XV

-Señor cura -dijo Garrote-, ahora que nos encontramos solos, quiero que conversemos un poco sobre un asunto que me está escociendo por dentro.

-Ya le entiendo a Vd. amigo mío, Vd. es de parecer que en vez de unirnos a la partida de Longa, marchemos solos al encuentro de los franceses.

-No es nada de eso, Sr. D. Aparicio, lo que me preocupa.

-Ese fusil que lleva Vd. -añadió el cura-, es un arma de príncipes; en cambio esa espada no sirve sino para degollar palominos. Por el contrario, mi sable vale un imperio, y esta escopeta no lo es más que en el nombre. Hagamos, pues, un cambalache: darele a usted el sable, pues la principal habilidad de Vd. consiste en el tajo, mientras que siendo mi fuerte la puntería, cogeré por lo tanto su fusil.

-No es eso tampoco lo que tenía que hablar.

-Usted tiene muy cansada la vista y no puede hacer la puntería.

-Que no es eso -repitió Garrote con enfado.

-¿Pues qué, hombre de Dios?

-Un caso de conciencia.

-¿Esas tenemos? -dijo el cura riendo-. Esta mañana estuve una hora en el confesonario sin que nadie se me acercara, y ahora que monto a caballo...

-No pierde el sacerdote el Sacramento por ir a horcajadas.

-Jamás he visto que el ilustre Garrote se confesara; ¿y ahora que va a la guerra le entran esos escrúpulos? ¿Hay algún pecado nuevo? Pero no sé por qué recuerdo ahora... Esa maldita Perpetua...

No, los antiguos. Por lo mismo que voy a la guerra, siento un vivo deseo de reconciliarme con Dios... Aunque hombres como yo no mueren a dos tirones, quién sabe si por artes del enemigo me cogerá una bala...

-Y adiós alma... Nada, nada -dijo el cura-, aun los hombres más bravos deben venir a estas fiestas con el alma preparada... Aquí donde Vd. me ve, voy como un angelito de Dios... Me podrían enterrar con corona de rosas como a los niños.

-Vamos a ver. Si los pecados se perdonan con el arrepentimiento y la penitencia, los míos ya los puedo dar por idos. Estoy arrepentido de los males que he causado, y ahora que soy viejo y nada puedo, he caído en la cuenta de que hice mal, muy mal. En cuanto a la penitencia, ¿no es suficiente esta que yo mismo me impongo de dejar la tranquilidad y bienestar que disfrutaba en mi casa de Peñacerrada, para echarme al campo en busca de las privaciones, de las hambres, de las heridas, de los fríos, de los calores y quizás quizás de la muerte? Y todo esto no por una causa cualquiera, sino por la causa de Dios, de la religión y su santa Iglesia primero, y del Rey y de España después.

-Mi parecer es -dijo el cura sonriendo y tentando de nuevo sus bolsillos y la alforja para ver si se le olvidaba algo-, que con lo hecho por Vd., con su arrepentimiento primero y el sacrificio de su bienestar después, hay para irse derecho al cielo.

D. Fernando respiró con desahogo, y muy vivamente añadió:

-Si ofendí a Dios con mis calaveradas, ahora le sirvo con mi heroísmo: ¿no es verdad? Váyase lo uno por lo otro. Jamás cometí acción ninguna indigna de un caballero... pues... ya me entiende Vd... porque hay pecados de pecados.

-Es evidente... Pero si el arrepentimiento y la penitencia limpian el alma, no está de más un poco de palique con el cura...

-Ya, la confesión.

-La humillación del alma ante Dios, y aquello de reconocer verbalmente sus faltas y avergonzarse de ellas delante del sacerdote...

-Por hablar no quedará -dijo Garrote-, pero es lástima que esto no lo hiciéramos despacito en el pueblo en vez de hacerlo a caballo por estos andurriales.

El cura rompió a reír.

-¡Qué singulares cosas tiene D. Fernando Garrote! -exclamó avivando el paso de la cabalgadura-. Esta noche cuando lleguemos a cualquier mesón... ¿Pero está Vd. triste, señor Navarro; a qué viene tanto mirar al suelo y ese gesto de ajusticiado?

-Amigo D. Aparicio -repuso el guerrero-, no puedo apartar de mi pensamiento la idea de que me coja una bala.

-Los bravos no mueren...

-Si el caso llega -añadió el guerrillero muy preocupado y entristecido- no moriré sin decir antes a voz en grito ante Dios y los hombres que siempre fuí católico, apostólico, romano y defensor de la santa Iglesia, cuyos dogmas creo desde el primero hasta el último.

-Bien, eso es lo principal... Ahora señor Garrote, déme Vd. su fusil -dijo el cura con vivísimo interés, mirando a un punto lejano hacia la izquierda-. ¿No le parece que se distingue por allí el morrión de un francés?

-No puede ser, hombre.

-Será algún rezagado. Anoche pasó por aquí el ejército enemigo.

-Pues como iba diciendo -prosiguió Garrote ensimismado y algo sombrío-, toda mi vida he sido católico, apostólico, romano... Jamás he robado a nadie el valor de un real. No he levantado falsos testimonios, y si dije alguna mentirilla leve, fue sin hacer daño a nadie, o por galanteo, pues... cosas de mujeres. Si he jurado en falso ha sido en asunto de amores. Honré a mis padres mientras vivieron; no he matado a nadie, ni...

-Ni deseado la mujer ajena -dijo el cura interrumpiéndole con risas.

-¡Alto, alto! que ahí está el busilis -gritó D. Fernando.

-¿Qué, qué es lo que está? -dijo Respaldiza mirando con zozobra a un lado y otro.

-Nada, hombre, no hay que asustarse, lo principal de mis pecados, digo...

-Creí que había divisado Vd. algún destacamento enemigo. Pero ¿por dónde vamos, amigo Garrote?

-Vamos bien; adelante -dijo Navarro, tan sólo preocupado de su conciencia.

Iban por un terreno bastante solitario y compuesto de cerros que se sucedían unos a otros, elevándose cada vez más. De trecho en trecho, hallábanse pequeñas llanadas.

-Ya se sabe qué clase de pecados son los míos -continuó Garrote sin poder apartar el pensamiento de aquella idea-. No son en verdad de los que más afean al hombre; y en el mundo vemos que mientras se niega el agua y el fuego al asesino, al galanteador no sólo no se le niega nada, sino que todo el mundo le admira, le señala, y con su amistad se honran tontos y discretos, buenos y malos.

-Así es en efecto -dijo Respaldiza-, lo cual no quita que el galantear sea pecado, porque es el desenfreno del más feo y torpe vicio, y con él se injuria a la familia, al mundo y a Dios.

-Por más que me diga el señor cura, no puedo creer que el galanteo sea vicio tan inmundo como el robar, el calumniar y blasfemar. Al hacer cocos a una doncella o mujer casada, parece como que se tributa cierto holocausto al Señor por las maravillas que puso en el alma y en el cuerpo. El espíritu pone de manifiesto lo que encierra de más noble, y la materia...

-Tate, tate, Sr. D. Fernando -dijo entre risas Respaldiza-. Al querer confesarse está usted haciendo la apología de sus pecados, y revistiéndolos con las mentirosas formas de una fantasía voluptuosa. Es una singularísima manera e arrepentirse... Vaya un polvito -añadió sacando la tabaquera.

-No, no, ya estoy arrepentido, Sr. D. Aparicio. Ya estoy arrepentido de todo -afirmó Garrote con decisión-. No sirvo ya para maldita la cosa. ¡Quién me había de decir en aquellos tiempos, cuando todo el mundo me parecía pequeño para mis aventuras, que se me había de acabar la vigorosa energía...!

-Punto, punto final, amigo mío -dijo el cura mirando a la izquierda.

-Iba a decir que ahora aborrezco todo aquello, y que lo deploro... Pero me pasa una cosa singular, amigo, y es que me arrepiento, pero no estoy tranquilo. El corazón me baila en el pecho, y siento en mí no sé qué comezón y zozobra.

El bravo cura se irguió de repente alzándose sobre los estribos, y gritó con ansiedad:

-Sr. D. Fernando, el fusil, venga el fusil, ¡por todos los santos!

-¿Qué hay? ¿Viene algún destacamento francés? -preguntó el guerrero mirando al mismo punto hacia el cual se dirigían los atónitos ojos del presbítero.

-¡Un morrión! Por allí va el morrión de un francés.

-¿El morrión solo?

-Bajo el morrión ha de ir una cabeza, y bajo la cabeza un cuerpo, sólo que va por aquel camino hondo y no se ve más que el cimborrio... Ese fusil, Sr. D. Fernando ¡por amor de Dios!

-Ya, ya lo veo -dijo Garrote, poniéndose la palma de la mano sobre los ojos en forma de visera-. Pero es un hombre solo, un pobre soldado rezagado, quizás un prisionero fugitivo. ¿Qué hacemos?

-¡Bonita pregunta! Matarle. Un enemigo menos tendrá España.

-Pero si no me engaño -dijo D. Fernando mirando a todos lados con cierta inquietud-, nos hemos perdido. ¿En dónde están mi hijo y los demás amigos?

-Delante van. Ese fusil, Sr. D. Fernando: veremos si el cura de la Puebla desmiente la fama de ser el mejor tirador de todo el condado, y aun de toda Álava.

-Amigo, ¿por dónde vamos? -repitió Navarro deteniendo el caballo-. Con esta conversación de mis pecados y de la bondad de Dios, que todos me los perdona, nos hemos distraído y sin saber cómo, nos hallamos separados de los demás de la partida.

-¿Cómo es eso? ¡Gran geógrafo tenemos aquí! -exclamó el cura-. ¿Pues no es este el camino de Uralde?

-No, con mil demonios; aquellas casas que a lo lejos se parecen son las primeras de Añastro. Carlos y la compañía se han ido camino derecho a Uralde, y nosotros ¡ahora caigo en ello, con cien mil pares de Satanases! nos equivocamos en la encrucijada donde está la venta de Martín.

-Adelante -dijo el cura con resolución-. Buscaremos un atajo por aquí a la izquierda... ¿Hay miedo, Sr. D. Fernando? Lo mismo da ir por Uralde que por Añastro. Usted tiene la culpa, pues charla que charla...

-No hagamos calaveradas -dijo Garrote bastante intranquilo-. Casi estamos en país enemigo. A lo mejor saldrá de detrás de una mata un puñado de franceses.

-Aquel que allí está no se me escapa -dijo el cura, observando siempre el morrión que por el camino hondo se movía-. ¿Nos vamos a por él?

-¡Dos contra uno! -exclamó con desdén D. Fernando-. Esta heroicidad no es de las mías.

-¿Pero si ese uno se convierte en seis dentro de un rato? ¿Quién sabe lo que habrá detrás de aquella colina?

-Pues vamos a él -dijo D. Fernando dirigiendo su caballo por un sembrado y hacia el punto donde el formidable morrión aparecía-. Esta guerra en detalle es la que a mí me enamora, y la verdad es que hecha con inteligencia, no hay ejército invasor que a ella resista.

-¡El fusil, ese fusilito, por amor de Dios y de María Santísima!

-¡Ahí va!... ¡que Dios esté en la chispa, en la pólvora y en la bala!

Galoparon buen trecho por el sembrado, y de pronto, como liebre que levantan perros, viose salir del camino hondo un soldado francés, el cual azorado y temeroso al ver sobre sí dos tan disformes jinetes echó a correr con ligerísimos pies, mirando hacia atrás a cada instante para ver si era perseguido.

-Alto ahí, amiguito -gritó el cura- que no te salvarás aunque tengas mejores piernas que Mercurio, el de los alados talones... ¡Alto!

-Ríndete y nada te haremos por ser dos contra uno -gritó D. Fernando llevándose la mano al sombrero, que con el fuerte viento se le tambaleaba sobre el cráneo-. Date, tunantuelo, que somos generosos y caballeros.

-¡Borracho, ladrón! Ríndete o te tiendo...

Aunque muy velozmente corría el francés, al poco rato pusiéronse los caballos a medio tiro; disparó D. Aparicio su fusil, hiriendo al fugitivo con tan fatal acierto en mitad de la espalda, que después de dar algunos pasos vacilantes cayó al suelo.

-¡Qué ojo! ¡Sr. Garrote! Por Santa Lucía bendita. ¡Qué puntería! -exclamó con júbilo Respaldiza-. Yo mismo me admiro, yo mismo me alabo, yo mismo me hago mi apoteosis, porque soy en esto del tirar una de las más grandes maravillas de la Creación.

-La verdad es que como cacería esto ha sido admirable -repuso Garrote-, pero como acción de guerra no se puede poner al lado de las de Wellington. Ese pobre muchacho lo pasa mal.

Llegaron al sitio donde el francés se revolvía en su sangre profiriendo injurias y blasfemias contra sus perseguidores.

-Arriba muchacho, eso no es nada -dijo Navarro, cuya generosidad, como hemos dicho, se mostraba en todas ocasiones -. Dinos dónde está el destacamento a que perteneces y te perdonamos la vida.

-El destacamento -repitió el cura-. Sí; para huir de él.

-O para atacarle si es poca gente. Usted con su puntería y yo con mis puños...

A esta bravata siguió un rato de silencio, porque el pobre francés herido, se había desmayado. Mirábanse Garrote y D. Aparicio sin saber qué partido tomar, cuando sintiose a lo lejos ruido de caballos, y como alzaran a un mismo tiempo la vista cura y seglar, vieron que hacia ellos se dirigía por el camino hondo hasta una docena de franchutes a caballo. Púsose más pálido que la cera de su iglesia el buen Respaldiza, y D. Fernando, a pesar de su garrotesca bravura, frunció el majestuoso ceño. El primer impulso del tirador fue huir, más detúvole su amigo, bien porque creyera imposible la fuga, bien porque la impavidez de su alma atrevida gozase en la temerosa aproximación del peligro.

-¡El sable, el sable! -gritó tomando el arma de su amigo, a quien entregó la espada vieja.

La mano del cura temblaba.

-Hemos cometido una acción villana asesinando a un hombre -exclamó con solemne acento Garrote-; Dios nos castiga. Ahora... pelear como buenos españoles y morir como caballeros cristianos.

-¿Qué hacemos?

-¿Qué hemos de hacer? ¡A ellos! Dios sea con nosotros.

No hubo muchos ni variados lances en aquel suceso, porque en el espacio de pocos minutos, los enemigos se acercaron a nuestros dos héroes, diciéndoles en castellano que se rindieran.

-Son españoles.

-Afrancesados... mala gente... -murmuró D. Aparicio.

-¡Que me rinda yo! -gritó Navarro esgrimiendo el sable-. Ahora sabréis, canallas, traidores, cómo acostumbra a hacer sus rendiciones D. Fernando Garrote el de la Puebla. Si he de morir, moriré matando.

Y sin más dimes ni diretes, comenzó a descargar sablazos sobre los que más cerca tenía. En tanto Respaldiza, viendo a su amigo enredado con los franceses, quiso ponerse en salvo, pero se lo impidieron, y en un santiamén fueron ambos desarmados. Garrote había descalabrado a uno y herido levemente a otro, recibiendo en cambio dos pistoletazos, que por fortuna sólo hicieron estragos en el alto sombrero. Gritó, vociferó, injurió en nombre de Dios, del Rey y de España; pero al cabo, ambos fueron conducidos prisioneros sobre sus mismas cabalgaduras, y muy bien vigilados por los doce dragones, que se pusieron en marcha después de recoger al herido.

Así acabó la grande, la memorable expedición de D. Fernando Garrote y el reverendo beneficiado de la Puebla. Mientras esto sucedía, Carlos Navarro y la compañía buscaban inútilmente a los dos viejos guerreros en el camino de Uralde.