El falso Inca
de Roberto Payró
Capítulo I


I - FORASTEROS EN EL VALLE


Dos viajeros, un hombre y una mujer, indígenas a juzgar por su aspecto y traje, cruzaban al caer la tarde de un tibio día de mayo de 1656, el amplio valle de Catamarca: el sol iba a ponerse tras del Ambato, los viajeros parecían rendidos por una larga jornada, y cerca no se veía habitación alguna.

-Aquí podíamos quedarnos -dijo el hombre en castellano, señalando un alto paaj puca (quebracho colorado), que sobresalía en un bosquecillo de algarrobos, vinales y mistoles, entretejidos de enredaderas.

-Como te parezca -contestó la mujer, que tenía marcado acento quichua, así como andaluz su compañero.

Depositó bajo el árbol las alforjas de lana de colores que llevaba, y haciendo en seguida un montón de ramillas y hojarasca, batió el eslabón e hizo fuego, en la creciente obscuridad de la noche que caía. Bajó luego hacia el Río Grande, que corría a pocos pasos, llevando en la mano un ancho tazón de barro cocido, y volvió con él lleno de agua, preparándose a cocer el maíz que, con un poco de grasa, ají y sal como condimento, constituiría su frugal comida.

El hombre, silencioso y apático, se había tendido en la espesa yerba, con los brazos bajo la cabeza, masticando lentamente un acuyico de coca.

-A estas horas -murmuró por fin- ya está avisado todo el mundo, y todo el mundo ha recibido la noticia con regocijo...

-Algunos habrá que no creerán -replicó la mujer.

-¡Pero callarán, porque les conviene, porque es la realización de sus deseos, Carmen!... ¡Oh! ¡el plan está bien madurado, y es magnífico!... Sólo falta encontrar el medio de acercarnos al gobernador... Y si él se deja envolver...

-¡Es tan ambicioso!... ¡Ha perseguido, azotado, dado tormento a centenares de indios, para arrancarles el secreto de sus tesoros! -exclamó Carmen, con vaga sonrisa de burla-. Ea, vamos a comer, que este cocimiento ya está.

-¡Y ni siquiera un poco de aloja para refrescar! -murmuró el hombre.

-No te apures, Perico, que si esto no es tan bueno como los festines del Potosí, día llegará en que los tendremos mejores. ¡Un Inca con millares y millares de súbditos!...

-Come y calla, que en boca cerrada no entran moscas.

Comieron silenciosos en medio de la sombra que había llenado el valle, entonces mucho más fértil que hoy, pues el Río Grande del Valle Viejo que bajaba desde cerca de las faldas del Pucará, y el río Tala, que descendía del Ambato, no interrumpían nunca su corriente, y en verano, crecidos con los deshielos, lo inundaban, fecundaban y reverdecían todo.

El fuego, entretanto, iluminaba fuertemente el rostro atezado del hombre, en el que fosforecían dos ojos pequeños, negros y vivos. Era de corta estatura, vestía una mala túnica de lana y un poncho de colores, y llevaba en los pies ojotas, o sandalias de cuero sin curtir. Parecía, pues, un indio, pero, aun sin oírlo hablar, un europeo observador hubiera notado en sus ojos de corte horizontal, en la línea de su nariz y en sus movimientos bruscos y nerviosos, nada apáticos por cierto, que no pertenecía a la raza calchaquí.

Carmen, su acompañante, presentaba rasgos de india, y rasgos de española. Tenía el rostro de cobre dorado, ojos negros, muy grandes, dulces y tranquilos, pero en que a veces brillaban llamaradas de inteligencia y viveza, nariz fina, cabello como el azabache, algo rudo y ondulado, labios gruesos y rojos, frente estrecha y límpida. Iba envuelta en un manto que ocultaba sus ropas caídas y se ceñía coquetamente a sus redondas formas, pero los brazaletes y ajorcas de sus brazos y tobillos, los grandes pendientes de sus orejas y los topus cincelados con que se sujetaba el cabello, parecían indicar una mujer rica, si no de clase elevada.

-¡Si vendrá mañana! -exclamó el hombre, acabando de comer.

-¿Lo citaste aquí mismo? Pues vendrá, no te quepa duda, Pedro. Ahora, lo mejor es dormir.

La noche pasó silenciosa y tranquila, sin más rumores que el de las hojas movidas por la brisa y humedecidas por el rocío, el canto de las ranas, y algún lejano gruñido de puma o de jaguar en exploración por la selva y las quebradas.

Poco antes de amanecer, un vocerío y un zurrido incesantes y crecientes los despertaron. Inti, rey de lo creado, anunciaba su llegada, y la naturaleza entera se aprestaba a recibirlo. Alzaban alto el vuelo, el gavilán, el carancho, el chimango; el cuervo formaba sus negras cuadrillas de salteadores; el cóndor, como un puntito imperceptible e inmóvil, bogaba sin esfuerzo en los aires; y entre las ramas, el rey de los pájaros y el ñaarca se trazaban sus planes de emboscadas, mientras en los árboles o sobre la yerba charlaban o cantaban loros, kcates, carpinteros, horneros, zorzales, venteveos, viudas, mirlos, boyeros, cardenales, calandrias y guilguiles... alternando con el grito de las pavas del monte, las charatas, las chuñas, o el arrullo de las torcazas, las bumbunas y las tórtolas, o el silbido de las perdices y las martinetas...

Carmen volvió a hacer fuego. Pedro mascaba coca, cambiando pocas palabras, en plena tranquilidad, cuando una gruesa voz de hombre los hizo poner en pie de un salto. ¡No era para menos! La voz decía:

-Ea, Pedro Chamijo, ¡date, date que no hay escape!...

Y en efecto, la boca de un arcabuz apuntaba al descuidado viajero, y tras del arcabuz se veía la enmarañada barba, los ojos lucientes, las manos rudas y la cola de cuero, la chupa y el casco de un soldado español.