El desprecio agradecido/Acto I

Elenco
El desprecio agradecido
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Salen DON BERNARDO y SANCHO, con espadas desnudas y broqueles.
DON BERNARDO:

  ¡Qué torpe salto que diste!

SANCHO:

Eran las paredes altas.

DON BERNARDO:

Tú pienso que mejor saltas
porque más miedo tuviste.

SANCHO:

  ¿Quién no teme a la justicia,
y dejando un hombre muerto?

DON BERNARDO:

Temerario desconcierto;
quien vive, vivir codicia.
  Casa principal es esta,
adonde habemos entrado.

SANCHO:

Todo vengo desollado;
sangre la pared me cuesta.

DON BERNARDO:

  Con la obscuridad no veo
más de que aqueste es jardín.

SANCHO:

¿Qué habemos de hacer, en fin?

DON BERNARDO:

Librarme, Sancho, deseo.

SANCHO:

  Si nos sienten, es forzoso
pensar que somos ladrones.

DON BERNARDO:

¡En qué fuertes ocasiones
se pone un hombre celoso!

SANCHO:

  Nunca el diablo nos dejara
venir de Sevilla a aquí.

DON BERNARDO:

Sala es esta. ¿Entraré?

SANCHO:

Sí.

DON BERNARDO:

Mujeres hablan.

SANCHO:

Repara
  en que dicen que se van
a acostar.

DON BERNARDO:

¿Pues qué haremos?

SANCHO:

Que lo que fueren miremos
detrás deste tafetán.

(Salen LISARDA y FLORELA, damas, y INÉS criada.)
LISARDA:

  Pon la vela en esa mesa,
y muestra aquel azafate.
Quitareme aquestas rosas,
que no quiero que se ajen.

FLORELA:

¡Qué cansado estuvo Otavio!

LISARDA:

No hay cosa que tanto canse
como un deudo pretendiente
de marido, y no de amante.

FLORELA:

Ten esta cadena, Inés.

LISARDA:

¡Lo que siento desnudarme!

FLORELA:

Yo mucho más que vestirme.

INÉS:

¿Pues no queréis que os enfade,
si el vestiros y adornaros
por la mañana se hace,
cuando tomáis los pinceles,
para que hermosos agraden
los claveles y jazmines,
que suelen desfigurarse
en el curso de la noche?

FLORELA:

¡Qué bueno estuvo esta tarde
el Prado!

LISARDA:

La procesión
de los coches fue notable.

FLORELA:

¡Bravo humo, brava gloria,
brava prosa de galanes!
Muy válido anduvo riesgo,
superior, inescusable,
valimiento, acción, despejo,
ruidoso, activo, desaire,
lucimiento y caravanas.

LISARDA:

Caso estraño que el lenguaje
tenga sus tiempos también.

FLORELA:

Vienen a ser novedades
las cosas que se olvidaron.

LISARDA:

De nada pude alegrarme.

FLORELA:

Pues hartos lo pretendieron.

LISARDA:

Pasea por esta calle
una dama de Sevilla,
bien prendida y de buen aire,
su ropa de levantar
testimonios o alamares,
papagayo en el balcón,
en casa mulata y paje,
un forastero, Florela,
de estremada gracia y talle,
en que he reparado un poco.

FLORELA:

No es poco que tú repares.
¿Hate parecido bien?

LISARDA:

No, pero puedo jurarte
que me pesa de que mire
sin saber por qué se cause,
esta dama al forastero.

FLORELA:

Eso nace de agradarte,
que amor de celos y envidia
dicen algunos que nace
cuando de súbito viene,
sin que le dé la otra parte
materia para querer
en servicios o amistades,
en requiebros o en papel.

LISARDA:

Solo diré, y esto baste,
que así quisiera un marido.

FLORELA:

¿Y a Otavio no?

LISARDA:

Dios me guarde.

(Cáesele el broquel a SANCHO.)
LISARDA:

¡Jesús! ¿Qué ruido es ese?

FLORELA:

¿Qué se cayó?

INÉS:

No te espantes.

LISARDA:

¿Cerraste la puerta, Inés?

INÉS:

¿Cuál, señora?

LISARDA:

La que sale
al jardín.

INÉS:

Abierta está.

LISARDA:

¡Qué buen cuidado!

INÉS:

Más tarde
suele cerrarse otras veces.

LISARDA:

Disculpas y necedades.
Toma esa luz; mira presto
lo que se cayó.

INÉS:

¡Notable
cosa!

LISARDA:

¿Cómo?

INÉS:

Un broquel.

LISARDA:

¿Qué?

FLORELA:

¿Aquí broquel?

LISARDA:

Semejante
prenda será de mi hermano.

INÉS:

Sí, pero los tafetanes
en dos pares de zapatos
no es posible que rematen.

LISARDA:

¡Jesús mil veces, ladrones!

(Salen los dos.)


DON BERNARDO:

Vuesas mercedes no hablen
palabra, que una desdicha
fue la ocasión de que entrase
donde estoy. Soy caballero,
maté un hombre en esa calle,
entreme en la primer casa
para que no me llevasen
preso, donde una mujer
me dijo que me pasase
por la pared deste huerto
a estas casas principales
donde estaría seguro,
que ella por marido o padre
celosos, no se atrevía
a tenerme, ni guardarme,
y arrimando una escalera
pasamos desta otra parte,
saltando desde las tapias,
aunque con peligro grande.
Si piedad en el valor
de las personas que nacen
con tantas obligaciones,
es justo, señoras, que hallen
desdichas de un caballero,
no deis causa a que me maten,
que yo soy el que dijisteis
que os pesaba que pasase
con lo demás que no digo
por esta mujer la calle.
Ella me dio la ocasión
para que al hombre matase.
Si me obligáis a salir,
sus deudos han de matarme,
o la justicia prenderme;
mas no es posible que falte
piedad en tanta hermosura,
pues no solamente un ángel,
pero dos, en tal peligro
quiere el cielo que me guarden.

LISARDA:

¡Qué notable confusión!

SANCHO:

Y vós, señora, amparadme
por ángel añadidura
destos coros celestiales;
que me matará mi amo,
porque soy tan miserable
que se me cayó el broquel,
dormido en desdichas tales.

INÉS:

Mis amas están agora
en consulta: no se gazmie,
que ya le he visto otra vez,
y con lo que resultare
tendrá sagrado o destierro.

SANCHO:

Si salgo destos azares,
te ofrezco un broquel de cera
como si fueras imagen.

LISARDA:

  Por haberos visto, y ver
que sois hombre principal,
aunque el caso es desigual
de mi honesto proceder,
quiero parecer mujer
en tener piedad de vós,
aunque ignoro de los dos
las calidades y nombres,
que en piedad, más que los hombres,
nos parecemos a Dios.
  Lo que vós habéis oído
no lo puedo yo negar,
ni vós amar y celar
la dama que os ha ofendido,
pero quede repartido
entre los tres el suceso,
que yo os libre de ser preso
y que ella obligue sus ojos,
y que no os den más enojos,
y vós a tener más seso.
  En más peligro estuviera
vuestra vida si llamara,
porque el temor me forzara,
si antes de agora no os viera.
Hasta que la luz primera
asegure vuestra vida,
vivirá aquí defendida
y advertid que digo aquí,
para que dentro de mí
esté mejor defendida.

DON BERNARDO:

  Señora, si quiso amor
que por tan grande rodeo
me trujese un mal deseo
a un bien nacido favor,
mayor que el mal y el rigor
será la dicha y el bien,
y vós el sagrado, en quien
mi vida, con mi ventura,
como en templo de hermosura
seguras de hoy más estén.
  Y siendo mi asilo y templo
en sus aras, con razón,
arderá mi corazón
para agradecido ejemplo,
en cuya imagen contemplo
mis prisiones por despojos;
pero hame causado enojos
que tan poco me guardéis,
si hasta el alba prometéis,
y ha salido en vuestros ojos
  la dama que me ha traído
por entre casos injustos
 (tanto pueden malos gustos)
desde Sevilla perdido,
en quien nací, bien nacido,
aborrezco, y vuestro soy,
quitándole desde hoy
el alma para que sea
vuestra, aunque viene tan fea
que con vergüenza os la doy.
  Es mi nombre, que mejor
lo que no sabéis abona,
don Bernardo de Cardona,
con que he dicho mi valor.
Aquí hay piedad y rigor:
rigor porque amé sin veros,
piedad por enterneceros
en quererme defender,
que amaros no pudo ser
primero que conoceros.

LISARDA:

  Inés.

INÉS:

¿Señora?

LISARDA:

A los dos
encierra en ese aposento,
y dame luego la llave.

SANCHO:

Aun no escapamos de presos.

INÉS:

Venid, señores, que es tarde.

SANCHO:

Inés, ¿no habrá por lo menos
dos deditos de colchón?

INÉS:

¿Colchón?

SANCHO:

¿Es mucho requiebro?

INÉS:

¿Tan de espacio quiere estar?

SANCHO:

¿No vee que todo me duermo?

INÉS:

¿Pues para qué pide lana,
que en bronce será lo mesmo?

SANCHO:

No es toda dulce la niña.

LISARDA:

Ven, Florela.

FLORELA:

El alma llevo
lastimada deste caso.

DON BERNARDO:

¿Cómo se llama esta dama?

INÉS:

Lisarda, y el caballero
su padre, don Alejandro.

DON BERNARDO:

Pudiera mejor que al griego
llamarse el Magno, por ser
quien más hazañas ha hecho
en solo hacer a Lisarda,
porque con sus ojos bellos
puede conquistar el mundo.

INÉS:

Yo la diré este conceto
cuando la esté descalzando.

DON BERNARDO:

Cien escudos tenéis ciertos
por un zapatillo suyo.

INÉS:

¿Tan prestísimo?

DON BERNARDO:

Soy tierno.

INÉS:

¿Pues para qué le queréis?

DON BERNARDO:

Para traerle aquí dentro.

INÉS:

Son de poleví; el talón
os hará mal en el pecho.

DON BERNARDO:

¿Quién es la otra señora?

INÉS:

Su hermana.

DON BERNARDO:

Es ángel, es cielo.

INÉS:

Mas, ¿qué pedís?, ¿un zapato?

DON BERNARDO:

No pido, aunque le encarezco.

INÉS:

Entrad porque descanséis,
y vendré en amaneciendo
a despertaros.

DON BERNARDO:

Inés,
no duermo si no me acuesto.

INÉS:

Pues un libro, y esta vela,
os será de gran provecho.

DON BERNARDO:

¿Quién es?

INÉS:

Parte veinte y seis
de Lope.

DON BERNARDO:

Libros supuestos,
que con su nombre se imprimen.

SANCHO:

Y a mí, por si no me duermo,
¿qué me dais?

INÉS:

A Don Quijote,
porque vós y vuestro dueño
imitáis sus aventuras.

DON BERNARDO:

Dice verdad.

SANCHO:

Y aun sospecho
que habemos de ser más locos
si Dios no nos guarda el seso.

(Vanse.)
(Entran OTAVIO y LUCINDO.)
OTAVIO:

  ¡Gran ventura, por Dios!

LUCINDO:

Notable ha sido.

OTAVIO:

En fin, no estáis herido.

LUCINDO:

Diome la vida el jaco.

OTAVIO:

¿De qué modo
fue la cuestión?

LUCINDO:

Aquí lo sabréis todo,
sin contar, como suelen, en ausencia
de la parte que falta, la pendencia.
De vuestro tío y de mi padre alinda
la casa de una dama sevillana,
que no es tan limpia, fresca, hermosa y linda
la risa de la cándida mañana,
pues como a cuanto mire, abrase y rinda,
ni arrogante, ni fácil, ni tirana,
para añadir a su beldad trofeos,
ardieron en sus ojos mis deseos.
Visitándola, pues, como vecino,
con toda honestidad, dos o tres días,
o la amistad o la llaneza vino
a que escuchase las razones mías.
Amor, que con su ciego desatino,
en preguntas, respuestas y porfías
el tiempo pasa sin sentir que pasa,
me dio sueño de necios en su casa.

OTAVIO:

Eso no entiendo.

LUCINDO:

Es nombre que se ha puesto
a quien en una silla, porfïado,
en la conversación es tan molesto
que parece que en ella está acostado.
Yo, pues si bien con proceder honesto,
estuve tan dormido y tan cansado
como si fuera un bronce, hasta las once,
cera en el alma, y en el cuerpo bronce.
A las horas que digo, un hombre llama
con más furor que si llamara en huerta.
La casa tiembla, túrbase la dama,
la dormida familia al son despierta;
yo, por ganar de bravo alguna fama
no me dejo rogar, voy a la puerta
donde si uno llamó, dos hombres miro;
tercio la capa, desenvaino y tiro.

OTAVIO:

Brava resolución.

LUCINDO:

No hagáis donaire,
que estaba en la ventana Dorotea.
Mas por dar cuchilladas de buen aire,
como quien bravo parecer desea,
me pudo suceder tan mal desaire
que el uno que me busca y no rodea,
de una estocada, aunque el izquierdo saco,
me derribó; caí, ¡bien haya el jaco!

OTAVIO:

Poco firme de pies os considero.

LUCINDO:

Poco, diréis mejor, diestro de manos.
Acudió la justicia, el caballero
fugitivo midió los aires vanos.
Suelen llamar las once mil de acero
los que escriben de casos inhumanos
a los jacos de malla, y hoy lo creo,
pues que por su favor libre me veo.

OTAVIO:

Tarde es para llamar, y Dorotea
nos dijera quién es, pues no es posible
que tan celoso su galán no sea,
necio en llamar y en esperar terrible.
El alba con celajes hermosea
el campo de los cielos apacible;
huyendo de sus rayos las estrellas,
que como sale el sol, se esconden ellas.
Entraos en vuestra casa, que en sabiendo
quién es este celoso mal sufrido,
o iremos la venganza previniendo
(aunque él es hasta agora el ofendido),
o con firme amistad reconociendo
su antigüedad, pondréis en justo olvido
Amor, que aun no ha llegado a ser infante,
pues sois, en esperando, tierno amante.

LUCINDO:

Perdonadme el llamaros tan aprisa,
que no por primo, por amigo os llamo.

OTAVIO:

El aurora otra vez con mayor risa,
bajando el ruiseñor del nido al ramo,
que sale ya la gente nos avisa.
Hoy vendré a veros.

LUCINDO:

Ya sabéis que os amo,
y más agora que mi padre aguarda
que seáis primo y marido de Lisarda.

(Vase.)


OTAVIO:

  ¡Oh tiempo, si trujeses este día
de la dispensación! ¡Oh Roma! ¡Oh cielo!
¡Oh, sagrada ciudad! ¿Quién te desvía,
que no te alcance de mi amor el vuelo?
Durmiendo estás aquí, Lisarda mía,
cuando yo por tus ojos me desvelo.
¡Oh, sol despertador de los mortales!
Pues que duerme mi sol, ¿por qué no sales?
  Despierta, que te aguardan tantas flores,
hermosa aurora, y tantas fuentes puras,
unas piden cristal, otras colores;
¿quién duda, estrellas, que estaréis seguras?
Dulces calandrias, pájaros cantores,
que el pico suspendéis, noches obscuras,
despertad a Lisarda, que a Lisarda
la flor, el agua, el ave, el alma aguarda.
  Despierta a mi dolor, dulce señora,
huye de mi temor la noche fría
si tuviera esos ojos el aurora,
jamás durmiera y siempre fuera día
si estuviera contigo quien te adora,
sus ansias, sus amores, su porfía
no permitieran sueño a tus estrellas.
Mirándose estuviera el alma en ellas.
  ¿Cuál hombre agora fuera tan dichoso
que durmiera en tu casa desvelado?
Oh, ¡quién fuera jardín, Jasón famoso,
del fruto de tus árboles dorado!
Mas, ¡ay, que vive Prometeo ingenioso,
por atrevido en un peñasco atado!
¡Ay Dios, si cerca ya de tu aposento
escuchara tu voz, tu dulce acento!
  Celos tengo de mí, que imaginando
que hay hombre alguno dentro, estoy celoso,
y soy yo mismo, porque el alma entrando
allá me tiene en forma de tu esposo.
Alma, ¿quién esta dentro? Tú, que hablando
con ella estás tan tierno y amoroso.
Vamos, amor, que aunque me voy bien puedo
dormir seguro, pues que dentro quedo.

(Vase.)


(Salen DON BERNARDO y SANCHO.)
DON BERNARDO:

  Buena noche.

SANCHO:

Toledana.

DON BERNARDO:

Peor fuera estando presos.

SANCHO:

Ya doña Aurora celeste
clarifica el aposento,
y le dan el parabién
los pájaros de ese huerto,
chillando por los tejados
tantos gorriones nuevos,
que parece que nos llaman.

DON BERNARDO:

Perdidos amanecemos.

SANCHO:

En una huerta del Prado
bebió largo un estranjero,
y en la puerta de Alcalá
se lo dejaron sus deudos.
Los coches que se partían
al anochecer, creyendo
que entre muchos que allí aguardan
sentados, era uno dellos,
dijéronle que se entrase
con los demás, los cocheros;
lo que él hizo, sin saber
si era coche o aposento.
Durmió como niño en cuna,
y a la mañana, despierto,
preguntaba por su casa,
de los amigos creyendo
que le llevaron en coche
hasta que del coche el dueño
pedía el dinero a voces.
El estranjero, diciendo
que le volviese a Madrid,
pues sin causa ni concierto
le trujeron a Alcalá,
estando en Madrid durmiendo.

SANCHO:

Los que a las voces se hallaron,
celebraron el suceso,
y dándole la ropilla
para prenda del dinero
del porte, volvió a Madrid
a pie, desnudo, sin cuello,
sin zapatos, sin espada,
sin comer y sin sombrero.
No pienso que es necesario
decir que este mismo sueño
nos ha pasado a los dos:
tú con el vino de celos
y yo siguiendo tus pasos,
pues nos hallamos despiertos,
como el otro en Alcalá,
en casa de un caballero,
que si nos pidiese el porte,
por ventura volveremos
más desnudos a la calle.

DON BERNARDO:

Bien has aplicado el cuento,
como yo hubiera dormido,
que toda la noche en peso
he pasado en desatinos.
Las historias revolviendo
de Dorotea, a quien ya
como al demonio aborrezco.

SANCHO:

¿Al demonio?

DON BERNARDO:

Sí, y aun más.

SANCHO:

¿Tan presto?

DON BERNARDO:

No es presto,
porque un agravio en amor
son muchos años de tiempo.
Al estranjero que dices
imito, en que anocheciendo
mis celos en Dorotea,
hoy en Lisarda amanezco;
¡con qué gracia se quitaba
las rosas de los cabellos
con el marfil de las manos,
y las joyas que poniendo
iba en aquel azafate!
¡Qué airoso talle, qué cuerpo!
Cuando se quitó la ropa,
quedó como un ángel bello
en la almilla.

SANCHO:

Sí, por Dios,
que a ponerle un candelero
y unas alas, no podía
ser más propio.

DON BERNARDO:

Al fin me quejo
de ti, por cuyo broquel
no pasó de almilla adentro;
que si no es por el ruido,
ya despejaba el manteo
y se quedaba de ninfa.

SANCHO:

No te quejes, que no es bueno
verlas en paños menores,
adonde lo más es menos,
que en mujeres y empanadas
del figón, hay mucho queso.
Una vez compré un besugo
tan pequeño, en pan tan hueco,
que dije, alzando la capa:
«¿qué haces aquí, pigmeo?»,
y me respondió con risa:
«Soy engaña-majaderos,
que compran lo que no ven,
y afirman lo que no vieron.»

DON BERNARDO:

En fin, ¿esta mala noche,
Sancho, pasaste durmiendo?

SANCHO:

Señor, engañado estás,
que en no cenando, no duermo.
Por todo este gabinete,
o tocador, que así creo
que se llama en Francia, adonde
tienen las damas su espejo
y aderezo de matar,
porque sus blancos aceros,
broqueles, rodelas, jacos,
son las rosas de Toledo,
los jazmines del Gran Turco,
los moldes y otros enredos.
Aunque ya quiero callar,
que no meterme profeso
en lo que introduce el uso,
o sea malo, o sea bueno.
Digo pues, señor, que anduve
buscando con mucho tiento,
entre catres y escritorios
algo que comer, y veo
un bote que presumí
jalea, destapo y pruebo
y he pensado reventar.

DON BERNARDO:

¿Cómo?

SANCHO:

Era algún embeleco
de aceite de mata y lirios,
limón y claras de huevos,
o cosas tan endiabladas
que parece que me dieron
tártago, o si hay otra cosa
más amarga, fuera desto.
Hallé en una escribanía
un papel, y aquí le tengo.

DON BERNARDO:

¿Papel? Muestra, que ya el sol,
por ver si Lisarda dentro
de su tocador está,
para consultar su espejo,
acecha por los resquicios.
(Lea.)
Letra es de hombre; escucha atento:
«Prima de mis ojos...»

SANCHO:

¡Malo!

DON BERNARDO:

La «prima», Sancho, era bueno,
lo malo es lo «de mis ojos».

SANCHO:

Di adelante.

DON BERNARDO:

Ya tenemos
la dispensación.

SANCHO:

Detente.
¡Vive Dios que es casamiento,
y traen dispensación,
porque deben de ser deudos!
Errado habemos el lance
y el camino si volvemos
de Alcalá a Madrid tan tristes.

DON BERNARDO:

Pena me ha dado.

SANCHO:

¿Qué haremos,
si ha puesto el bordón por prima?

DON BERNARDO:

Gran falta en tal instrumento.

SANCHO:

Quedo, que siento la llave.

DON BERNARDO:

Y ya siento que me ha muerto
con espada de papel.

(Sale INÉS.)
INÉS:

Buenos días, caballeros.

DON BERNARDO:

  ¿Qué mejores, bella Inés,
que entrando vós por aurora?
¿Qué hace el sol?

INÉS:

¿Quién, mi señora?

DON BERNARDO:

El sol destos ojos es.

INÉS:

  Ya está vestida, y su hermana
y ella se quieren tocar,
dicen que les deis lugar,
que pues es tan de mañana
  podréis salir sin que os vean.

DON BERNARDO:

¿No podré volver a ver
estas damas?

INÉS:

Podrá ser,
que pienso que lo desean.
  Toda la noche han estado
hablando de vós las dos.

DON BERNARDO:

¿De mí?

INÉS:

De vós, que de vós
están las dos con cuidado.

SANCHO:

  ¿Hase visto en rosa pura
tal amanecer de Inés?
¡Bien haya lo que no es
artificio en la hermosura!
  ¿Hase visto esta mañana?

INÉS:

Lisonjas, Sancho, en ayunas.

SANCHO:

No te dijera ningunas,
a no ser verdad tan llana,
  que con hambre no hay amor
que aliente a buenos efetos.

INÉS:

Bueno estás para concetos.

SANCHO:

Y para almorzar mejor.
  ¿No cortarás de un tocino
alguna lonja que suene
en la sartén?

INÉS:

Mi ama viene.

(Sale LISARDA.)
DON BERNARDO:

Amaneced, sol divino
  en los ojos que han pasado
tal noche.

LISARDA:

No fue mejor
la mía, con el temor
a que me habéis obligado,
y creed que me ha pesado
de la descomodidad.
Fuerza ha sido, perdonad,
que huésped que él se convida,
es fuerza que la comida
la busque en la voluntad.
  Salid, señor don Bernardo,
antes que entre más el día,
que, por quien veros podría,
justamente me acobardo;
que hacen hombre mozo y gallardo,
y a tal hora es ocasión
que ofenderá mi opinión;
que hay vecino que por gala
lo menos vive en la sala
y lo más en el balcón.
  Tened agradecimiento
a quien entraros dejó
donde ninguno llegó
a poner el pensamiento,
que el mío de ver mi intento
tiene tan perdido el brío,
que de verlo desconfío,
con más valor del que os muestra,
si bien es la culpa vuestra
y el atrevimiento mío.

DON BERNARDO:

  La aurora y el sol, señora,
salen por hacer vivir
los hombres, vós en salir
para despedirme agora,
ni parecéis sol, ni aurora,
pero pues ya lo sois mía,
¿qué temor os desconfía,
si vuestra luz considera,
pues aunque de noche fuera,
por fuerza saldré de día.
  Ya pagaré la posada,
como nadie la pagó,
pues por lo que no durmió,
el alma dejó empeñada.
Toda estuvo desvelada
en vuestros bellos despojos,
dándoles dulces enojos
el veros cerca también,
porque nadie durmió bien
dándole el sol en los ojos.
  Y así, con esta atrevida
imaginación turbada,
que por pared tan delgada
pasaba a veros dormida,
estuvo tan divertida
el alma en lo más perfeto,
que es fuerza cómo hace efeto
la fuerte imaginación.

DON BERNARDO:

Pedir, señora, perdón
de que os perdiese el respeto.
  Dejó mi atrevimiento
que mi alma cuerpo fuera,
porque la pared pudiera
pasar como el pensamiento,
que si el pensamiento, atento
a lo que intenta gozar,
queriéndose transformar
en hombre, pudiera ser,
no hubiera hermosa mujer
que se pudiera guardar.
  No hay llave, puerta o rigor
que a lo imaginado asombre;
que de pensamientos de hombre,
¿qué mujer guardó su honor?
Que no ha menester favor
para entrar el pensamiento
al más guardado aposento,
si bien se engañan después,
porque como viento es,
también lo que goza es viento.
  Yo estuve, espíritu en fin,
como al sol el tornasol,
mirando dormido al sol,
entre clavel y jazmín.
Y dice: «Tal serafín
será fin de Dorotea,
porque no hay cosa más fea
que amar después del agravio,
ni pensamiento más sabio
que el que se muda y se emplea.

DON BERNARDO:

  Mas como quien llega tarde
posada no suele hallar,
y parte sin descansar
antes que la luz aguarde,
estoy, señora, cobarde,
porque como no dormía,
mirando me entretenía
vuestro tocador, y en él
hallé, señora, un papel
en que mi muerte venía.
  Que si en el primer renglón
que la vela le encendiese,
y porque más presto fuese,
lleguele a mi corazón.
¡Oh, engaño de mi pasión!
¡Oh, qué necia confïanza!
¡Oh, qué burlada esperanza!,
pues que por quemarle a él
ardió el corazón en él
y se trocó la venganza.
  Ya sé que os casáis, ya sé
que no tengo que esperar,
que me tardé en caminar,
y otro en la posada hallé,
mas ya que desdicha fue,
por suerte dichosa estimo
con que a padecer me animo,
aunque parto descontento,
que estuve en vuestro aposento
primero que vuestro primo.

LISARDA:

  Papel mostrad.

DON BERNARDO:

Eso no,
pues ya sabéis del papel
el dueño y lo que hay en él.
Apenas lo he visto yo,
basta saber que llegó
la dispensación que espera
vuestro primo. ¿Quién dijera
que en tan breves ocasiones,
de donde vienen perdones
mi muerte injusta viniera?

LISARDA:

  Don Bernardo, yo no pude
lo por venir prevenir,
ni hay ciencia en lo por venir
que las desventuras mude.
Ya no hay qué tema o qué dude.
Fuerza es casarme, no sé
qué os diga, solo diré
que aunque mi primo merece
mucho, no me lo parece
después que os vi y os hablé.
  Mi padre tiene este gusto,
no soy la primera yo
que la obediencia obligó
a casarse con disgusto.
Sea justo o no sea justo,
ya es fuerza ser su mujer,
y digo bien, que ha de ser
fuerza, por fuerza, el casarme.

DON BERNARDO:

¡Qué de cosas a matarme
se juntan!

LISARDA:

¿Qué puedo hacer?

DON BERNARDO:

  Yo me volveré a Sevilla,
y su río aumentaré
con lágrimas, o seré
peña de su verde orilla.
Adiós, generosa villa,
no para mí, que me has muerto,
pues el casamiento es cierto
de Lisarda.

LISARDA:

Yo quisiera,
Bernardo, que no lo fuera.
Idos, que es tarde.

DON BERNARDO:

No acierto.

(Entra FLORELA.)
FLORELA:

  ¡Estáis locos! ¿Cómo estáis
tan ciegos, desta manera
que no veis que es medio día?

LISARDA:

¿Que es medio día, Florela?

FLORELA:

La dulce conversación
no sabe que el tiempo vuela,
hurta a la vida las horas
sin que la vida lo sienta.
Ya no es posible salir,
don Bernardo.

DON BERNARDO:

Ni quisiera
eternamente.

LISARDA:

¡Ay, hermana,
dado me has notable pena!

FLORELA:

De comer pide mi padre.

SANCHO:

Y yo también lo pidiera
si estuviera entre cristianos,
pues no ha pasado cuaresma
por mí como desde ayer.
Pienso que si me pusieran
sobre cualquiera color,
eso mismo pareciera.
Camaleón soy, Inés.

INÉS:

Presto comerás, espera.

SANCHO:

¿Presto comerás? ¿Soy niño
cuando viene de la escuela?
Mira que rabio, y con rabia
tienen sacada licencia
los perros para morder,
los pobres y los poetas.

DON BERNARDO:

En fin, ¿no podré salir?

FLORELA:

Verte nuestro padre es fuerza.

LISARDA:

No hay sino esperar la noche.

FLORELA:

En eso, Lisarda, aciertas,
que es imposible salir,
si no es que todos lo vean.

LISARDA:

Al tocador, caballeros.

SANCHO:

¿Al tocador? ¿No pudiera
ir a la cocina yo?

INÉS:

Entra desollado, entra.

SANCHO:

Tú me desuellas.

INÉS:

¿Yo?

SANCHO:

Sí,
pues te vas con la pelleja.

(Vase.)
LISARDA:

Entra y cierra, Inés. No sé
qué habemos de hacer, Florela,
para que secretamente
coma esta gente, que es fuerza.

FLORELA:

Eso no te dé cuidado,
pero pedirte quisiera
una merced.

LISARDA:

¿Qué te puedo
negar, que posible sea?

FLORELA:

Mañana te has de casar.

LISARDA:

¡Dios sabe lo que me pesa!

FLORELA:

Don Bernardo es hombre noble,
rico y de gallardas prendas;
hablarle yo no es razón;
tú, pues esta tarde quedas
en casa, puedes decirle
que no se vaya a su tierra,
que holgarás, pues no ha de ser
tuyo, que yo le merezca,
para que seáis cuñados,
que me hable y que me quiera,
que me sirva y que me escriba,
que tú sabes, que tú piensas
que le tengo inclinación,
con otras cosas más tiernas,
porque nunca son culpadas
inclinaciones honestas,
que con esto que tú harás
como quien es tan discreta,
harás de una hermana, esclava.

LISARDA:

Yo lo haré para que entiendas,
Florela, lo que te quiero,
pues quiero también que sepas
que te doy, celosa, un hombre
que algún cuidado me cuesta,
que con esto, por lo menos,
negociaré que le vea.

FLORELA:

Dame tus manos.

LISARDA:

¡Oh, engaños
de amor, Ulises, sirenas,
peligros del mar, en quien
la misma razón se anega,
y las potencias del alma
que se han de correr tormenta!

(Vanse.)
(Salen LUCINDO, OTAVIO y MENDO.)
OTAVIO:

  Presto sabréis el dueño, cuyos celos
ocasionar pudieron vuestra muerte,
a ser aquel acero menos fuerte,
si algún amor os tiene Dorotea.

LUCINDO:

Agradezco a los cielos
la dicha que he tenido,
pero no es menester que el amor sea
por quien sepa quién es aquel celoso,
sino ser ya para los dos forzoso
ser el aborrecido, y yo querido,
que la mayor venganza del que es sabio
es olvidar la causa del agravio.

OTAVIO:

Mal sabéis vós la tema de los celos.
Abrasarán los yelos
más fríos de la Scitia, y en la zona
que el sol jamás visita,
harán arder a Troya.

LUCINDO:

No permita
amor, si agravios del honor perdona,
que vuelva a la amistad de Dorotea,
que si os digo verdad, solo desea
mi alma en su porfía,
que deje de ser suya, siendo mía.

OTAVIO:

Llama, Mendo, a esa puerta.

MENDO:

¿Qué tengo de llamar estando abierta?

LUCINDO:

Tal miedo habrá tenido vuestra dama,
que no quiere cerrar, porque si llama
halle la puerta abierta,
o vino acaso y derribó la puerta.

OTAVIO:

Pues trujiste linterna, llega Mendo
y entra sin miedo.

MENDO:

Estoy, señor, temiendo
algunos bultos, que el portal podría
tener en sombra envueltos.

OTAVIO:

Aquí tendrás a tu favor resueltos
dos hombres. Entra.

MENDO:

Voy.

LUCINDO:

¿Que fantasía
es hoy la de mujer tan recatada,
la más parte pasada
de la noche, tener la puerta abierta?

OTAVIO:

Estar, Lucindo, de la puerta cierta.

LUCINDO:

Pues yo vengo a vengar, determinado,
el deshonor pasado,
y hacer que Dorotea
más bravo a mí que a su galán me vea.

(Vuelve MENDO.)
MENDO:

La casa está segura.

LUCINDO:

¿No dijiste
que estábamos aquí?

OTAVIO:

Dionos licencia
de entrar a visitarla.

MENDO:

Con paciencia,
que solo el aire las paredes viste.
No hay más que algunos clavos por el suelo,
reliquias y despojos de mudanza.

LUCINDO:

Temor de la justicia, ¡vive el cielo!,
fue causa de mudarse. ¿Qué esperanza
me queda ya de verla? Pero creo
que ha de ayudar amor a mi deseo.
Aquí tiene una amiga, y ser podría
que estuviese con ella.
No es lejos, esperadme.

(Vase.)


MENDO:

Si de día
viniera a saber della,
pudiera remediar, con verle vivo,
el temor excesivo
que tuvo de su muerte,
porque en Madrid es fuerte
el primero rigor de la justicia,
y de algunos ministros la cudicia.

OTAVIO:

¿Qué hará, Mendo, a tales horas
mi Lisarda?

MENDO:

Tu Lisarda
estará agora durmiendo,
porque son las doce dadas.

OTAVIO:

  Con eso se borda el cielo
de tantas puntas de plata,
porque como duerme el Sol,
cubren sus cúpulas altas.
No hubiera en su pabellón
las guarniciones y franjas
de sus diamantes, a estar
sus estrellas desveladas.
No se atreviera la Luna
a ser de los cielos hacha,
ni a sacar sus blancas pías
en su carroza argentada,
si mi luna de marfil
no suspendiera las blancas
ruedas en que mueve amor
el volante de dos almas.
¿Qué piensas, Mendo, que son
aquellas negras pestañas?
Lanzas que guardan las niñas
que en dos camas de esmeraldas
están durmiendo, que como
son reinas, duermen con guarda.

MENDO:

Bravos disparates dices,
solo te falta que añadas
los monteros de Espinosa,
y tudescas alabardas.
Lo cierto será, señor,
que estarán ella y su hermana
soñando como doncellas.

OTAVIO:

¿Qué soñarán?

MENDO:

Que se casan.
Que después que balbuciente,
formando medias palabras
y desata la edad la lengua,
repiten marido y taita.

OTAVIO:

Lisarda, señora, bien
no se dirá por Lisarda
que los sueños, sueños son,
pues nos casamos mañana.
¿Qué sientes de su belleza,
de su donaire y su gracia?

MENDO:

Que es discreta, como fea,
y como hermosa, bizarra.

OTAVIO:

¿Sientes que me quiere mucho?

MENDO:

De la manera que ama
el trigo el sol en agosto,
la tierra en abril el agua,
un avariento su hacienda,
un extranjero su patria,
y un marido a su mujer
las primeras tres semanas.

OTAVIO:

¿Habrá algún hombre en el mundo
que con su talle y sus galas
pueda parecerle bien?

MENDO:

Y con su belleza rara
de Adonis y de Jacinto.

OTAVIO:

¡Oh, balcones! ¡Oh, ventanas!
¡Oh, puertas! ¿Cuándo será
noche, que estando cerradas
no esté en la calle envidioso
de la más humilde esclava?

MENDO:

Paso, señor, que han abierto.

OTAVIO:

Lucindo, fuera de casa,
y salen dos hombres della.

MENDO:

Caso estraño.

OTAVIO:

Cosa estraña.

(Salen DON BERNARDO y SANCHO.)
DON BERNARDO:

Sal presto, y tú cierra, Inés.

SANCHO:

Parece, señor, que anda
gente en la calle. Camina.

OTAVIO:

¿Salieron?

MENDO:

No, sino el alba.

OTAVIO:

¿De en cas de Alejandro?

MENDO:

Bueno,
y con rodelas y espadas.

OTAVIO:

¿A tal hora y con rodelas?
¿Seguirelos?

MENDO:

De Lisarda
no será galán, señor;
Florela será culpada
en aqueste desatino.

OTAVIO:

Camina pues, no se vayan,
que lo tengo de saber,
o me ha de costar el alma.