XIV

Carlitos era bastante parecido a su padre, salvo algunas diferencias; se le asemejaba en la tez morena, en los cabellos asimismo negros, en la arrogancia del cuerpo y talle y en cierta expresión de nobleza que en toda su persona gallardamente se mostraba. Diferenciábase en la estructura de las cejas que en el mozo eran juntas, y en la seriedad invariable y algo torva que tenía en los grandes ojos. Con respeto adelantose el joven hacia su padre, cuya mano besó, repitiendo la misma señal de veneración y cortesía en las arrugadas extremidades de la vieja. D. Fernando contemplaba a su hijo con el arrobamiento de un artista satisfecho y enfatuado ante la belleza de su obra maestra.

-¿Nos vamos ya? -le preguntó.

-Dentro de una hora -repuso el joven-. Difícil es que nos unamos a la partida de Longa que está en Munguía con los ingleses; pero nos uniremos a los que están hacia Miranda con el general Morillo. Para no tropezar con los franceses daremos la vuelta por Uralde y Burgueta, tomando el camino real en Armiñón. No hay nada que temer por ese lado.

D. Fernando se levantó para desperezarse, lo cual hizo como un león viejo, no sin que crujieran sus choquezuelas y sus articulaciones todas. Después dio algunos pasos por la habitación como para probar la elasticidad de sus miembros.

-Esta máquina sirve todavía -dijo.

Y luego dio fuertes voces llamando a sus criados.

-¡El caballo!... ¡ensillar el caballo!

Doña Perpetua, firme siempre en la perpetuidad de su desaprobación, movía la cabeza en señal de duda respecto a la eficacia de aquella máquina para hacer algo de provecho, y si no con la boca, con los ojos reprendió a don Fernando por su atrevida aventura.

Al punto comenzó Garrote su atavío marcial, sepultando sus pies en antiguas botas de cuero fino. Forrose después en un chaleco grueso y se fajó con una interminable banda de seda que le dio muchas vueltas en torno a la cintura, y sobre esto se puso un uniforme blanco de los antiguos regimientos distinguidos, el cual aunque viejo y fuera de moda, estaba servible. La cabeza la adornó con un deforme sombrero procedente de las campañas del décimo octavo siglo y que recordaba al general O'Reilly. A pesar de la notoria ancianidad de dichas prendas, tal era la histórica figura del insigne Navarro, que con ellas no resultaba ridículo.

Al vestirse parecía que se remozaba; la alegría brillaba en sus ojos; decía mil bufonadas graciosas, y con fatuidad chispeante se presentaba a sí mismo como modelo de apuestos militares, deprimiendo a la afeminada juventud del día. En mitad de esta escena entró el cura hecho un arsenal ambulante, según venía de armado y municionado, y celebró con palmadas y vítores los preparativos de su amigo, mostrando los suyos y volviéndose de todos lados para que le vieran.

-¡A matar franceses! -gritó el presbítero-. ¡A matar franceses y afrancesados, para gloria de la nación y triunfo de la fe!

-Señores -dijo Garrote con hueca voz y un poco del tonillo pedantesco de los oradores modernos-, toda mi vida la he consagrado al servicio del Rey, de la patria, de la religión...

La beata frunciendo el ceño, miró a don Fernando con expresión de burla.

-No, de la religión no -añadió Navarro con modestia- quiero decir que no he prestado a la religión servicios directos; pero siempre he sido piadoso, buen cristiano y temeroso de Dios... Alguno que otro pecadillo que anda suelto por ahí no es para darse de cabezadas, ¿no es verdad, señor cura?

-Sí hombre, sí -exclamó el padre de almas con risa campechana-. Contra una juventud algo ligera viene una vejez heroica en servicio de Dios.

¡En servicio de Dios! A eso iba -prosiguió Garrote acompañando sus palabras con una enérgica acción del dedo índice-. Quería decir que siempre fui ferviente cristiano y una vez reventé a palos a dos contrabandistas porque hablaron mal de la santidad de Pío VI. Señores, en mis campañas gloriosas, o por mejor decir, en toda mi vida, he tenido por norte la honra del Rey, la honra de la nación y sobre todos los nortes y sures, el norte de la religión que es mi guía, mi faro, mi luz del cielo.

-Si este D. Fernando no hace ahora un par de heroicidades estupendas que dejen atrás la antigüedad de Aníbales y Césares -exclamó con entusiasmo el cura-, me dejo quitar el hábito que visto y las licencias del sagrado orden que practico.

-Pues bien, señores -siguió el héroe-, ¿a qué han venido aquí los franceses? A quitarnos nuestro Rey, a quitarnos nuestra patria y a quitarnos, ¡oh crimen nefando! nuestra santa religión. Ved a España entera cómo se levanta en contra de esa canalla y en pro de tan caros objetos. Ved a España, vedme a mí, que un poco tarde, pero a tiempo todavía, me decido a echar una cana al aire.

-¡Una cana al aire! -repitió doña Perpetua rascándose-. Si D. Fernando no las deja todas en el campo de batalla, será milagro del Cielo.

-Hay un mal grave, señores, un mal terrible, al cual es preciso combatir -continuó Garrote sin hacer caso de la vieja-. ¿Qué mal es este? Que los franceses han traído acá la idea de cambiar nuestras costumbres, de echar por tierra todas las prácticas del gobierno de estos reinos, de mudar nuestra vida, haciéndonos a todos franceses, descreídos, afeminados, badulaques, tontos de capirote y eunucos. ¿Y qué ha sucedido? que mientras la mayor parte de los españoles se echaban al campo para extirpar toda la maleza galaica y sahumar con el vapor de la guerra el país infestado de franceses, unos pocos de los nuestros han admitido aquella mudanza. ¡Abominables tiempos, señores! Ved cómo hay en Madrid una casta de miserables sabandijos a quien llaman afrancesados, que son los que visten a la francesa, comen a la francesa y piensan a la francesa. Para ellos no hay España, y todos los que guerreamos por la patria somos necios y locos. Pero todavía existe una canalla peor que la canalla afrancesada, pues éstos al menos son malvados descubiertos y los otros hipócritas infames. ¿Sabéis a quién me refiero? pues os lo diré. Hablo de los que en Cádiz han hecho lo que llaman la Constitución y los que no se ocupan sino de nuevas leyes y nuevos principios y otras gansadas de que yo me reiría, si no viera que este torrente constitucional trae mucha agua turbia y hace espantoso ruido, por arrastrar en su seno piedras y cadáveres y fango. ¿Queréis pruebas? Pues oídlas. Estos hombres se fingen muy patriotas y aparentan odiar al francés, pero en realidad le aman. ¡Ah! Pasad la vista por sus abominables gacetas. ¿Las habéis leído? Decís que no. Pues yo las he leído y sé que respiran odio a los patriotas, al Rey y a la sacrosanta religión. Son los discípulos de Voltaire, que van por el mundo predicando la nueva de Satanás.

El cura al oír esto sintió que las lagrimas se agolpaban a sus ojos. Eran lágrimas de admiración. Estaba pálido, mas no de envidia, aunque reconocía que él jamás había dicho en sus sermones cosas tan bellas.

-Pues bien, señores -añadió Navarro-, hoy voy a combatir contra los franceses y mañana contra los afrancesados que son peores, y después contra los llamados liberales que son pésimos; y si yo no pudiere o si Dios se sirve llamarme a sí sobre el campo de batalla, aquí está mi hijo, a quien entregaré mi espada y que ya tiene mi espíritu.

-Dios que vela por España -dijo el cura con acento solemne-, nos conservará a nuestro buen amigo y volveremos todos cubiertos de laureles.

-Los laureles -dijo la beata- no caen mal sobre una frente serena que puede alzarse ante el tribunal de Dios sin los rubores del pecado. Sr. D. Fernando, ponga sus cinco sentidos en lo que le he dicho, y no entregue su cuerpo al plomo enemigo sin descargar su alma del peso de tantas y tan negras culpas. El cuerpo que sirve de vaso a un alma limpia es respetado por la muerte; no así el que es saco de inmundicias. No hay contra el plomo y las bayonetas mejor coraza que una buena y general confesión.

-Viejecita -repuso D. Fernando sonriendo-, como el cura va conmigo a la guerra, echaremos un párrafo por esos caminos y entre batalla y batalla me iré descargando de todos mis pecados y él absolviéndome, todo esto al compás de nuestras caballerías.

-Cabal, cabal -exclamó el presbítero-. Por mucha que sea la faena, no falta un ratito para meter la mano en la conciencia y sacar algunos puñados de maleza.

-Y para los soldados, voto al chápiro -dijo D. Fernando golpeando el suelo con la contera de la espada-, ha de haber un poquito de manga ancha. Ya se ve: siempre en campaña al sol y al frío, comiendo poco y bebiendo menos, sin otro regalo que mil trabajos, y teniendo por cama el suelo, por descanso la fatiga, por almuerzo la pólvora y por cena la metralla... ¡Oh! los que así vivimos no podemos ser mirados como los demás, ¿no es verdad, señor cura?

-Verdad, verdad... ¡Con que en marcha!... ¿No se te olvida nada Respaldiza? -dijo el cura preguntándose a sí mismo y tentándose el cuerpo-. No, nada se te olvida, curita... la pólvora, las balas, el frasquito de aguardiente, las lonjas de jamón... el chocolate crudo... el tabaco...

A todas estas iba llegando gente, amigos del insigne Garrote.

Llegó la hora de la partida y los expedicionarios oprimían los lomos de sus respectivas caballerías. La salida de la casa fue una verdadera ovación. D. Fernando, seguido de su hijo, del cura y de los demás guerrilleros, rompió por entre la multitud que le vitoreaba aclamándole padre de la patria y héroe de la Puebla. En aquel instante nadie se acordaba de las fechorías de D. Fernando Garrote, que había sido siempre popular, muy popular, lo mismo por sus generosidades que por sus atrevimientos. En España los audaces de buena cepa, aunque sean bandidos o Tenorios, son siempre queridos y admirados del pueblo, que lo perdona todo, a excepción de la cobardía y la avaricia.

Luego que se encontró fuera de la villa y en pleno campo la pequeña partida, compuesta de una docena de hombres, Carlos, indicando la dirección de Treviño, que debían tomar por las montañas, se puso a vanguardia con otro amigo, para explorar el camino y ver si se distinguían fuerzas francesas. En tanto D. Fernando y el cura, quedándose solos atrás emparejaron sus cabalgaduras, que perezosamente iban al paso, y entablaron el curiosísimo diálogo, que se verá a continuación.