El domador (Daireaux)


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El cisne mal sabe caminar en tierra, pero es hermoso, cuando, sin esfuerzo, hiende las aguas.

El domador, con sus piernas arqueadas, sus botas de potro y sus espuelas enormes que, a cada paso, hacen criss, criss, en el suelo, hace acordar, cuando camina, al pesado cisne; pero también al cisne nadando hace acordar el domador, cuando, pegado en el lomo del potro, resiste, sin esfuerzo aparente, las feroces defensas del animal, y lo deja vencido, sometido, doblegado, admirado de la fuerza humana.

El domador necesita tener, y tiene inconscientemente, un conjunto de cualidades que, menos especializadas, aplicadas a otros objetos y desarrolladas en formas variadas, bastan para colocar al hombre culto que las tiene, en el rango más elevado de la humanidad.

Sin saberlo, por la costumbre nata y casi atávica que de ello tiene, da prueba cotidiana del dote viril por excelencia: el valor sereno, que busca y afrenta el peligro, y lo domina con sangre fría y energía paciente, secundadas por una fuerza física, una agilidad, una flexibilidad de cuerpo sin rival.

El domador de profesión habla poco, en general, y en la alegre rueda que, alrededor del fogón, hace el personal de la estancia, es un compañero casi mudo. Demasiado afianza con hechos su indiscutible superioridad, para necesitar afirmarla con palabras, y su orgullo ligeramente protector con el gauchaje corriente, fácilmente se vuelve desdén para con el labrador que no doma más que la tierra, víctima mansa que no corcovea.

Profesor de primeras letras para bestias analfabetas, el domador tiene que ser, a la vez, indulgente para terquedades de novicios, inexorable para mañas de resabios. Trata primero de hacer comprender al discípulo lo que de él exige, pero al rebelde se le tiene que imponer por la fuerza.

¡Oh! los modales del domador no son de los más finos, y sus argumentos que, generalmente, rematan en rebencazos, no se pueden citar como modelos pedagógicos; pero es que se trata para él de dejar incólume su fama de jinete impecable, de quien ningún caballo pueda decir que su maestro le ha enseñado a voltearlo, y también, en una sola lección, tiene que enseñarle tantas cosas nuevas y diferentes, que no podría hacerlas entrar sin una elocuencia contundente.


* * *


Todo está listo; el potro, encerrado en el corral con la manada, por el peón apadrinador, apenas se acuerda, después de la vida ociosa y libre que ha llevado durante tres años, que ya lo voltearon dos veces, una para quemarle la pierna, otra para infundirle juicio. No le ha quedado más que el temor instintivo al hombre, delante del cual huye despavorido, ya que se le acerca.

De repente, en medio de una disparada, el lazo traicionero, de un pial certero, le ligó las manos y lo volteó brutalmente de cabeza. En un abrir y cerrar de ojos, tiene atadas juntas las dos manos y una pata. Con la que le queda libre, cocea desesperadamente; levanta penosamente la cabeza y la deja caer.

Pronto la tiene encerrada en el bozal; a la fuerza, le abren la boca y le atan el bocado en los asientos.

-«¿Te gusta más el pasto, verdad, goloso?» Le dice el peón, mientras el domador le pega con las riendas dos o tres tirones bárbaros: ¡pobre boca, pobres dientes! Y con las riendas y el cabestro atados en el pescuezo, prendido de la argolla del bozal un lazo, lo hacen levantar y caminar, con las patas maneadas, y salido del corral, tambaleando, tembloroso, furioso y violentamente asustado, se encuentra cara a cara con el hombre. Echa bufidos, se sienta, mira al domador con espanto:

-«¿Seré tan feo?, dice éste, ¡che!, no me pises, que tengo callos».

Para sosegarlo, el peón apadrinador le acaricia el hocico, la frente, acercándole despacio la mano a las orejas, hablándole con ese modo cariñosamente irónico que consuela a la vez que hiere. Cada vez que la mano roza la oreja, son saltos, enojos, miradas relampagueantes, como si la oreja fuera el paladio de su libertad, el rinconcito sagrado, inviolable, de su persona infamemente manoseada.

Y de repente, se la oprime resueltamente y con toda su fuerza, el peón, colgado de la argolla del bozal, y tapándole el ojo con el brazo. Se rebela el potro contra esa nueva brutalidad; pero, maneado, como está, casi ciego, casi sordo, poco le luce la resistencia. Tiene que sufrir, en su rabia impotente, las caricias del domador que, una por una, le va amontonando en el lomo, sin perdonar una, las innumerables prendas del recado pampeano.

Y empieza el suplicio de la cincha; la cincha que hace crujir las costillas y aplasta en el lomo, el peso del recado. El animal hincha la panza, como para reventar la cincha o reventar él; inútil esfuerzo. Lo han desmaneado; trotea, hinchando ahora el lomo, como gato enojado, y desesperado, se deja caer al suelo y trata de revolcarse. «¡No me ensucies las pilchas!» le dice el hombre, y lo hace levantar; y mientras el peón lo vuelve a agarrar de la oreja, en un santiamén, el domador está sentado encima, concentradas todas las fuerzas de su cuerpo y las energías de su voluntad, en las rodillas, pegadas, clavadas, atornilladas en el recado. Ese es el momento de la lucha recia, no sólo de las fuerzas físicas, sino también de los dos orgullos en pugna. -«Te voltearé. -No me voltearás». En esto se resume el diálogo entre la bestia y el hombre.

El potro, a pesar de los manoseos ya sufridos, algo sorprendido por esa suprema audacia, vacila un rato, y vuelto en sí, se encabrita, se abalanza, se para enterito, bate el aire con las manos, hasta se bolea a veces, o se deja caer pesadamente. El hombre, sereno, o queda en él, inconmovible, o lo deja levantarse, desdeñosamente parado, y vuelve a montar.

Reculó el animal, volvió adelante, galopó algunos pasos, se paró de golpe y saltó cinco veces seguidas, en las manos tiesas, haciendo un derroche inútil y desesperado de fuerzas, en ese corcoveo rabioso, última y verdadera prueba del jinete. Ya está vencido. Llueven en su cuerpo tremendos azotes; le tironean la boca a sacudidas; el apadrinador lo empuja con el caballo; hasta que busca en la disparada el supremo recurso, sin pensar que esto es justamente lo que quieren de él, el objeto verdadero de la primera lección.

Y volvieron al corral, sino muy buenos amigos, algo menos distanciados; el potro, fatigado, impotente ya para resistir; el domador, sino con la sonrisa radiante del triunfo definitivo, por lo menos con una mueca satisfecha, aunque de labios apretados y de ojos apenas abiertos, gaje de victoria incompleta aún, y penosamente lograda, pero segura, ya.

-«Tuviste que ceder, zainito; pero peleaste lindo, y vas a ser una gran cosa, si te amansan bien».

¿Y no creen Vds. que también podrán ser una gran cosa los descendientes del audaz y enérgico domador, una vez pulidos por la civilización, y agregadas a las dotes heredadas, las que se pueden adquirir por la instrucción? No lo duden; y cuando desde mucho tiempo, se habrá dejado de domar a lo pampa, se conocerán todavía claramente los hijos del lazo de los hijos del arado.