Correrías a caballo

CORRERÍAS A CABALLO


Recorrer la montaña a caballo es placer que diviniza al hombre.

Impresiones sobrehumanas de belleza, de terror, de majestad, de grandeza, de poder, de inmensidad debo a la montaña.

Mirando hacia atrás, me veo, chicuela aún, recorriendo los contrafuertes andinos sin más guía que el instinto de mi caballo. ¡Qué deliciosa inconciencia del peligro me alentaba!

Entre los recuerdos de terrores súbitamente experimentados, que siempre tenaces reviven, escogeré algunos.

Quería llegar una tarde a los mamelones rojizos que bordean a la izquierda el río San Juan, cerca de Zonda. Elegí una angostura entre dos montañas tan altas y abruptas que se levantaban como paredes dejando de ver, allá arriba, un tajo de luz. Difícil era internarse sin ir señalando el paso con jirones de la amazona que quedaban suspendidos de las afiladas aristas de la roca.

Largo rato hacía que mi caballo avanzaba, avanzaba tranquilo y mesurado. De pronto noté el es tremecimiento peculiar en el equino cuando duda, si obedecerá o no la voluntad del amo. Avanzaba aún, pero dudoso y estremeciéndose.

¡Qué podría ser? Fieras, no las bay en esos Andes secos y desiertos, vestidos tan sólo de sombra y de luz.

¿Por qué temblaba mi caballo, por qué, al fin, se paró en seco babeando de terror?

Había sido tan súbito aquello, tan inesperado, que sólo consiguió arrancarme de la contemplación infinitamente deleitosa a que estaba entregada, sin dar lugar a que de mí asiera el temor.

Bajé del caballo, miré al frente, a espaldas y no vi nada que justificara ese miedo. La angostura en zig—zag se prolongaba ante mis ojos. Avanzaba con curiosidad, cuando de pronto el terror me paralizó.

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A pocos pasos la vista se sumía en inmensa cueva socavada por el río: Estábamos sobre un estribo de piedra suspendido hacia el vacío.

Instintiva, y por ello sabiamente, el oído finísimo del caballo le avisó que sonaba a hueco ese espolón sobre el cual el cerro se asomaba a mirar la horrenda sima.

Una tormenta en las sierras es espectáculo imponente. Dos veces me ha sido dado contemplar la tempestad cara a cara, a solas con ella.

Regresábamos, mi hermana y yo, un atardecer, a las casas de la estancia "Las Peñas", ese paraíso que posee San Luis frente al Morro.

Al salir habíamos admirado el cielo sombrío y bellamente amenazador. Pero no creímos en la inminencia del peligro. Volvíamos charlando, cuando de pronto hízose noche. A tientas siguieron avanzando nuestros caballos, pegados a la montaña. Empezó a descargarse nutrida manga de piedra que azotaba, hiriendo nuestras caras vanamente protegidas por ambas manos puestas en visera. Los pobres animales, heridos en los ojos, querían volver grupas.

¡Cómo permitirlo si detrás estaba la sierra en la que aun con guía era difícil orientarse!

Cansadas de luchar, echamos pie a tierra, desensillamos a las pobres bestias para que pudieran pasar más a gusto la noche refugiándose en las cuevas de las peñas y emprendimos, a tientas,, regreso.

Poco a poco el granizo cedió lugar a un verdadero diluvio que nos envolvía arremolinado por furioso vendaval. De los cerros bajaban torrentes con ruido ensordecedor; el sendero, que aun creíamos seguir, estaba convertido en avasallador arroyo cuya agua nos llegaba a la cintura amenazando arrastrarnos.

A duras penas avanzábamos cortos pasos. La oscuridad no permitía vernos el huracanado vendaval cubría nuestros gritos: Y sabíamos que, cerca del sendero, si por él seguíamos aún, corría por el hondo valle un arroyo, desagüe de la laguna que bordeaba la casa.

Amigas, familiarmente amigas, nos parecían las ramas espinosas que nos azotaban caras y manos; amigas, las aristas filosas de la montaña; amigo, el alambre de púa en cuyas rosetas quedaban jirones de nuestros vestidos. ¡Cuánto tiempo erramos por entre peñas y riscos hasta caer rendidas cerca de las casas!

Siglos o segundos, no lo podríamos precisar, tan intensamente se apura la vida en momentos de peligro.

De casa habían salido peones en nuestra busca; las campanas de la finca habían sido echadas a vuelo; mi padre y mis hermanos recorrían los alrededores llamándonos a gritos. La tempestad lo ahogaba todo con su voz: El ciclón, frente a las casas, descuajó álamos y nogales centenarios sin que se les oyera caer en medio del silbar furioso del viento desatado.

Pero en esa tarde, larga o corta, la angustia no llegó a ser medida en tiempo por nosotras que sólo ansiábamos escapar al peligro de morir ahogadas.

Peor, si cabe, fué la infernal noche pasada en la Sierra Grande de Achala, en Córdoba.

Habíamos salido, como de costumbre, a explorar.

Teníamos decidido esa tarde llegar a la Sierra Grande, legendaria desde el tránsito hasta Dolores, porque allí quedan pumas aún. No conocíamos el camino sino por referencias de guías y cazadores.

Jamás excursión alguna nos resultó al principio más atrayente. Un valle paradisíaco seguía a otro y, entre ellos, graciosas serranías que escalábamos a media rienda.

¡Qué no hicimos esa tarde! Por fin y sin saber cómo, nos vimos sobre la ceja de la abrupta sierra: Ni un rancho, ni señas de guarida de animales. siquiera habíamos hallado. Oía encantada, mientras marchábamos, la risa y el parloteo de mi hermanita que alegaba, contra la opinión de nuestra amiga y de su hermano, que para volver a casa no debíamos seguir la pirca que serpenteaba como viborón de piedra, sierra arriba, cuando un sordo trueno lejano se dejó oir: Alzamos las cabezas y vimos en lo alto la nube de la piedra, tan conocida en las sierras, que avanzaba amenazando ensombrecer el cielo todo: No había tiempo que perder. Volvimos grupas y, a galope, por entre piedras y tunales, quisimos desandar lo andado. Inútil tentativa. La obscuridad nos envolvía ya, bajando con esa rapidez pavorosa con que arriba la avanzada de las tormentas en la montaña. Corríamos el peligro atroz de sep arnos unos de otros, los pobres cuatro seres que allá arriba errábamos. Llamándonos a gritos, avanzábamos rienda suelta, entregados al instinto de los aterrorizados caballos. La sierra parecía burlarse de nuestra imprevisión. Sus senderos conducían a un corte a pico o concluían junto a la maldecida pirca.

Perdido el rumbo, enloquecidos los animales por los relámpagos fulgurantes, pasábamos y repasábamos en desesperante círculo, bajo los mismos árboles, junto a la misma pirca. Nuestro compañero bajóse y abrió brecha en esa pared de piedra que separa heredades en las montañas. Vano empeño. La sierra era más abrupta aún del otro lado de la pirca. Intentamos bajar a pie llevando los caballos de la brida: Resbalábamos con peligro de arrastrarlos sobre nosotros al rodar.

Agotadas las fuerzas, nos detuvimos: Eran las 9 de la noche: Hasta entonces no habíamos hecho más que buscar camino que nos permitiera descender de la Sierra Grande: No podríamos decir cómo ni por dónde habíamos trepado, pero caminos había, a estar a lo que los guías contaban al hablarnos de las cacerías de pumas.

Y las luces de los pueblos serranos se hacinaban allá abajo, muy abajo. Por la importancia apreciábamos que el haz más grande era El Tránsito; seguíale nuestro amado Mina Clavero y luego Nono.

A un tronco de esmirriado y apestoso arbusto atamos los pobres caballos, rendidos de fatiga. Nosotros, sentados sobre las monturas, cubiertos con los mandiles y caronillas, transidos de frío, encorvados bajo la lluvia, penábamos mirando las luces que allá abajo zigzagueaban, costeando el río, La montaña se poblaba de extraños rumores.

Sentíamos pasar, cercanos, olfateándonos, misteriosos animales que buscaban sus guaridas. Y, a la luz de los relámpagos, indagábamos, ansiosos, si nos acecharía un puma.

Pasó así mucho tiempo, tanto que creímos debiera estar próxima el alba. ¿Cómo saber la hora?

Mi hermanita llevaba por adorno en el cabello, como es hábito en las sierras, bellísimos tucos cuya luz. los asemeja a brillantes vivientes. Al claror de uno de ellos consultamos el reloj: No era llegada aún la media noche.

Y la angustia del pensar en los que en casa esperaban sufriendo lo indecible, ahogaba nuestra propia angustia.

A esa lamentable situación, añadióse otro temor más. Habíamos notado que uno de los caballos, mi hermoso alazán, hacía rato movía acompasadamente las riendas como para librarse de algo que lo molestara. Bien pronto hallamos el porqué: Con inteligente perseverancia, había restregado la cabeza contra las ramas hasta pasar las orejas bajo el cabestro y quedar libre. El hambre lo separó lentamente de sus compañeros, a pesar de nuestras voces amigas que no lograron más que detener un instante su inevitable alejamiento.

124 Intranquilos los otros, al oirlo comer, hicieron lo posible por libertarse y el ruano lo logró rompiendo la rienda. Ni pensar, por el momento, en darles caza.

Ateridos de frío, sepultados en tinieblas, azotados por la lluvia y el viento no teníamos fuerzas ni para temblar al oir deslizarse a esos misteriosos animales de la montaña y de la selva que por las serranías merodeaban.

Largamente interminable y angustiosa, fué esa noche de terrores.

El alba llegó, por fin, palidísima. Había amainado el temporal. Llovía tenaz y menudamente sin relámpagos ni truenos.

Después de dolorosos esfuerzos, conseguimos desentumecer los anquilosados miembros y ponernos en pie. Dos caballos estaban aún bajo el árbol; los otros dos pastaban allí cerca. Mi alazán se dejó apresar fácilmente. No así el ruano, animal mañero y arisco que amenazaba con dar de coces al que se le aproximara. A fuerza de maña logramos atraparlo utilizando como cebo a los mansos compañeros. Y ese triunfo nos devolvió el perdido ánimo.

En verdad la mañana prometía temporal y sabíamos de sobra lo que eso significa en la montaña.

No arriesgarse a bajar al valle, so pena de fatal rodada.

Quedarnos era condenarnos a perecer de hambre y de frío. Había que intentar el descenso, peligrara lo que peligrase..

Paso a paso salimos de la meseta donde tanto habíamos padecido esa noche. Corriendo un riesgo a cada avance llegamos a la ceja de la Sierra Grande y divisamos la maldecida pirea que con cruel ironía nos salió antes tantas veces al encuentro en la nochecuando buscábamos sendero. Ahora, con la ayuda del día, lo encontraríamos fácilmente.

Engañosa esperanza. Horas de horas erramos por la ceja de la sierra viendo, allá abajo, el río que serpenteaba por entre los pueblos del valle amigo. ¿Cómo llegar a él?

La sierra, cortada a pico, no mostraba el más angosto sendero. La lluvia torrencial de toda una noche había convertido los ríos secos en torrentes, los vallecitos en lagos, los arroyos en caudalosos ríos. El día clareaba dificultosamente por entre espesos y grisáceos nubarrones. Y nosotros errábamos desesperados por la ceja de la Sierra Grande.

De pronto vi un valle en forma de embudo que por entre las montañas bajaba serpenteando :—Arriesguemos el todo por el todo, propuse. Y, a pesar de lá obstinada prudencia de nuestro compañero, emprendí el descenso. Peligroso era, en verdad. La peña resbalosa, bajaba, a trechos, en pendiente aterradora.

Echada hacia atrás, prendida al cuerno de la montura y a las crines de mi inteligente alazán, dejábalo bajar sin pretender guiarlo. Eso nos salvó.

Largo fué el penoso descenso. Habituada ya al peligro, bien pronto la belleza del panorama fijó mi atención.

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Como acabados de crear, la montaña, el valle, la selva, el río, ofrecíanse en virginal belleza. Y, allá, al frente, al otro lado de la sierra cuyo descenso emprendíamos, el río Mina Clavero surgía en mitad de la peña. Semejante a grifo gigantesco brotaba recto el chorro de agua salutífera; se incurvaba de pronto y descendía paralelo a la montaña hasta golpear contra ella, rebotando en cascada bellísima; otra y otra vez contra la abrupta peña, derramábase cual profusa y ondulante cabellera en sinnúmero de cascadas espumosas.

De cerros cercanos bajaban torrentes entre la verde espesura. Negro y blanco, a parchones, era el correr de sus aguas: Negro en los breves remansos, blanco en las burbujeantes cascadas. Y, allá abajo, Mina Clavero se perdía a nuestra vista, acrecentando con las ofrendas de arroyos y riachos vecinos. Rugidor, espumoso,, bravío, tronaba cavando el valle hondo y obscuro.

Arribada al pie de la Sierra Grande, esperé a mis compañeros. Sobre ellos había ejercido, también, su tónica influencia el admirable espectáculo, tranquilizados ya por la suerte futura, pues bastaba dejar que nuestros caballos se orientasen para que enderezaran seguros hacia la querencia.

Como reconociéndonos, pasada atroz pesadilla, nos miramos unos a otros: Abrigadas bajo lanudas caconillas, estilando agua, nosotras parecíamos ridícula oseznas. Pero, ¡ qué decir de nuestro compañero! Cụbierto por un ponchito colorado que bajo el apero llevó; teñido a hilos rojizos el fino jipijapa, el impecable traje de montar, los guantes que aun calzaba; los largos bigotes laciamente caídos, la marcial y elegante apostura habitual substituída por el actual desgarbado aire de muerto de hambre y de penas...

Verlo así y retozarle la risa en el cuerpo al diablejo de mi hermanita, fué todo uno. El reir es contagioso y, él de nosotras y nosotras de él, riéndonos y burlándonos mutuamente, emprendimos el regreso olvidados del hambre, del frío, del terror pasado.