El desprecio agradecido/Acto II

Acto I
El desprecio agradecido
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto II

Acto II

Salen OTAVIO y MENDO.
OTAVIO:

  ¡Bravo hombre!

MENDO:

¡Cid Español!
Mas ya que de vernos llora
sin dormir perlas la aurora,
no se las enjugue el Sol.

OTAVIO:

  No tendrá fuerzas el sueño
para vencer el disgusto,
porque solo con el gusto,
es de las potencias dueño.

MENDO:

  Temerarias cuchilladas
tiraba el hombre, por Dios.

OTAVIO:

No se me fueran los dos,
o mal o bien reparadas,
  a no haber imaginado
en medio de la cuestión
que ciertos señores son.

MENDO:

¿Señores?

OTAVIO:

Que con cuidado
  pasan, Mendo, cada día
por la calle de Lisarda.

MENDO:

Florela es dama gallarda,
y por Florela sería.

OTAVIO:

  En esa duda y temor
de tan súbito accidente
no será amor tan valiente
que no le venza el honor.
  No más Lisarda, esto es hecho.
Rasgue la dispensación
Alejandro, que no son
burlas para un noble pecho.
  Si el mayor príncipe fuera
el que la calle pasara,
lo que el poder intentara,
mi loco amor resistiera.
  Pero quien sale a las doce
de la noche de su casa,
pues me descasa y se casa,
por muchos años la goce.

MENDO:

  ¿Pues cómo podrás cumplir
la palabra que le has dado
a Alejandro?

OTAVIO:

Ese cuidado
se remedia con fingir
  que aguardo a don Juan, mi hermano,
que como sabes está
en Sevilla.

MENDO:

Aunque será
disculpa, es remedio en vano,
  porque con la dilación
y el verte triste, darás
causa que sospechen más.

OTAVIO:

Antes, con esta ocasión
  la tendré para saber
si es Lisarda o si es Florela,
procediendo con cautela
para no darle a entender
  neciamente lo que vi,
por ser mi sangre en efecto.

MENDO:

Es pensamiento discreto.

OTAVIO:

¿Llaman a la puerta?

MENDO:

Sí.

OTAVIO:

  ¿Pues tan de mañana, quién?
¿Si es Lucindo?

MENDO:

Ser podría.
Voy a verlo, pues del día
nos viene a dar parabién.

(Vase.)


OTAVIO:

  Suele en obscuro y tímido aposento
sentir ruido un hombre desvelado,
y más de honor que de valor armado,
la causa examinar con miedo atento;
pero llegando a donde solo el viento
sus pasos repitía con alentado
peligro, entonces abrazar turbado
la sombra de su mismo pensamiento.
Mas de otra suerte en ciega noche asombra,
Lisarda, este ruido mis recelos,
que tiene cuerpo aunque parece sombra.
Van donde suena el golpe mis desvelos,
pero ofendido con razón se nombra
quien topa agravios cuando busca celos.

(Vuelve MENDO.)
MENDO:

  No es Lucindo el que a tal hora
te busca, es un caballero,
mas purga que forastero,
pues que te busca a tal hora,
  que porque no es de hombres sabios,
aqueste nombre le doy.

OTAVIO:

Bien hace, que enfermo estoy
de calenturas de agravios.

MENDO:

  Él y cierto Gandalín,
que dicen ser sevillanos,
vienen a besar tus manos.

OTAVIO:

Basta, ya presumo el fin.
  Cartas de mi hermano son,
Mendo, que en Sevilla está
y adelante pasará
ese hidalgo, y es razón
  que no pierda la jornada.
Di que entre.

MENDO:

Ya están aquí.

(Salen DON BERNARDO y MENDO.)
DON BERNARDO:

Perdonad si os ofendí
con mi forzosa embajada,
  aunque pues estáis vestido
no ha sido el agravio tanto.

OTAVIO:

Yo, señor, no me levanto,
que esta noche no he dormido,
  ni tampoco me vestí,
porque no me desnudé.

DON BERNARDO:

Yo (que después que llegué,
ninguna, señor, dormí).
  Antes que de muchos sea
visto, a visitaros vengo,
porque algún peligro tengo
de que la gente me vea.
  Esta me dio vuestro hermano,
que con cuidado pusiese
en vuestra mano y que fuese
la respuesta por mi mano.
  Dos días ha que llegué,
luego pregunté por vós,
pero no pude, por Dios,
visitaros, porque fue
  notable mi ocupación.

OTAVIO:

Con vuestra licencia leo
que en vuestro semblante veo
que buenas las nuevas son.
(Lea.)
>«El señor don Bernardo de Cardona, que os dará esta, va a la Corte a un negocio en que os habrá menester. Servilde y regaladle con tanto gusto y cuidado que conozca que sois mi hermano, y sobre todo aposentalde en vuestra casa, porque yo lo estoy en la de sus padres, donde trato de casarme.»
  No quiero pasar de aquí,
que lo demás de la carta
son negocios, y serviros
es el de más importancia.
Vós seáis muy bien venido,
que antes de agora esperaba
este día que ha traído
a mi dicha mi esperanza.
Aquí habéis de ser mi huésped,
y no repliquéis palabra,
que es inescusable oficio
para obligaciones tantas.
El negocio a que venís,
ayudaré con el alma,
con la vida, con la hacienda
que menos que esto no basta
a la noticia que tengo
de lo que a don Juan regalan
vuestros padres en Sevilla.

DON BERNARDO:

Fuera, Otavio, acción ingrata
no aceptar tanta merced;
y porque ya mi jornada
será tan breve que pienso
que podría ser mañana,
que el negocio a que venía,
culpa de la misma causa,
tuvo fin en el principio,
con que es fuerza que me parta,
que está en peligro mi vida.

OTAVIO:

En tan súbita mudanza
de pensamiento y suceso,
permitid que fuerza os haga
para saber la ocasión.

DON BERNARDO:

No puedo negaros nada
en tantas obligaciones,
y porque de vuestra casa
y de vós valerme es fuerza,
antes que a Sevilla vaya,
reduciré si es posible
a un breve epítome tantas
fortunas en una noche,
que pudiera compararlas
a los diez años de Ulises.

OTAVIO:

Dejaréis más obligada
nuestra amistad, que al favor
y al secreto es cosa clara.
Que al favor lo está mi pecho,
y al secreto mi palabra.

DON BERNARDO:

  Serví en Sevilla una mujer, Otavio,
un ángel, una perla, una pintura
de las que hicieron a su honor agravio,
por la necesidad o la hermosura
la edad primera, de quien dijo el sabio
que la senda ignoró con tal locura,
me puso en este loco pensamiento,
que apenas conocí mi entendimiento.
  Siempre a su lado, como suele, andaba
celoso ruiseñor el amor mío,
yo por los verdes campos la llevaba
ya en barcos enramados por el río.
Las noches breves átomos juzgaba,
en este dulce ángel de mi albedrío,
porque llegando el sol a medio día,
aun no pensaba yo que amanecía.
  Fuele forzoso, o fue invención hallada
de alguna liviandad el ver la corte.
Indias de la hermosura y embarcada
siguió su gusto y yo también mi norte,
porque el de una mujer determinada,
¿qué obligación habrá que la reporte?
O fue de cierta esclava mal consejo,
de la luz de su sol escuro espejo.

DON BERNARDO:

  Seguila, en fin, que me llevaba el alma
cual suele el tigre al cazador, y creo
que en viéndome en Madrid, a un tiempo calma
la obligación, el trato y el deseo,
pocas veces amor llevó la palma
de ausencia firme con ajeno empleo.
Llamé una noche, y pienso que tan recio,
que fui más que galán marido necio.
  Salió un hidalgo y respondió su espada,
pero midió de una estocada el suelo.
Suena justicia, y yo tierra sagrada
hago una casa, y la prisión recelo,
y por unas paredes, la turbada
vida en las manos encomiendo al cielo;
doy en un huerto, y dél en una sala,
que encantamiento mi fortuna iguala.
  Por no cansaros, dos hermanas bellas,
de ver tanta desdicha lastimadas,
me ampararon discretas, y por ellas
me libré de justicias y de espadas;
y por guardar su honor, que son doncellas
nobles, anoche y a las once dadas
salí, no sé si diga enamorado,
pero olvidado del amor pasado.

DON BERNARDO:

  ¿Quién duda que diréis que ya los cielos
se mueven a piedad de don Bernardo?
Pues allí comenzaron mis desvelos,
si desta casa algún favor aguardo,
porque dos hombres al salir, con celos
me van siguiendo, y llega el más gallardo
a preguntar quién soy, gentil pregunta,
saqué la espada y respondió la punta.
  Esto fue anoche, y la ocasión ha sido
de veniros a ver tan de mañana,
que puedo ser por dicha conocido,
pues quien mudable fue, será tirana.
En vuestra casa quiero, aunque escondido,
seguir la luz de una esperanza vana,
sirviendo Otavio a quien el alma debe
tanto favor en término tan breve.
  Y no os maravilléis de ver que pasa
el alma a otro sujeto sus despojos,
pues amor es un veneno que traspasa
el corazón, entrando por los ojos.
Fénix nace mi amor, fénix se abrasa,
las cenizas de celos y de enojos,
produciendo venganzas y desvelos
un ave amor, de las reliquias celos.

OTAVIO:

Aparte.
¿Hay suceso más estraño
que este el caballero fue
que seguí y acuchillé?
¿Hay más claro desengaño?
  Hoy a Lisarda perdí,
disimular quiero aquí
mi desdicha y confusión.
Con notable admiración
vuestras fortunas oí.
  De todo salisteis bien,
que fue notable favor
de la fortuna, y mayor
tomar venganza también
de aquella ingrata, por quien
  tantas desdichas tuvisteis;
¿pero cómo no supisteis
de la dama que os libró
el nombre?

OTAVIO:

Porque temió
la pregunta que me hicisteis,
  no quiso el nombre fiarme,
porque de tanto favor
pudiera ofender su honor,
refiriéndole acabarme.

OTAVIO:

(Aparte.
Necio estoy en declararme;
  que podría ser sospechoso
presumir que estoy celoso.
Sin verle ha crecido el día
tan gustoso me tenía
vuestro discurso amoroso.
  En fin, ¿serviréis la dama
que aquella noche os libró?

DON BERNARDO:

Si nadie me conoció,
ni lo publica la fama.

OTAVIO:

¿Tan presto olvida quien ama
  por lo primero que mira?
Vuestra condición me admira.

DON BERNARDO:

Vuélvese el amor, Otavio,
en ira con el agravio,
y en la venganza la ira,
  pero no hay mayor venganza
del agravio del discreto,
que mudar a otro sujeto
el amor y la esperanza.
Que en sabiendo esta mudanza
  la dama que fue querida,
envidiosa y ofendida
suele volver a querer,
que no hay pesar en mujer
como verse aborrecida.
  Y yo sé que si vós veis
desta dama la hermosura,
que envidiaréis mi ventura
y mi amor disculparéis.

OTAVIO:

Venid y descansaréis
  de dos noches tan estrañas.
¡Oh, Lisarda! ¿Tú me engañas?,
¿Tú desleal? Pero miento,
pues antes del casamiento
me avisas y desengañas.

DON BERNARDO:

  ¿Qué decís?

OTAVIO:

Que como amigo,
en todo pienso ayudaros.

DON BERNARDO:

Yo vida y alma fiaros,
y a serlo vuestro me obligo.

OTAVIO:

¡Oh, celos, fiero enemigo!
Mas sin razón me acobarda
siendo tan bella y gallarda
Florela, pues con cautela
sabré si quiere a Florela
o si me engaña Lisarda.

(Vanse los dos.)
MENDO:

  ¿Vuesa merced cómo ha nombre?

SANCHO:

Si oyó usancé decir
quién es aquel escudero
que topó con su rocín,
yo soy el mismo.

MENDO:

Pues Sancho,
¿quién duda que de dormir
estarás necesitado?

SANCHO:

Como de lluvias abril,
poeta de consonantes,
si es duro de digerir,
las letras y villancicos
de madre, morena y gil,
de ser soberbio en romance
quien es humilde en latín,
y de no saber de todos
quien sabe poco de sí.

MENDO:

¿Por comparaciones entras?
Gusto tienes.

SANCHO:

Siempre di
en parecer conversado
con gente palacieguil.
Discreto pasta volante,
que desde Guadalquivir,
a pedir a Manzanares
vengo el grado de sutil.

MENDO:

Ven y verás mi aposento,
donde, aunque indigno de ti,
honrarás cuatro colchones,
menos tres, por no mentir.
Sábanas hay, aunque están
a lavar, que presumí
siempre de lo que es limpieza.
Almohadas..., nunca fui
amigo de gollerías.
Hay mesa, estampa, candil,
peine, silla, limpiadora,
calzador, y todo en fin
para tu servicio Sancho.

SANCHO:

Como me viste venir,
preveniste el aposento.
¿No hay algún guadamecí
que cubra lo inexcusable?

MENDO:

Debes de ser zahorí.
Téngole, y de buena mano,
con la historia de David.

SANCHO:

¿Tu nombre?

MENDO:

Por una letra
no soy el que por ahí
ayuda a los que patean,
y por Mengo, Mendo fui.

SANCHO:

P[ues] Mendo o Mengo, camina,
que de cierto serafín,
más socarrona que grave,
más dama que fregatriz,
oro toda, toda perla,
desde el moñazo al chapín,
tengo después que contarte.

MENDO:

¿El nombre?

SANCHO:

Inés.

MENDO:

Pesie a mí,
que es Inés también la mía.

SANCHO:

pues podremos competir
en sonetos, si los haces.

MENDO:

Soy del Parnaso arlequín.

(Vanse, y entra LISARDA.)


LISARDA:

  Flores de aqueste jardín,
por donde entró don Bernardo,
y en quien tornasol aguardo,
al sol que ha de ser mi fin.
Rosa, clavel y jazmín,
que con vida más segura
gozáis tan breve hermosura,
que en un mismo día hacéis
de la cuna en que nacéis
vuestra verde sepultura.
  Hablar con vosotras quiero,
pues que tuvo mi alegría
principio y fin en un día,
y donde nacisteis muero,
El mismo término espero,
flor como vosotras fui,
donde nacisteis nací,
y si engañadas estáis,
a saber lo que duráis
aprended, flores, de mí.

LISARDA:

  La luz de vuestras colores,
la pompa de vuestras hojas,
que azules, blancas y rojas
retratan celos y amores,
¿por qué os desvanecen, flores?
Si aviso y ejemplo os doy,
que ayer fui lo que hoy no soy,
y si hoy no soy lo que ayer,
hoy podéis en mí saber
lo que va de ayer a hoy.
  Como vosotras, fue cierto
que dio mi esperanza flor,
pero siempre las de amor
tuvieron el fruto incierto.
Áspid vino amor cubierto
de vosotras, no le vi,
matome y dejome así,
para que quien hoy me vea
tan diferente, no crea
que ayer maravilla fui.
  Sois, con hermosas colores
como las que viste amor,
exhalaciones de olor,
porque haya cometas flores.
¡Oh, fáciles resplandores
a quien incitando estoy,
pues hoy maravilla doy
de ver que ayer, desde aquí,
sombra al sol con lo que fui
y hoy sombra mía no soy.

(Entra FLORELA.)
FLORELA:

  Estoy en obligación,
Lisarda, a tus diligencias;
mejor eras para prima
que para hermana y tercera.
Bien hablaste a don Bernardo,
bien el suceso lo muestra,
bien lo afirma tu descuido,
bien lo dice su respuesta,
bien lo sienten mis deseos,
bien te culpan mis sospechas,
bien lo adevinan mis celos,
bien lo sufre mi paciencia.

FLORELA:

Si fuera posible ser
tuyo, si posible fuera
no ser de Otavio, que ya
las horas, Lisarda, cuenta
para que seas su esposa,
para que tu esposo sea,
hallara tu amor disculpa;
pero no siendo tan necia
que porfíes cuando sabes
que sin esperanza esperas,
sucédele a tu deseo
lo que a los barcos que reman
contra corriente de río,
que los vuelve con más fuerza
el ímpetu de las ondas,
no viendo la resistencia
con las esferas del agua,
pues cuando piensan que llegan
a las riberas, están
más lejos de las riberas,
ya que no puede ser tuyo
este caballero, deja
que sea mío, Lisarda,
cuando en Otavio te empleas,
que si todas las mujeres
aguardan a que las vean,
las sirvan, las enamoren,
las requiebren y pretendan,
casaranse tarde o nunca;
que si un platero a su tienda
no sacase cada día
las joyas y las cadenas,
y las tuviese encerradas
sin hacer más diligencia,
como era posible hurtallas,
era imposible vendellas.

FLORELA:

Cuantas cosas tiene España
la mudanza las gobierna,
el gusto las califica,
la novedad las aprueba,
los trajes se mudan y hacen
que de otra nación parezcan
los hombres, y entre estas cosas
padece injurias la lengua.
Agora se usan, Lisarda,
mujeres de una manera,
mañana se usarán de otra,
y por esa diferencia
importa no descuidarte
tú, pues que ya te remedias
y le tienes con Otavio,
permite que yo le tenga.

LISARDA:

  ¿Quién, Florela, imaginara
de tu ingenio y de tu honor,
que no casándome amor,
tu necedad me casara?
En lo que dice repara,
porque si a Otavio le doy
la mano, que ha de ser hoy,
¿cómo dices, en agravio
de lo que merece Otavio,
que de don Bernardo soy?
  Que si don Bernardo a mí
tiernamente me miró,
no tengo la culpa yo
de que no te mire a ti.
Tú, si le vieres, le di
que estás dél enamorada;
que yo a otra fuerza obligada,
más quisiera ya tratar
en descasar, que casar,
y apenas estoy casada.
  De la riqueza incitado,
que el rico indiano vio,
pasar un hombre intentó
el mar, que ya vio pintado,
pero en mirando, admirado
en las playas españolas,
respetar las nubes solas,
con tal temor huye dél,
que aun presume que tras él
vienen corriendo las olas.

LISARDA:

  Yo, que apenas he llegado
a la orilla del casar,
aunque vi pintado el mar
en otras que se han casado,
tiemblo de mirarle airado
y de llegar me arrepiento;
huyo con el pensamiento
si voy volviendo la cara,
que aun presumo (cosa rara)
que me sigue el casamiento.
  Mas como la voluntad
de mi padre es un respeto,
a quien forzada prometo
obediencia y humildad,
no quiere mi libertad
usar su propio albedrío,
y por eso no porfío
aunque mi envidia sea
que don Bernardo no sea
tuyo, pues no ha de ser mío.
  Dirás que, ¿cómo atrevida
al recato profesado,
contra mi honor te he contado
que por él estoy perdida?
¿No has visto en casa encendida
arrojar manos villanas
riquezas que juzgan vanas?,
pues así mi fuego amor,
lo que guardaba mi honor
arroja por las ventanas.

FLORELA:

  Basta, Lisarda, yo creo
 (tan desdichada nací)
lo que me dices aquí
de tu bárbaro deseo.
Solicitaré mi empleo
sin ti, por darte pesar.
A don Bernardo he de hablar,
porque basta para hacer
que yo sea su mujer,
ser mujer y porfïar.
  Salmacis, ninfa de un río,
vio bañándose a Androgeo,
y encendida a su deseo,
fugitivo a su desvío,
porfïó, como porfío,
tanto que de dos hicieron
uno los dioses, y fueron
Hermafrodito llamados,
con que quedaron casados
y jamás se dividieron.
  Pues yo sabré porfïar
de suerte que en testimonio
de mi amor, un matrimonio
nos pueda a los dos juntar,
sin podernos apartar;
que aunque la muerte divida,
será nuestra fe ceñida
de tantos lauros y palmas,
que juntando las dos almas
tengamos eterna vida.

LISARDA:

  Pues yo, por esa intención,
lo pienso estorbar de modo
que no se junte en un todo
cada parte de esa unión,
que el Sol y la Luna son
divinas luces del suelo,
y en oponiendo su velo
la tierra, cosa tan baja,
la luz de los dos ataja,
y dejan obscuro el cielo.

FLORELA:

  Si te pusieses delante
de mi sol, tierra envidiosa,
con eclipses de celosa
y con engaños de amante,
con fuego haré que te espante,
que cuando aquel gran farol
vuelve a su propio arrebol,
y la oposición destierra,
la tierra queda por tierra,
y el sol, como siempre, sol.

LISARDA:

  No querrá el Sol (yo lo sé)
tenerte por Luna a ti,
porque mirándome a mí,
noche de mi luz te haré.

FLORELA:

Bien dices: noche seré,
porque todas le verás
conmigo.

LISARDA:

Engañada estás,
que si es sol, y es prenda mía,
haré todo el año un día,
y no habrá noche jamás.

(Sale LUCINDO.)
LUCINDO:

  Para que estés advertida
de que esta noche te casas,
y para pedirte albricias,
vengo a decirte, Lisarda,
que es tan prevenido el novio,
tal es su prisa y sus ansias,
que ha traído hasta el padrino,
y es huésped de nuestra casa,
porque como es forastero,
no quiere que della salga
nuestro padre, por hacer
lisonja a Otavio, que tantas
obligaciones le tiene,
que como ya su posada
de Otavio ha de ser contigo
en esta casa, y estaba
en la suya el forastero,
era forzoso dejarla.
Ya le aderezan un cuarto,
aunque los dos se escusaban.
Mas como nuestro Alejandro,
lo cortés y el nombre iguala,
no ha sido posible hacer
que el forastero se vaya;
tanto, que pienso que ha sido
de Otavio invención gallarda
para casar a Florela,
porque es persona estremada
de talle y entendimiento.

LUCINDO:

Ellos vienen; tú Lisarda
muestra, pues eres discreta,
tu gusto, donaire y gala,
por si ha de ser tu cuñado,
en cuenta de la desgracia
en que habéis de estar después,
porque solo el nombre basta.
Tú (por si ha de ser tu esposo)
Florela, cortés le habla,
no que le parezcas boba,
que se volverá mañana,
que pierde mucho al principio
hablando mal una dama,
que quien entra hablando bien,
nadie le ha negado el alma.

(Entren DON ALEJANDRO, DON BERNARDO, OTAVIO, SANCHO y INÉS.)
DON ALEJANDRO:

  Aquí, señor don Bernardo,

LISARDA:

Ya me alegra el dulce nombre.

FLORELA:

Ya el dulce nombre me alegra.

DON BERNARDO:

Dadme, señoras, las manos.
(Aparte.)
¿Pero qué burlas son estas
de mi fortuna, o qué sueños,
que como verdades crea?
¿Dónde estoy? ¿Dónde he venido?
La casa es esta, y las bellas
damas donde estuve, cuando
por la ingrata Dorotea
maté aquel hombre.

LISARDA:

O mis ojos
con el alma efetos truecan,
o es don Bernardo.

FLORELA:

¡Ay, Lisarda!,
mis esperanzas se aumentan.
Don Bernardo es el amigo
de Otavio.

OTAVIO:

No se pudiera
fingir mayor suspensión;
turbadas miran y atentas
don Bernardo, Lisarda
y Florela, y él a ellas.
Pues yo... ¿qué dice de mí?
Estrañas cosas ordena
la fortuna; aun no es posible
que mis justos celos sepan
a cual de las dos se inclina.

DON BERNARDO:

No es mucho que se suspenda,
señoras mías, el alma
mirando tanta belleza.
Perdonad lo que he tardado,
que ha sido amorosa fuerza
de mis sentidos, en quien...

OTAVIO:

Vive el cielo, que no acierta
a hablar palabra.

LISARDA:

Señor,
no puede haber cosa nueva
que os ofrezca en esta casa,
pues ya la tenéis por vuestra.
Mi hermana Florela y yo
reconocemos la deuda
de Otavio, que os ha traído
adonde serviros pueda
la voluntad de las dos.

OTAVIO:

No he visto en mi vida necia,
sino es agora, a Lisarda.
Válgame el cielo, si es ella
la que a don Bernardo mira,
que hablar mal y ser discreta
no pudiera ser amor,
que más turba amor, que enseña.

SANCHO:

Amor, si tú hubieras sido
cazadora, te dijera
que Otavio lo ha sido.

INÉS:

¿Cómo?

SANCHO:

Eran Lisarda y Florela
perdices, trujo a mi amo
por ventar para cogerlas,
y en viéndolas, como el perro
hasta la mano se queda
suspenso, hasta que su dueño
de la suya el halcón suelta,
don Bernardo se ha quedado
y Otavio de las pigüelas,
del honor suelta los celos
para averiguar sospechas.

INÉS:

Por quitar la confusión
de todos, y que es tan nueva
que no hay en la sala, Sancho,
persona que no la tenga,
ya en efeto estáis aquí
y nuestra boda tan cerca,
que es la mayor confusión;
pero lo que fuere sea.
Venme a ayudar a poner
el cuarto donde aposenta
Alejandro a tu señor.

SANCHO:

Vamos, pero más quisiera
que no hubiéramos venido.

INÉS:

Calla, que abril tiene vueltas
como marzo, y podrá ser
que dé con la boda en tierra.

(Vanse los dos, y entra MENDO.)
MENDO:

El notario a los tres llama,
y a la señora Florela.

ALEJANDRO:

Vamos, Otavio.

OTAVIO:

A buen tiempo.

LISARDA:

Mucho el huésped me contenta.

ALEJANDRO:

Yo pienso que si en Sevilla
se casa con doña Elena
su hermano don Juan, que aquí
hará Otavio de manera
que don Bernardo se case
con Florela.

OTAVIO:

Solos quedan.
Yo volveré cuando estén seguros.

FLORELA:

Sin que me vean
tengo de volver a ver
lo que don Bernardo intenta.

(Vanse, y quedan DON BERNARDO y LISARDA.)
DON BERNARDO:

  ¿Es posible que ha salido
amor a ser invención,
aunque con tal confusión
que por ella me ha traído
a tu casa, y que haya sido,
Lisarda mía, de suerte
que a tal tiempo venga a verte,
que te cases y que yo
te pierda? ¿Por qué me dio
tal vida para tal muerte?
  Como el que soñó tesoro
y las manos de oro llenas,
podía llevarle apenas
la noche. ¡Oh prenda que adoro!
Que te vi, soñaba el oro;
despierto lloro y incierto,
pues cuando despierto advierto
que el que en tus ojos soñé,
perdí cuando desperté,
pues a perderte despierto.
  Gran ventura hubiera sido
venir, Lisarda, a tu casa,
mas cuando Otavio se casa,
no es dicha haberte perdido.
Hoy ha de ser tu marido,
y yo mañana saldré
de Madrid, aunque veré
que a Sevilla llegar pueda
quien en tus ojos se queda
y deja el alma en tu fe.

LISARDA:

  Bernardo, desde aquel día
que te vi con Dorotea,
mi corazón te desea,
mi vida es tuya, no es mía,
pero la dura porfía
de mi suerte, me quitó
la libertad con que yo
hiciera elección de ti;
no tú me perdiste a mí,
que yo soy quien te perdió.
  Suelen después del arado,
en las más cubiertas lomas,
buscar amantes palomas
el trigo recién sembrado.
Y con vuelo apresurado,
llevarse el halcón la una,
y la otra en tal fortuna
quedar suspensa mirando
por donde se fue volando
sin esperanza ninguna.
  Y así, yo, con menos dicha,
sin que a resistir me atreva,
miro por donde te lleva
a Sevilla mi desdicha.
Solo con lágrimas dicha
puede ser la resistencia
de mi turbada obediencia.
Ellas te la dicen ya,
viendo que tan cerca está
mi casamiento y tu ausencia.

DON BERNARDO:

  Solo un abrazo, mi amor,
quisiera llevar de ti,
por prendas de que te vi
inclinada a mi favor.

LISARDA:

Temo de Otavio el rigor,
temo a Florela también;
puede ser que nos estén
mirando, que los amantes
en acciones semejantes
nunca piensan que los ven.

(OTAVIO, acechando.)
OTAVIO:

  Hablando están. Desde aquí
tengo de ver si es Florela
o si es Lisarda a quien ama.

(FLORELA, por la otra parte.)
FLORELA:

Desde aquí, celosa y necia,
que celos nunca negaron
la condición que profesan,
tengo de ver lo que hablan.

LISARDA:

Sabe el cielo si quisiera
darte mis brazos, Bernardo,
pero el temor no me deja.

(Entran SANCHO y INÉS con una antepuerta de seda.)
SANCHO:

Cuando de sedas tan ricas
todo el aposento cuelgas,
¿esta antepuerta me das?

INÉS:

¿Pues qué tiene esa antepuerta?

SANCHO:

Por en medio está manchada.

INÉS:

¿Manchada?

SANCHO:

Y aun rota.

INÉS:

Muestra.

SANCHO:

Tiéndela.

INÉS:

Ten de esa parte,
y lo que dices me enseña.

(El uno de un lado, y el otro del otro la tienden, de suerte que tapan DON BERNARDO y a LISARDA.)
DON BERNARDO:

Perdona, que la ocasión
me permite que me atreva.

LISARDA:

Ya, para darte los brazos,
mi dicha me da licencia.

OTAVIO:

¡Maldita seas, Inés!

FLORELA:

Plegue al cielo que no tengas
dicha.

OTAVIO:

Con espacio están.

FLORELA:

¿Qué miráis?

SANCHO:

Esta antepuerta.

FLORELA:

¿Pues qué tiene?

INÉS:

Dice Sancho
que está rota, y que por ella
entrará el aire.

OTAVIO:

No pudo
el aire de mis sospechas.

FLORELA:

Llevalda, necios, de aquí.

SANCHO:

¿Desto, señora, te pesa?
¿Quieres tú que se resfríe
 (si por tantas partes entra)
don Bernardo, mi señor?

OTAVIO:

Como es Lisarda discreta,
bien os habrá entretenido.

DON BERNARDO:

Antes yo le he dado cuenta
de mi jornada a Madrid
y el amor de Dorotea.

FLORELA:

Lisarda es muy entendida.

LISARDA:

¿Burlas, Florela?

FLORELA:

De veras
hablo, y tú me entiendes.

LISARDA:

Vamos
adonde mi padre espera,
porque lo que han concertado
sepan que ha sido en mi ausencia.

OTAVIO:

Todo fue en vuestro favor.
¿No hay que temáis?

(Vanse. Quedan DON BERNARDO, SANCHO y INÉS.)
DON BERNARDO:

Sancho, llega,
dame tus brazos, tus pies
también. ¡Bien haya la puerta,
la antepuerta y las manos,
que acaso, o sin caso en ellas
estuvo tanto favor!
Voy con ellos. La maleta
abre con aquesta llave,
saca cien escudos della
y dalos a Inés. Tú, Sancho,
mi vestido hasta las medias
te pondrás. Adiós, adiós.

(Vase.)


SANCHO:

¿Qué te parece la fiesta
que hace a un favor quien ama?

INÉS:

Sí, pero son diligencias
en imposibles, si bien
Lisarda pienso que piensa
no digo ser de tu amo,
por la amistad que profesa
con Otavio, mas no ser
de Otavio, y si a serlo llega,
darle tal vida, que presto
o la deje o la aborrezca.

SANCHO:

Hay en los campos de Orán
unos moros, Inés bella,
a quien llaman bencerrajes,
que aquella noche primera
que se casan, a la novia,
ya que desnuda se acuesta,
en vez de dulces amores
azotan con unas riendas;
y preguntando la causa
un cautivo de mi tierra,
le dijo un moro: «Cristiano,
esto se hace por muestra
de valor y valentía,
porque si con tal fiereza
tratan lo que más adoran,
hieren lo que más desean,
¿qué harán con sus enemigos
cuando vayan a la guerra?»

INÉS:

Malditos sean los moros
y las moras, que se emplean
en esos bárbaros perros.
¡Yo azotes! ¡Y con sus riendas!
No me casara en mi vida
a ser mora, y me anduviera
cinamoma por los montes,
como en las Indias las negras
cuando se van de sus amos;
o me fuera, Sancho, a Meca
a meter monja moruna.
¡Mal año quien tal supiera!
Desposadas y azotadas
y desnudas las desuellan.

SANCHO:

¿Pues tú no ves que es costumbre?

INÉS:

Por el siglo de mi abuela,
que había, Sancho, de ser
coneja de Inglaterra,
que con pellejo los asan,
o armarme de todas piezas,
valentía en el donaire,
eso sí; mas, ¡con la hembra...!
Cuando diera un desposado
azoticos a su prenda,
bueno está, mas, ¡riendas, Sancho!
¿Qué dejan para las suegras,
si así tratan las mujeres?

SANCHO:

No pensé que lo sintieras
con tanta fuerza, perdona,
y digo que Otavio queda
obligado a Benaraje,
para que Lisarda sepa
que profesa valentía.

INÉS:

Y tú, Sancho, ¿también fueras,
si te casaras conmigo,
lo que a Bernardo aconsejas?

SANCHO:

Esa noche, Inés, mis brazos
fueran riendas, mas si hicieras
por qué...

INÉS:

Tente, no lo digas.

SANCHO:

Aguarda.

INÉS:

Mal año.

SANCHO:

Espera.

INÉS:

No es, Sancho, el mejor jinete
el que castiga la yegua.

SANCHO:

¿Pues quién?

INÉS:

El que la regala,
y solo en sus piensos piensa.