El cristo de Renca

EL CRISTO DE RENCA


TRADICIÓN PUNTANA
"A misia Manuela".

La noche cerraba aún.

Con paso seguro, la filosa hacha al hombro, un anciano avanzaba por entre el espeso monte de talas, algarrobos y atamisquis que bordea el puntano case río de Renca..

Leñador desde la infancia, la ceguera repentina que obscureció su vida en plena juventud, no le privó la práctica rutinaria del oficio.

El bosque y él eran hermanos: Huérfano, su solitario vegetar arraigó entre esos árboles que le hablaron de belleza, de bondad, de plenitud, de protección, de voluntad de vivir.

¡Cómo se defendían! ¡Y qué ejemplo de valiente adaptación recibía la vida del mísero, herida al comenzar! Las laderas de las sierras requemadas y sedientas perdían el escaso verdor; la flor de seda, el ojito de gringo, la jarilla, el poleo morían. Tan sólo la hierba de la piedra, el rotortuño y las tunas vestían las peñas mientras que en los huecos se refugiaban mimosos los helechos y claveles del aire.

Pero el monte de Renca, su monte amado, seguía verdeando. Las raíces hendían poderosas la seca tierra hasta dar en el agua; las ramas retorcidas y las hojas espinosas cantaban a los ojos la trágica lucha. Y el cieguecito acariciaba el follaje triangular del siempre verde peje, cuyas hijas triplemente armadas de poderosas púas amenazaban a las nubes reacias.

¡Cuánto amaba el anciano a ese bosque valiente que contaba sus triunfos por los retoños logrados!

Volvía a verlo allá, a lo lejos, disputando terreno a la montaña, escalonándola triunfador, desplegando sobre las laderas y entre las quebradas su ropaje de esmeralda. Victorioso, el monte se mostró magnánimo. La sierra por él hermoseada dudaba ahora si era más bella bajo la luz esplendorosa del mediodía contrastando la desnuda cima con la verde y aterciopelada ladera, o bajo la luz cambiante del amanecer o del ocaso cuando magnífico arco iris la vestía del pie a la cumbre.

Mecido por estos recuerdos llenos siempre para él de vital consuelo, el cieguecito se internaba en el monte. De pronto se detuvo aspirando una fragancia tan pura, tan llena de amor que parecía renovarlo todo Era su aromo de espinillo por entonces florido. Y, con respeto, el ciego acercóse un gajo.

En vano el atamisqui con su frescor de fruta lo saludó a la entrada del monte. El viejecito estaba familiarizado con ese perfume. No concebía el aire, su aire de sierra y valles, sino oliendo a poleo, a menta, a hierbabuena, a atamisqui, a lágrimas de la Virgen, a verbena... Pero la aroma de espinillo era su fragancia amiga.

La brisa fresca, pura, oliendo a agua, anuncio de cercano amanecer, lo arrancó del rincón favorito, recordándole la diaria tarea aun no comenzada.

¡Siempre soñador, hasta ahora cuando la vejez le permitía moverse apenas!

Apercibióse a la faena y eligió un tala hermosísimo. Ese era el que le habían ordenado voltear.

Tanteólo amorosamente. ¡Pobre árbol, al que ni la majestuosa belleza librará de caer con ignominia!

¡Y tan luego a él iba a derribar, al confidente de sus ensueños juveniles!... Quizás así fuera mejor: Una mano piadosa acaricia al matar.

Dispuesto al sacrificio, el cieguecito hendió el tronco amigo con filosos y repetidos hachazos. Sudoroso, recogióse para darle el golpe de gracia.

Gimió el árbol venciéndose a un lado y una ola caliente y espesa, surgiendo de la abierta herida, bañó las manos del ciego.

Con instintivo espanto llevóselas a la cara y clamó :

—¡Dios mío, estos pobres ojos que no me dejan ver!

Y sus ojos, sus pobres y secos ojos, vieron con respetuoso terror que ancha ola sanguinolenta bajaba de la profunda herida enrojeciendo al suelo.

Acercóse el anciano presa de ese pánico sagrado que torna clarividente a quien domina:

Allá, en lo hondo del tajeado tronco, un Cristo abría los amantes brazos, mientras un río de sangre brotaba del lanceado flanco.

Arrodillado donde la fe levantó luego una capilla, alzó el vidente los ojos en acción de gracias:

lenguas de fuego lamían la montaña del pie a la cima anunciando radioso amanecer.

Mina Clavero, Córdoba.