El drama del alma: 02

Primera parte


Introducción editar

I. editar

Era en aquella edad de fe y de gloria
En que, puesta la cruz sobre Granada,
Fue, cuento de gigantes, nuestra historia
Página de oro y luz jamás borrada
Del tiempo posterior en la memoria:
Y en que Europa creyente y exaltada,
Juzgó a su aliento con orgullo loco
Corta la tierra y el espacio poco.

II. editar

Acosaba voraz a Europa entera
Una hidrópica sed de gloria y oro;
Una tras otra nave aventurera
Paso buscaba por el mar del moro
A un escondido edén, dó una quimera
Brindaba al más audaz con un tesoro:
Y atizaban cien tomos de patrañas
Tal vértigo febril de oro y hazañas.

III. editar

Universal y estraña calentura
Que de una gran verdad incubadora,
Produjo al fin la homérica aventura
Del sueño universal realizadora.
Germen al par de gloria y desventura,
Edén hallado ayer, perdido ahora,
Un Genovés tenaz de fe sencilla
Nueva mitad del mundo dio a Castilla.

IV. editar

Era verdad: allá, bajo otro cielo,
Del móvil mar tras el cerúleo muro,
Del aire azul tras el flotante velo,
Límite doble a su horizonte oscuro,
Tuvo Dios la mitad del térreo suelo
Virgen, oculto, incógnito y seguro
De las miradas, la ambición y el ruido,
De nuestro medio mundo conocido.

V. editar

Y allí había otras razas y otras gentes:
Y la tierra en su faz y en sus entrañas
Criaba, de los nuestros diferentes,
Aves, reptiles, plantas y alimañas;
Allí entre cataratas y torrentes,
Y lagos y volcánicas montañas,
Cerrado a Europa por el juicio eterno
Estaba aquel edén, que es hoy infierno.

VI. editar

Aquellas cordilleras gigantescas
Alfombradas de cedros colosales,
Aquellas grutas cóncavas y frescas
Entoldadas de liquen y nopales,
Aquellas soledades pintorescas
Nido de colibrís y cardenales,
Aquellos silenciosos precipicios
De la labor del hombre sin indicios;

VII. editar

Aquellos cerros de peladas crestas
Rajados por las lluvias torrentales,
Aquellos llanos de combadas cuestas
Cuajados de espinosos magueyales,
Aquellas rampas ásperas y enhiestas
Festonadas de estériles juncales,
Aquellos extensísimos desiertos
Al sol no más y al huracán abiertos;

VIII. editar

Las playas de aquel mar dó a nuestras gentes
Asaltan a traición fiebres mortales,
Aquellas tierras bajas que, calientes,
Nutren selvas de vírgenes frutales,
Aquellos golfos sin cesar rugientes
Que ondulan sobre bosques de corales,
Encerraban el oro codiciado
Por la Europa famélica soñado.

IX. editar

Y era verdad: había un nuevo mundo
Tras de distinto mar que el mar del moro;
Un nuevo mundo real, virgen, fecundo,
Paraíso feraz preñado de oro:
Y envuelto en el misterio más profundo
Guardado había Dios aquel tesoro,
Con que Europa soñó calenturienta
De oro y hazañas pródiga y sedienta.

X. editar

Por vagabundas tribus mal poblado,
Existía aquel mundo: verdad era.
Dormía allí la corza sin cuidado
De la desierta loma en la ladera;
Al lago, por el hombre aún no enturbiado,
Bajaba sus cachorros la pantera;
Y el cóndor, aún por él no perseguido,
Hacía entre los árboles el nido.

XI. editar

De aquellos lagos límpidos a orillas
Iban entre esos juncos tan preciados,
(Símbolos de la ley en los golillas,
Lujo de nuestros viejos magistrados,)
Ágiles a trepar grises ardillas,
Y a sestear los bisontes fatigados,
Y a digerir los avarientos boas,
Y a esconder los salvajes sus canoas.

XII. editar

Y eligiendo allí en paz sitios propicios
De su industrial familia a las labores,
Labraban sus curiosos artificios
Hábiles arquitectos los castores:
Tal vez de los primeros edificios
Labrados en la tierra constructores,
Al hombre errante por su inculto suelo
De la primer ciudad dieron modelo.

XIII. editar

Allí a la margen de insondables ríos
Que hierven al calor de los volcanes,
Cuyas riberas y álveo bravíos
Sacuden terremotos y huracanes,
Pelícanos volaban y tildíos,
Garzas y papagayos y faisanes;
Y se iban a esponjar en sus remansos
Ánsares roncos y silvestres gansos.

XIV. editar

Allí en llanuras que jamás la caba
Desenyerbó, y en bosques cuyos palos
Sierra ni hacha privaron de su braba
Vegetación ni les dejaron ralos,
Grecia la aromática guayaba,
La xágua de buen ver y frutos malos,
La piña, el chirimoyo y los mameyes,
Manjar del vulgo allá y aquí de reyes.

XV. editar

Y allí otra raza de hombres diferente,
De distintas costumbres y lenguaje,
Tal vez mejor, tal vez más inocente
Que las de Europa, pero más salvaje,
Por aquel ignorado continente
De la vida mortal hacía el viaje:
Sin conocer la religión ni el nombre
Del uno y trino redentor del hombre.

XVI. editar

¿Quiénes eran? ¿De dónde habían venido?
¿Por dónde habían saltado a aquella tierra,
Que un mar inmenso por bajel no hendido
En un abismo circular encierra?
Prole de Adán, si de él habían nacido
¿Qué cataclismo incógnito, qué guerra
De elementos el globo desquiciando
Les aisló entre los mares? ¿Desde cuándo?

XVII. editar

Del primitivo origen de su raza
Conservaron recuerdo tan exiguo,
Que aun hoy buscamos la perdida traza
Que une su raza a la del mundo antiguo:
Vivían de la pesca y de la caza
Algunas de sus tribus, en ambiguo
Estado y condición semi-salvaje,
Tan pobres de razón como de traje.

XVIII. editar

Otros empero con mejor instinto
Social, con más saber y aspiraciones,
Poblaron de ciudades el recinto
Que les cupo en tan fértiles regiones:
Diversa ilustración, genio distinto
A sus originales poblaciones
Dieron otro carácter y otro sello,
Mezcla de lo monstruoso y de lo bello.

XIX. editar

Ni Egipto, dó entre nieblas y misterio
Su faz Adán tras Moisés asoma,
Ni el ojo avaro del celeste imperio
Que origen cuenta que en los astros toma,
Alcanzaron a ver este hemisferio
Que ni Grecia soñó, ni invadió Roma:
La fe de España con la luz de Cristo
Abrió al mundo aquel mundo nunca visto.

XX. editar

Colón abrió a la fe el teatro inmenso
De la América idólatra; la España
Consagró a Dios su territorio extenso:
Fe y valor se pusieron en campaña;
Húmedo en sangre se quemó el incienso;
Y en aquella región nueva y extraña,
Último paladin de la edad media,
Abrió Cortés su heroica tragedia.

XXI. editar

¡Dios, que al viejo Colón diste la llave
Para abrir a tu luz la tierra entera;
Que en él mostrastes el poder que cabe
En un alma tenaz que cree y espera;
Que echar le vistes en su frágil, nave
La fe y las joyas de Isabel primera,
Y el globo eslabonar de zona a zona
Con el anillo de su real corona:

XXII. editar

De Isabel y Colón bajo tu manto
Las nobles almas en tu gloria encierra:
Que nunca vuelvan desde el cielo santo
Su mirada inmortal a aquella tierra:
Que no vean el mar de sangre y llanto
En que ahoga de América la guerra
La fe, el honor, la ley, las tradiciones,
Que la llevó la cruz de sus pendones.

XXIII. editar

¡Dios por quien vivo y cuya sombra adoro!
¡Clemente Dios, cuya paterna mano
Mi fe sostuvo sobre el mar sonoro,
Y me amparó en el mundo americano;
Yo que a aquel litoral no fui por oro,
Que amé allí al infeliz Maximiliano,
Voy a enviar a su féretro sangriento
El último suspiro de mi aliento.

XXIV. editar

¡Dios, luz de la cristiana poesía,
Que me has visto exhalar en tus altares
Todo el aliento de la vida mía,
Y toda la honda fe de mis cantares,
Hoy en este lamento de agonía
Es cuando necesito que me ampares!
Haz que sea en América mi acento
Rugido de león calenturiento.

XXV. editar

Pero antes de exhalarle audaz, salvaje,
Como le arranca al corazón de Europa
De la feroz América el ultraje,
Y de volverla de su hiel la copa…
¡Oh excelsa poesía! tu lenguaje
Celestial y tu noble y áurea ropa
Que envilezca perdóname y que arrastre
De tal pueblo al hablar y tal desastre.

XXVI. editar

Para hacerme entender dar de su historia
Prosáicos detalles necesito:
Mas cuando de ella la mohosa escoria
Hoy con la pala del recuerdo agito,
Tu poética faz, tu luz de gloria
¡Ay de mí! sé que anublo y que marchito;
Y parte tal de la leyenda mía,
Es narración vulgar no poesía.