El drama del alma: 18
A D. Pedro Antonio de Alarcón
editarI.
editarLos poetas, mi querido Pedro, son insoportables: y tenía razón aquel sabio de la antigüedad que quería que fuesen excluidos de la república. Ni aun los locos podemos entrar en sociedad con ellos, sin salir con las manos en la cabeza.
Este libro no es el que te prometí en mi prospecto: y como todas las sabrosas especias con que había yo salpimentado mis notas y comentarios, no han de ser ya capaces de sazonar la desaborida pepitoria en que ha convertido este libro el autor de sus versos, me retracto de lo ofrecido por mí; y haciendo al poeta solo responsable de todo lo en él escrito, renuncio a enviarte la estupenda prosa, que debia de hacerme famoso, a la par de los versos que deben en mi juicio desacreditarle a él. Suum cuique.
Yo te enviaré, por mi propia cuenta y bajo mi sola firma, el librejo de notas y comentarios que te prometí añadir a sus versos; y en él te diré el algo sobre Méjico y Maximiliano que a mí me correspondía decir: cargue el poeta con el mal porvenir de su drama del alma; que no quiero yo condenar la mía por pecados de la suya.
Para declarar disuelta mi compañía con el poeta, tengo aunque loco mis razones, y te las voy a exponer sin reparar en pelillos.
Como lo echarás fácilmente de ver por el número de páginas que los versos ocupan, el poeta se ha apropiado las doscientas a que debía limitarse el trabajo de ambos; y si a lo menos sus versos valieran la pena de suprimir mi prosa, podría yo resignarme a ello : pero escucha, Pedro mío, lo que es el trabajo del tal poeta: a quien Dios se le perdone, después de que el público se le desdeñe, la crítica justa se le destroce, y la mordaz y apasionada le dé por él la más merecida cencerrada y la más oportuna paliza.
El autor de los versos de este libro (además de haberme robado para sus ramplonas estrofas el lugar destinado en él para una prosa que debía inmortalizarme) ha hecho del libro primero de los cinco en que le divide, un trabajo literario digno del sacristán que puso en octavas reales la regla de San Benito.
En su libro tercero, primo hermano del primero, ha enjaretado en verso prosaico unos dialoguitos entre Roma, Francia y Maximiliano, que pueden arder en mi candil; concluyendo el tal tercer libro con una fantasía de pésimo gusto, que hubiera extasiado y dejado bizcos a los románticos de 1839: pero que no hay narices con que leer en 1867, por falla de espacios en que colocar los alientos, y de un solo periodo del cual pueda colegirse que el autor tiene sentido común.
En su libro cuarto, se ceba por esos trigos de Dios a buscar a su padre y a su madre, y a encomendarse a María Santísima: cosas muy santas y muy buenas tal vez, si no dejara plantado al lector en el valle de Méjico, para venirse de un salto a rezar y lloriquear por Cataluña y Castilla la Vieja. ¡Vaya un brinco, Pedro mío! Y échales galgos a los poetas.
Mis más desesperados esfuerzos para encarrilarle por la vereda de su argumento han sido inútiles: y todas mis razones de loco se han estrellado en sus razones de pie de banco.
A la crítica mía de la narración prosaica de su libro segundo, me ha respondido con el más impertinente desenfado; que «si no era verso, era verdad;» y a la de sus extemporáneas excursiones del libro cuarto, me ha contestado: que hacía veinte años que estaba ausente de España y que, quería hartarse de andar por ella; que los Vallesolitanos, los Burgaleses y los Palentinos eran hermanos suyos de padre y madre; y que no pensaba dormir en cama hasta haber dado a todos y a cada uno de ellos un cordial apretón de manos.
Figúrate tú lo que habré tenido que sudar, para impedirle, que abrazara a cuantos topaba por las calles de Burgos y Valladolid; que se parara a gimotear con cuanta vieja le hablaba del tiempo pasado, y que besara y limpiara los mocos a los chicos de Quintanilla, como si fueran hijos suyos. Por más que le asía yo del brazo y me le ponía delante para enveredarle por su asunto , él se me largaba por una puerta falsa a un huerto vecino, o por una senda de cabras se me encaramaba hasta las ruinas de un castillejo, o se me arrodillaba en fin en un abandonado santuario; y dale con que por aquella ventana le llamaba su madre, y que por aquella puerta salía su abuela, y que en aquel cuarto se le había muerto un tío, y que al pié de aquel peral le había dado un beso una prima suya; como si a cada hijo de vecino de su edad no se le hubieran ya muerto padres y abuelos, y no lo hubiera dado algún beso alguna prima: cosa tan natural entre parientes tan próximos.
Pero todos estos sustos y afanes míos, mi benévolo Pedro, han sido tortas y pan pintado, comparados con el trabajo de Hércules a que he tenido que dar cima, para no dejarlo meterse en otro verenjenal, del que no nos hubiera podido sacar en seis meses aquel forzudo semí Dios de la maza, modelo, envidia y admiración de los gañanes y mozos de cuerda. Quería nada menos mi disparatado versificador, que dar gracias a todos y a cada uno de los poetas y amigos que le habían saludado a su vuelta a la patria; contestando a sus versos con otros en la misma rima y con los mismos consonantes: sin duda por aquello de interrogado et responsio.—Quería hacer trescientas quintillas a la gentil, franca y leal Carolina Coronado, precedidas de retumbante prosa al honrado Ferrer del Río: esta impresa en letra muy gorda, para que correspondiera con el tamaño de la persona a quien debía ir dirigida; y unos muy repiqueteados ovillejos a sus viejos amigos los Asquerinos: estos en letra muy pequeña por la razón contraria a la de la prosa de Ferrer: y una colección de romances a Ventura Ruiz de Aguilera, y a Camilo Jover, y a Narciso Campillo, y a Flores Arenas, y a Emilia Pardo Bazán, y al simpático Grilo, y a todos los redactores del Lloyd Español y de la Corona de Cataluña, y de todos los periódicos de Burgos, Valladolid y Madrid que le dieron los buenos días u las buenas noches; y quería escribir sesenta cartas humorísticas a Carlos Fronlaura, y nueve sonetos a Nuñez Arce, y una novela en cuatrocientos capítulos a Fernandez y González: y tenia además el plan de un poema fantástico, en el cual mostrara su gratitud al Sr. Barón de Andilla, y al General Jovellar, y al Marqués de Heredia, y a la Duquesa de N., y al Marqués de X., y a la Vizcondesa de ***, y a todos los que le habían honrado convidándole a comer y a bailar y a tomar té, y hasta a los que solo lo habían pensado; concluyendo su obra con un doble rombo, bien piramidal, que figurase un bonito reló de arena, como aquellos que hacían la Avellaneda, Espronceda y él en aquellos tiempos romboidales, en que tomó la poesía todas las formas, hasta la de la alcuza. En esta desatinada idea estaba emperradísimo el desatinado autor de los versos de este libro: pero al fin desistió de ella ante las siguientes reflexiones.
Primera: que todo aquel fárrago con que él quería llenar diez volúmenes, pedía reducirse a una sola composición dirigida a todos; puesto que iba a decirles a todos lo mismo.
Segunda: que aun esta única era preciso que la pensara mucho; porque podía parecer gana de prolongar el ruido, y comezón inex tinguible de hablar de sí mismo: defecto abominable en que había incurrido mil veces en estos últimos tiempos, y de que había llegado ya el de que se corrigiera para siempre; porque la modestia dobla el valor del que algo vale, y hace valer algo al que ninguno tiene: y que darse por entendido de los hiperbólicos elogios que en tales casos se hacen a los que su fortuna se los procura, era lo mismo que ir diciendo por la calle: «miren que buen mozo soy y qué talento tengo, cuando tantos chicoleos me echan al pasar los hombres y las mujeres.»
Tercera: que podían ofenderse los que con ingenua cordialidad le habían hecho versos y obsequios, al ver que se apresuraba a d e volvérselos, como si fueran dineros prestados por usureros que se grababan con intereses—y en fin, que lo mejor que podía hacer, era aguardar a que se presentara una ocasión oportuna de manifestarse agradecido al público y a sus amigos: que Dios se la depararía, sin duda, pues no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague.
Estas reflexiones mías debieron de hacerle fuerza ; porque se puso a escribir el libro quinto de este volumen, que era a lo que debía haberse limitado desde el principio; encomendándome que tratara contigo, Pedro bueno, de buscar ocasión y manera de no pasar por vanidoso ni ingrato; y paréceme a mí que la publicación de este librejo, es una ocasión pintiparada para que yo te encargue, a ti que conoces a toda la gente de talento, a todos los literatos, poetas, artistas y actores de España, que la han dado lustre con su nombre durante nuestra voluntaria expatriación, que les digas de nuestra parte estas o semejantes palabras:
«Que cuando se nace en Castilla y se encuentra uno a dos mil leguas de España, en una tierra que tiene el empeño monómano de rebajar nuestras glorias nacionales, se reciben allá las noticias de nuestra patria como auras vitales que confortan y alargan nuestra existencia: que para los desterrados allende el mar, no hay partidos políticos ni literarios: y se enorgullecen con los triunfos logrados en la guerra de África por nuestros generales y ejércitos, como con los conseguidos en la tribuna, en la prensa y en el teatro, por nuestros oradores, poetas y actores: que leen con lágrimas de placer y de entusiasmo, los versos de Selgas y Campoamor y Grito, y las novelas de F. Caballero, Tárrago y Mateos y Fernández González: que se rompen con gusto los guantes y las manos aplaudiendo {{may|el tanto por ciento}, Las querellas del rey sabio, La campana de la almudaina, El loco de la bohardilla, {{may|El toisón roto] y todas las producciones de los ingenios nuevos, como si fueran obra de sus hermanos y de sus hijos: y que eso es lo que han hecho el autor de estos versos y el loco de ellos comentador en Méjico, y lo que esperan continuar haciendo mientras vivan en España: porque Dios les ha dado felizmente un corazón sin envidia, y una lealtad de la cual pueden dudar solamente los que, no les conocen.
Diles también, Pedro, que el que pueda creer que un hombre en la posición del poeta autor de los versos de este libro, puede no agradecer o desdeñar las muestras públicas de cariño que ha recibido al regresar a su patria, es preciso que tenga perdido el juicio o gangrenado el corazón: y que el que no comprenda su fe cristiana, y las causas de su silencio y aislamiento en las circunstancias en que le ha colocado la suerte en 1867, tiene que ser más tonto que lo que yo sería si escribiera sobre esto una sola palabra más.
Con que haz leer esta página, mi querido Alarcon , a los que tú creas que deben de leerla: y no les dejes leer las demás, porque esta es la única de este libro que vale la pena de ser leída, por ser la sola en que manifestamos, a nuestro entender, un átomo de talento, y es la que expresa la gratitud y lealtad de nuestra alma castellana.
Y a otra cosa.