí...
-Miradlo... -repuso Gustavo, señalando al capitán del Leviathan.
-¡Ese hombre no es Rurico de Cálix! -replicó Serafín con voz entera.
Un rayo que hubiese caído en medio de la capilla no habría causado efecto igual al que produjo aquella revelación.
Brunilda, con los ojos dilatados y las manos extendidas, dio un paso hacia el falso Rurico, y murmuró lentamente:
-¡Lo había sospechado!
Rurico soltó una violenta carcajada.
El conde Gustavo se acercó a Serafín.
-¡Ved lo que decís, caballero! -exclamó con voz solemne.
Alberto seguía enseñando la pistola al bandido, quien no se atrevía a moverse.
-Ese hombre... -continuó Serafín- es Óscar el Encubierto, el Niño-Pirata, el asesino de Rurico de Cálix, que murió en Spitzberg hace cinco años. Ese hombre es el montañés que cierto día hirió a un marinero en frente de este castillo; el bandido que prendió después al jarl Adolfo Juan de Silly para hacerle optar entre la muerte o el deshonor de su hija; el infame que lo asesinó al año siguiente; el impostor sacrílego que quiere pasar por libertador de aquel a quien asesinara, y recoger el premio de la virtud de otra víctima suya. ¡Hipócrita! ¡Falsario! ¡Pirata! ¡Asesino! ¡Traidor! -continuó Serafín, apostrofando al bandido-. ¡Defiéndete si tal es tu osadía!
Reinó un instante de silencio.
Gustavo, el sacerdote y los testigos se apartaron de aquel hombre sobre quien recaían tan horribles acusaciones, y esperaron su réplica antes de soltar todas las tempestades de la ira y de la venganza.
Brunilda, deslumbrada por aquella revelación, se tapaba el rostro con las manos, diciendo:
-¡Yo iba a dar mi mano al asesino de mi padre!...
Óscar se adelantó entonces, frío, sereno, impasible.
-Señor notario, prended a ese infame en nombre de la ley... -dijo, señalando a Serafín.
Éste retrocedió un paso.
-¡Prendedlo, os digo! -añadió el joven con una entereza y una dignidad que impuso a todos respeto, y les hizo dudar nuevamente-. ¡Prended a ese malvado que me calumnia! ¡A ese aventurero que profana el templo donde Dios va a premiar mis sufrimientos con la mano de la mujer que adoro! ¡Prended a ese falsario, que me llama impostor, porque ama a mi prometida; a ese miserable violinista, que aspira a ceñirse, con intrigas de mala ley, la corona condal de Silly! Prendedlo, y obligadlo a que presente las pruebas de su acusación o a que sufra el castigo de los calumniadores.
-¡Aquí están las pruebas!... -gritó Alberto, viendo vacilar a los circunstantes-. ¡Aquí están las Memorias del verdadero Rurico de Cálix!
-¡Esas Memorias son falsas, señor novelista! -exclamó el pirata con indignación. ¡Yo nunca he escrito mis memorias!
-Hay una prueba... -dijo Serafín.
-¿Cuál? -exclamaron todos.
-El cadáver de Rurico de Cálix.
-¡Su cadáver! ¿Lo traéis acaso de testigo?...
Óscar pronunció estas palabras con una ironía espantosa.
Quizás temía aquello mismo que preguntaba sarcásticamente.
-Su cadáver está en Spitzberg... ¡Yo lo he visto!... ¡El hielo lo ha conservado incorrupto, y puede reconocerse por la autoridad!... -exclamó Alberto con arrogancia.
-¡Está muy lejos! -replicó Rurico con aparente sangre fría-. El invierno habrá empezado ya en aquella región, y nadie podrá ir hasta el año que viene... ¡Por Dios, que sois ingenioso! ¡Inventáis una fábula artificiosa que necesita un año para desenredarse!... Durante ese año la jarlesa permanecería libre, y vuestro amigo recobraría una esperanza... ¡Qué locura, señores, qué locura! ¡Las personas que nos están oyendo son demasiado formales para dejarse llevar de los caprichos de vuestras imaginaciones aventureras! Yo soy el jarl de Cálix mientras no se me demuestre lo contrario, y esta señora será mi esposa dentro de diez minutos. Burlado así vuestro propósito, el esposo de Brunilda irá mañana a los tribunales a constituirse en prisión o a reconquistar su honra.
La asamblea volvió a mirarse con asombro al ver desvanecida en un momento la acusación que pesaba sobre el joven jarl.
Entonces se adelantó Brunilda, y dijo con una voz enérgica y vibrante, dirigiéndose al pretendido Rurico:
-Caballero, todo lo que ha dicho este joven es verdad. Si no tiene pruebas, mi corazón no las necesita.
-¡El mío sí! -respondió el pirata, helando con una espantosa sonrisa la que ya vagaba por los labios de su rival-. ¡El mío sí las necesita! ¡Cómo, señora! ¿Apelaréis vos también a un torpe subterfugio para violar los más sagrados juramentos? Cuando salvé la vida a vuestro padre, juró el jarl que seríais mi esposa. Cuando el jarl agonizaba, lo jurasteis vos también. Cuando se le confió vuestra tutela al venerable anciano que nos escucha, repitió éste el mismo juramento. Cuando yo me presenté en el castillo hace cuatro años, lo reiterasteis nuevamente. ¡Jarl de Silly! ¡Jarl de Silly!... ¡He aquí a tu hija insultando al que te libró de la muerte, y despreciando las últimas palabras de tu agonía! ¡y vos, señor Gustavo, ved cómo se mancha en vuestra presencia el honor de vuestra estirpe; ved cómo se ofende la religión; cómo se empaña la honra; cómo se escarnecen las tumbas! ¡Ah, señora! -prosiguió el joven con majestad sublime-. ¡No me obliguéis a arrancaros el anillo que os di! ¡No me obliguéis a devolveros la palabra que me empeñasteis! ¡Ved lo que hacéis, señora! Después de una escena tan sacrílega, apelaría yo también al sacrilegio... ¡Maldeciría la memoria de vuestro padre, arrojaría lodo a la estatua de su sepulcro y tiraría piedras al escudo de vuestros mayores!
Todos los circunstantes inclinaron la cabeza ante aquella voz terrible y amenazadora.
Verdad o mentira, lo que decía aquel joven hablaba al corazón y al convencimiento.
El viejo Gustavo, trémulo, aturdido, subyugado por aquella actitud tan digna y tan indignada, llegose a Brunilda, cogíale ambas manos, y le dijo con dulzura:
-Hija mía... ¡Dios lo quiere! ¡Acepta el sacrificio!
Brunilda, pálida, abatida, llena de superstición y espanto, cayó de rodillas ante el altar.
Alberto cometió la imprudencia de mostrar una pistola, y de avanzar hacia el falso o verdadero Rurico.
El sacerdote lo vio, y convencido de que el pirata decía verdad, exclamó con una indignación espantosa:
-¡Salid de aquí!... ¡Respetad el templo!
Serafín inclinó la cabeza y se dispuso a abandonar la capilla.
Óscar se arrodilló al lado de la Hija del cielo.
Gustavo repitió a los jóvenes la intimación de que saliesen.
El sacerdote empezó la ceremonia.
Los dos jóvenes se miraron con la más culminante desesperación.
-Vámonos... -dijo Serafín.
-¡Mátate! -replicó Alberto.
Y le alargó una pistola.
En aquel instante oyéronse pasos y gritos en la antecámara.
-¡Dejadme entrar! ¡Dejadme entrar! -decía una mujer con voz ronca y sollozante-. ¡Dejadme entrar, asesinos!