Caudillos

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-«Sírvase, don Florencio», dijo don Narciso, alcanzándole un soberbio mate de plata a su vecino Urtubey, que con pretexto de pedir rodeo para apartar unos cuantos animales extraviados, había venido a visitar en su lujosa estancia, al señor intendente municipal, senador provincial, dispensador, en el partido, de los favores fiscales bajo todas sus formas: indulgencia suma en la avaluación de los impuestos, apertura de tranqueras y compostura de caminos, exenciones del servicio militar, autorización tácita para establecer, bajo la protección de la vista gorda de la policía, casas de recreativa extorsión. De su pasiva benevolencia dependían también ciertas facilidades para escurrir, sin peligro de inoportuna revisión, en una partida de frutos, cueros comprados a precios demasiado bajos para ser de propiedad del vendedor, y su recomendación bastaba para el descuento fácil, en el banco de la localidad, de firmas algo averiadas, dulce maná, todo esto, que del ciclo político cae, sin ruido, rocío benéfico y engordador, sobre los que sin ser nada graciosos, muchas veces, -han sabido caer en gracia.

Don Florencio Urtubey, modesto hacendado, adicto al partido que, en el pueblito, acaudillaba don Narciso, porque sus inquebrantables convicciones políticas siempre lo llevaban hacia el que le parecía de base más sólida, hizo los debidos cumplimientos para aceptar el mate, y contestó, como lo manda la más elemental urbanidad:

-«Está en buenas manos.

-Sírvase, sírvase, don....», insistió don Narciso.

Y don Florencio, salvados sus escrúpulos, empezó a chupar la bombilla con una solemnidad verdaderamente linsonjera para el huésped, a quien dejaba ver en qué precio estimaba el envidiable honor al cual se encontraba llamado.

No tenía, por el momento, ningún favor que pedir, pero sabía que siempre es malo dejarse olvidar, y que más vale ser un yuyo al sol que planta fina en la sombra. Comprendía que la política de aldea, exacerbada por la misma estrechez del cuadro en cuyos rincones se golpea las alas, no admite indiferentes; que inspira desconfianza a todos, el que con nadie se mete, y que, de ambas partes, le caerán, con cualquier pretexto.

Y así, durante un tiempo, les sucedió sin cesar a los hermanos Sánchez, estancieros y comerciantes recién establecidos en el partido. Tenían por vecino al otro caudillo local, don Pedro Costas, el temible contrario de don Narciso, protector nato de cuanto gaucho malo se le presentase, confesando que necesitaba de quién lo compusiera con la justicia. A todos, los admitía en su estancia, a título de peones; los mantenía y hasta les pasaba algunos pesos, teniéndolos de haraganes, la mayor parte del tiempo, y ocupándolos o dejándolos ocuparse en expediciones misteriosas, que poblaban el campo de hacienda, y de cueros, los galpones.

A las elecciones iban, como en cuerpo de ejército, dispuestos a pelear y a matar.

¡El patrón era tan bueno! ¿y no debe el hombre débil o pobre obedecer al protector, sin preguntar demasiado al sol con qué derecho le quema los huesos, en verano, por tal de que se los siga calentando, en invierno?

Por supuesto que a los hermanos Sánchez, como linderos de la pandilla, a menudo les faltaban animales. Reclamaron a las autoridades del pueblo; pero, si Costas era contrario, los Sánchez no votaban, y tuvieron que contentarse con buenas palabras; y pronto, la manga de los amigos de don Narciso empezó también a caerles, como moscas en carne mal guardada.

Un estanciero les cerró el camino; el recaudador es avaluó la patente en el doble de la de su competidor; con o sin motivo, sus pedidos de guías siempre demoraban en las oficinas; no podían mandar a plaza un vagón de cueros, sin que se los revisaran uno por uno, buscándoles camorra por una oreja comida por los gatos o cualquier otro zoncera, pinchazos de alfiler que si no matan, exasperan.

Don Narciso, personalmente, tenía fama universal de hombre muy bueno, servicial y de honradez acrisolada, verdadera virtud de lujo, esa, con que, sin perjuicio, le permitía adornarse su gran fortuna. Claro que él no robaba, pero no impedía robar, y entregaba como presa a sus fieles hambrientos, los contrarios mal protegidos y los indiferentes sin resguardo; y aquellos les buscaban el lado flaco, con ese olfato de fiera cobarde que no yerra, y adivina dónde se puede morder, y dónde no.

¡Terrible tiranía, la de la aldea! El tirano poderoso, en sus momentos de peor crueldad, conserva, a veces, rasgos de generosidad; en la inmensa red del más tiránico de los gobiernos, siempre fallan algunas mallas, por donde puede escapar el humilde, desconocido. En la aldea, no; y no hay en ella víctima tan pequeña a la que no puedan sacar algo, por astucia o por violencia, los secuaces del caudillo.


* * *


En las inmensas soledades de la llanura, deslizándose sin ruido entre los fachinales espesos, vagaba el tigre feroz; vencía los toros bravos, y saciaba su sed de sangre, degollando baguales.

La población ha cundido, los fachinales han desaparecido y tan sólo quedan, en los pajonales diminutos, gatos monteses, matadores de perdices miedosas y de gallinas mansas.

También han desaparecido los caudillos sanguinarios y los tiranos de antaño, tigres que mataban y degollaban, y sólo quedan ahora, en los pueblos de la Pampa, como gatos monteses cobardes, entre las pajas, caudillos, encubridores de ladrones, o politiqueros imbéciles; hombres excelentes, serviciales y de acrisolada honradez, pero que con sólo dejar que sus amigos embrollen y roben impunemente, por tal de conservarles la poltrona de legislador, donde tan lindo se duerme, acobardan al trabajador, espantan al inmigrante, atajan el progreso, y detienen, por un tiempo, en su marcha adelante, al país entero, peñascos inertes y molestos, caídos en medio del torrente.